Lo que sigue son las intervenciones en el debate del "No Matarás" de Juan Bautista Ritvo, Jorge Jinkis y Eduardo Gruner en la revista Conjetural.
1-Ritvo
2-Jinkis
3-Gruner
La
verdadera intemperie es la Crueldad
Juan
Bautista Ritvo
Hay
un mérito en la carta de del Barco, algo que no puedo negar aunque,
ya se verá, discrepe muy fundamentalmente con sus principios y
consecuencias.
Estamos
acostumbrados a ocultar nuestras faltas tras las notorias y
escandalosas faltas de los otros: madres que llevaron (o permitieron
que se lleven) a niños muy pequeños a Cromañon, se exculpan
acusando a las autoridades, que son, desde luego, tan responsables
como los empresarios; políticos populistas o de derecha, tanto da,
confusos y vocingleros, quienes jamás pudieron concebir ni la sombra
de un plan económico, acusan su ausencia en el gobierno; la
izquierda, que no cesa de denunciar (y con razón) los males del
capitalismo, se declara irresponsable del stalinismo y del derrumbe
de la Unión Soviética, irresponsable incluso del curioso destino de
China, que conduce la victoria de la economía de mercado –una
economía de mercado militarizada(1), cabría aclarar– bajo la
dirección despiadada del Partido Comunista, y también de la
dirigencia cubana (oh, los maduros muchachos nostálgicos que se
enternecen con los discursos de Castro, pero no tolerarían vivir ni
dos minutos en la isla, salvo como ilustres embajadores culturales),
que sólo busca subsistir.
No
obstante, invertir esa tendencia mediante un acto de contrición, nos
deja encerrados en el mismo círculo, solo que de otro modo.
Para
decirlo sintéticamente, del Barco ha pasado de un fundamentalismo(2)
presuntamente concreto, pero vuelto abstracto por su teleología –me
refiero al marxismo y su causa final, la sociedad sin clases–, a
otro abstracto, tan abstracto que no tiene otra realización que la
más concreta de las autopuniciones.
Toda
la carta está fundada en reversiones perfectamente recíprocas: la
dictadura cometió crímenes, sin duda horrorosos; "nosotros",
los "revolucionarios", también, aunque no hayamos
torturado; no se puede admitir matar a los hijos de los otros y
suspender ese principio cuando se trata de los propios. Llega,
incluso, a otorgarle calidad explicativa al crimen, lo que es, por lo
menos, ingenuo: el Imperio Británico lució espléndido y venturoso
durante siglos, sin que los feroces crímenes cometidos en la India,
hubieran socavado hasta muy tardíamente las bases imperiales y por
razones que no son, o al menos no lo son en primer grado, las de la
criminalidad. El acento constante puesto en la relación filial,
termina por reducir la política a la familiaridad, disolviendo así
el horizonte histórico en una suerte de piedad que imita la piedad
eclesiástica.
¿Podemos
desconocer – y mi pregunta es indiscutiblemente retórica –que el
vínculo filial no sólo incluye el amor sino asimismo el odio y que
así la consigna "no matarás" es tan tribal como la ley
del talión? ¿Podemos desconocer que "amar al prójimo"
también oculta la dimensión del odio y que si amo al prójimo –como
a mí mismo, agrega el texto bíblico, agregado que no es un mero
agregado–, lo inundo y aplasto con mi Bien?(3)
He
dicho "abstracto" y lo repito; lo repito en el sentido
hegeliano: es abstracto lo huérfano de determinaciones, tan huérfano
que su concreción es oscura, confusa.
Hay
muchas cosas inexplicables en la historia humana, esas cosas que el
racionalismo progresista ha pasado por alto, no sin sufrir su resaca:
es inexplicable el fondo de crueldad que habita el corazón del
hombre, pero no lo es el "no matarás", que tampoco, como
lo aserta del Barco, carece de explicación precisamente porque no
es fundamento de la comunidad,
incluso si admitimos que "comunidad" no equivale a
"sociedad".
(El
recurso a cierto procedimiento retórico oriundo de la teología
negativa y que consiste en repetir un término pero con signo
negativo –dios sin dios, fuerza sin fuerza, ser sin ser–, cumple,
en este contexto, la función de salir del paso allí donde reina la
perplejidad y el temor profundo de dejar las cosas en el punto en que
el saber –nuestro saber– debería entregarse a su propia
descomposición; un dios sin dios sigue siendo incomprensiblemente
dios, lo que equivale a la definición del dios, la fuerza sin fuerza
es la impotencia de la fuerza, el ser sin ser sigue siendo,
misteriosa, irreductible, inescrutablemente, ser(4) ).
Empecemos
por ésto: en la Biblia, "no matarás" es una máxima
tribal; lejos de ser un mandato universal e irrestricto, remite al
nosotros
del grupo judío, ese nosotros
que se funda, como cualquier masa (y esta sí es una monótona ley
universal), en la discriminación e incluso en la segregación de los
otros.
"No
matarás a ninguno de nosotros que se comporte como un auténtico
‘nosotros’ ".
Así
no hay contradicción entre admitir el "no matarás" como
norma y respetar explícitamente la ley del talión. Lo que explica
por qué en el Éxodo,
tras la enumeración de los mandamientos y en particular el "no
matarás" (cap. 20, v. 13) hay una serie de disposiciones entre
las cuales se incluye la sanción de la ley del talión –cap. 21,
vs. 24/25: "ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie
por pie…"–.
En
el cristianismo se elevará la prohibición a ley universal, pero una
vez más estará sujeta a múltiples restricciones.
Véase
por ejemplo en la Suma
Teológica de Santo Tomás
(Secunda Secundae, q. 64),
lo que se sostiene con respecto al homicidio.
El
homicidio no es ilícito cuando lo comete la autoridad – el
príncipe – y recae sobre el pecador; también es lícito cuando es
cometido en defensa propia.
Igualmente
(ib. II,II, q. 40) es lícito dar muerte a otro en el curso de una
guerra justa.
Allí
formula Santo Tomás consideraciones sobre lo que más tarde
constituirá –Tomás Luis de Victoria– el derecho internacional
público, tradicionalmente denominado derecho natural y de gentes.
No
es posible, de este modo (y aquí quiero llegar), introducir ningún
precepto ético válido sin juzgar su contexto
de reversión condicional;
quiero decir, el sujeto de la acción ética es también y
constitucionalmente el objeto
de la acción conflictiva y
contrapuesta de otros, como lo
comprobó con humor negro extremo el propio Sade.
Toda
ética que no sea agonística,
toda ética que no acoja en sí y para sí el conflicto
de las éticas, la tensión
entre el deseo y la voluntad, el choque de voluntad con voluntad, lo
concreto de hombres diferentes, diferenciados, enfrentados, y no esa
insulsez de un "otro" genérico, indeterminado, apto para
moral de confesionario o de campus
universitario, está echada a
perder en tanto sustrae mi
cuerpo y el cuerpo del
prójimo, lo sustrae a sus determinaciones, más singulares que
específicas: el cuerpo del otro como mujer, como hombre, como
explotador, como explotado, como padre, como hermano, como rival,
como amante, etc.
Si
rechazo ese condicionamiento –es el punto crucial de la ética
kantiana–, me expongo a la más feroz de las paradojas: una vez que
he decidido incondicionalmente no mentir, tengo que denunciar a la
víctima inocente cuando el asesino me urja a que diga la verdad; si
he decidido no matar, tendré que ofrecer voluntariamente mi cuerpo
al que viene a matarme.
La
moral kantiana, aplicada, puede llegar a producir monstruos, entre
los que con seguridad no se contaba el propio Kant, un hombre mas
bien prudente, en el sentido mundano del término: pensaba todo lo
que decía, pero no decía todo lo que pensaba; lo que no le traía
graves problemas con el despotismo ilustrado de su época: enseñaba
las doctrinas de Christian von Wolff, el protegido de Federico II,
para no contaminar su propio pensamiento y toda su vida transcurrió
en una apacible convivencia con el poder terreno.
Se
me dirá: ¿Entonces la ética, cada vez que entre en concurrencia
con la política, estará sometida al oportunismo ambiguo de la
casuística o de las normas laxas adaptables a voluntad a cualquier
circunstancia?
Pero
la fuerza de la ética reside en la enunciación, no en el enunciado,
algo que presintió Wittgenstein; sin embargo, la búsqueda de normas
éticas tan claras que no necesiten del equívoco de la
interpretación, conduce a los ejemplos conocidos hasta la saciedad
de aquellos que en la búsqueda inclaudicable del Bien arrasan con
todo.
En
este sentido hay más sabiduría –lo que no implica la
desestimación global de la ética de Kant, sobre todo de su
exigencia sin duda fundada de la primera persona como fuente de
aserción moral– en la frónesis
aristotélica, la que conlleva
simultáneamente las ideas de entereza o serenidad, rectitud,
prudencia (en el sentido del reconocimiento de los límites y ya no
de la mera cautela) y sagacidad, o capacidad para captar de golpe,
rápidamente, lo esencial de una situación dada. Es decir: sentido
del momento oportuno: kairós.
Nos
llevaría muy lejos discutir tales cuestiones; baste decir, por
ahora, que el abismo entre lo universal, objeto de sophia,
y lo particular –la frónesis
es disciplina de lo particular(5)– no puede ser colmado
apodícticamente y que no hay norma ética alguna que pueda quedar al
abrigo de los equívocos de la interpretación, lo cual no quiere
decir que estemos sujetos al oportunismo o a la hipocresía e incluso
a las ambigüedades canallescas, porque hay o debe haber principios,
con seguridad, mas ellos desaparecen absorbidos por la frónesis
de lo singular para reaparecer bajo formas constantemente cambiantes,
aunque siempre reconocibles.
Que
desaparezcan no quiere decir que no existan sino que son, a la vez,
necesarios e insuficientes: el
tiempo y las circunstancias de cada situación imponen límites que
desbordan las previsiones, instrumentos y preceptos genéricos,
aunque sólo con estos es abordable de modo inicial y terminal:
empezamos con los principios y retornamos a ellos pero de otro modo,
y ese modo sigue siendo, como diría el Estagirita, el modo
de la contingencia.
Para
volver a lo más inmediato, diría que no puedo elevar el "no
matarás" a principio universal e incondicionado porque hay
ocasiones en las que, siempre y cuando la muerte no sea ella misma el
objetivo final buscado, la muerte de hombres es un mal necesario.
Tal
el caso de las guerras justas y en particular las guerras contra el
invasor.
Y
si alguien menciona el principio kantiano de no tomar a los hombres
como medios para el cumplimiento de fines, puedo decir lo que ya a
esta altura es claro, clarísimo, aunque convenga enfatizarlo: el
principio de no tomar a nadie por medio, nos hace a mí y a cuantos
estén conmigo rehenes impotentes de cuanto canalla esté (pero, ¿hay
alguno que no lo esté?) liberado de esta constricción.
No
ignoro los límites de la posición que tomo. Por ejemplo, he
mencionado la expresión “guerra justa”, uno de los temas
favoritos del derecho natural y del derecho internacional positivo;
uno de los temas que muestran cómo es imposible fijar de antemano y
de una manera unívoca cuál es una guerra justa y cuál no lo es,
aunque me esfuerce a la manera de Santo Tomás por distinguir y
distinguir y distinguir.
No
obstante, sí creo que hay un principio que puede formularse de
manera general, un principio cuya excepcionalidad debe pensarse a la
manera de Lacan; no una mera excepción a una regla, sino la
excepción que por excepcionalísima funda los límites y los
alcances de esta misma regla. Me refiero a la crueldad, no mencionada
entre los mandamientos –quizá porque le estaba reservada al dios
tribal llamado El Sadday o Elohim o Yahveh–, ni tampoco mencionada
por Del Barco, aunque la haya evocado al mencionar el horror de la
tortura.
Pero
debe ser un principio que entre en tensión con lo que es sin
ignorarlo, como suele hacer la actual filosofía política, la que
cree que por usar palabras grandilocuentes – “utopía”, “deber
ser”, etc– puede desentenderse livianamente de lo
que es, de lo que los
clásicos llamaban “naturaleza humana”, vocablo que podemos
retener no para oponerlo simplemente a la cultura o a la historia en
un esfuerzo sin duda trivial, sino para mostrar que hay en el hombre
fuerzas irracionales cuya presencia puede medirse en sus efectos y
causas secundarias sin que podamos, no obstante, reducir su causa
última.
No
hay duda de que la miseria y el despotismo acicatean la crueldad
humana; no obstante, ella está presente en todas las épocas y en
todos los contextos posibles. Podemos, en este sentido, trazar un
arco desde el niño que por curiosidad arranca una a una las patas de
la langosta hasta que al fin, aburrido, aplasta al insecto, hasta las
prácticas institucionalizadas de tortura, trayecto en el cual hay
indudablemente cambio de niveles, de valores y de significación,
pero asimismo la sorprendente continuidad de un estigma tan palpable
en su presencia como invisible en su raíz.
La
suprema tentación: tener al otro en un puño y ser, aunque sea por
un instante, dueño de su existencia.
Neutralizarla:
la ética sólo puede aspirar a eso; eliminarla es un objetivo que
nos llevaría de vuelta a la crueldad del Amo que cree saber
perfectamente cuál es el Supremo Bien.
(Sabemos
cuáles son los medios <insuficientes> para neutralizar ya no
la mera violencia sino la crueldad, que es el goce de y por la
violencia; desde condiciones de vida dignas<la palabra “dignidad”
me parece insustituíble> hasta lo que en psicoanálisis llamamos
“sublimación”, que no es ajeno a la transformación de las
fuerzas destructivas en comienzo de objetivación y exterioridad;
medios que, por supuesto, no se ubican en el mismo nivel ni poseen el
mismo alcance, ya que el segundo sólo se puede ejercer con respecto
a uno mismo. No menciono los ideales porque ocupan una posición en
extremo equívoca, ya que si es cierto que una cierta saturación
simbólica de los ideales sociales suele neutralizar la violencia y
la crueldad de los grupos, una presencia excesiva de ellos,
prácticamente imposible de balancear de antemano, puede conducir y
de hecho ha conducido al ejercicio de la crueldad masiva.)
De
otra parte, cuando apela a la sacralidad del hombre, ¿no es evidente
que se lo mata no a pesar de que sea sagrado, sino justamente, porque
lo es?
(Conclusión
provisoria: sería mejor, mucho mejor, desacralizarlo.)
Y
asimismo: hacer del “no matarás” un imposible que “es lo único
posible”, además de consagrar como principio a la mistificación
de la impotencia, confunde las cosas: es totalmente diverso mostrar a
lo imposible como límite de
toda acción posible, de superponerlo inmediatamente, de una manera
renegatoria, con lo posible.
Todo
lo cual conduce a una conclusión provisoria, que es el reverso de
una crítica a Del Barco.
Aunque
éste no ignora la diferencia entre el general Menéndez y Santucho,
aunque, de modo particular, no desconozca la diferencia entre matar y
torturar, juzga a los crímenes de ambos como especies de un mismo
género; por lo contrario, creo que hay una diferencia irreductible
entre dar la muerte al enemigo y torturarlo, por más repugnancia que
pueda inspirarnos la primera actitud.
II
Pero
no quiero utilizar estas consideraciones inevitablemente generales
para eludir una definición con respecto a la violencia guerrillera
argentina.
La
guerrilla, en sus dos vertientes –la peronista y la marxista–, es
heredera de ciertas características muy marcadas en la
intelectualidad argentina que por convención llamamos “progresista”,
las que provienen, en el fondo pero visibles para quien esté
dispuesto a ver y escuchar, de esa tradición bien nominada como
“despotismo ilustrado”. La socialdemocracia alemana la encarnó a
la perfección con su partido burocrático de políticos
profesionales inflamados por el culto a la ciencia positivista, y el
leninismo, como es bien sabido, pese a sus críticas al ‘reformismo’
no innovó en este punto.
Y
no hablo, si me refiero a nombres propios locales, ni de Aníbal
Ponce ni menos de Juan B. Justo, sino de Ingenieros e incluso de
Lugones, a quien seguramente nuestra intelligentzia
no reconoce como uno de sus ancestros; a este último(6), es notorio
que ha llegado y llega a execrarlo con sospechosa pasión. Es que a
la izquierda criolla le repugna su espejo: la voluntad –habría que
decir la extrema obcecación
de la "voluntad revolucionaria"– de conducir los destinos
del país desde la clarividencia,
una clarividencia que sin oximoron podemos bien llamar ciega porque
se nutre de la creencia de que se ha captado la raíz
última de las cosas; –así
todo se torna fatalmente despótico
y hasta apocalíptico.
En este punto la "pedagogía" puede terminar, fácilmente,
en la pendiente del asesinato, no sin antes frecuentar la inquisición
de la llamada "autocrítica" indudablemente suicida.
Desde
luego, aquella época, la de la guerrilla era, aquí y en todos
lados, una época redentorista.
La actual, según nos alejamos de esos años, es –para decirlo de
alguna manera–, realista, resignada y para algunos cínica; pero
igualmente, en la medida en que a veces la caída de los ideales
suele aportar cierta lucidez suplementaria, podemos apreciar cosas
como el asesinato de Aramburu a manos de los Montoneros, ceremonia
horrorosa que no sólo muestra, a través de la admiración por el
general, la identificación con el enemigo cuyas virtudes se asimilan
canibalísticamente, sino la clase de guerra que esperaba el grupo
subversivo.
Pero
no; ellos, junto con las FAR y el ERP, inflamados todos por la niebla
redentorista, heroica, fatalmente apocalíptica, desconocían que
poco a poco se iban quedando solos, a merced de fuerzas represoras
que contaban con la pasiva complicidad de una población atemorizada,
cuando no activamente a favor de ellas, desconocían que comprometían
también a otros que se oponían a la dictadura sin compartir ni su
estrategia ni su táctica y que favorecían, de tal manera, el
derrumbe de la frágil resistencia civil.
Lo
demás, no es necesario contarlo, al menos aquí.
Juan
Bautista Ritvo
NOTAS
(1)
En la portada de la revista dominical de El
País de Madrid (16/1/ 2005)
hay una foto impresionante de obreros, enfilados y en posición
rígida, de una factoría de aparatos de aire acondicionado de
Changsua, mientras cantan el himno de la compañía: "Amo a
nuestros clientes y cumplo sus deseos".
(2)
El fundamentalismo consiste en creer
que la incondicionalidad de la demanda puede ser satisfecha; o para
decirlo en términos menos técnicos (psicoanalíticamente) pero más
técnicos (filosóficamente): en creer que el discurso y el absoluto
pueden reunirse.
(3)
Acabo de leer una falacia muy corriente en esta época: "…Si
puede decirse que el asesinato, el odio, designan todo lo que excluye
lo cercano…" (Derrida, J. Dufourmantelle, A.; La
hospitalidad, de la Flor,
Buenos Aires, 2000, p. 10). ¡Es al revés! Frente al mundo
bienpensante Schopenhauer y Freud tenían razón: es la proximidad,
la extrema proximidad la que hace que explotemos de odio. Cuando la
ética ignora al psicoanálisis y a la antropología, cuando cree que
puede postular un deber ser
al margen de lo que es,
caemos en estas idealizaciones.
(4)
Quiero decir: el mérito de la teología negativa consiste en agotar
la negatividad para que aflore una positividad tan irreductible como
imposible de descontar de la negatividad que la transmite sin no
obstante conocerla. Que no es lo mismo que reducir la negatividad a
mera fórmula que de entrada impida el trabajo del pensamiento. Ahora
bien, (sólo breve y casi elípticamente puedo referirme a ello la
positividad que deja entrever la negatividad no es un más,
sino un menos.
No está más allá,
sino más acá,
más acá de todo lo que puedo saber. Como si dijera, se trata
(apenas) de una metáfora: contemplo el mundo, contemplo su esplendor
desde desperdicios microscópicos que me sitúan sin que pueda a mi
vez captarlos. La idea del dios – fuera el que fuera el probable
sentido (o sin sentido) de esta expresión – puede ser ilustrada
por el trabajo de arquéologos o antropólogos que intentan imaginar
las toneladas de basura que han terminado por levantar el piso de las
ciudades modernas, más que por los dudosos esplendores de la
angelología barroca.
(5)
Ética a Nicómaco,
1142ª; la expresión griega que traducimos por "particular"
es kath’ hekaston,
que significa "cada uno, uno por uno, cada uno en particular".
Traducirla por particular, aunque esté establecido así, implica un
margen de equívoco notorio, ya que "particular", en lógica
significa "algunos" y no "singular", que es a lo
que apunta Aristóteles.
(6)
Lugones, en sus fulminantes conversiones, tuvo una fugacísima
fascinación por la Revolución Rusa; luego quedó cautivado por el
fascismo.
http://www.elinterpretador.net/22JuanBautistaRitvo-LaVerdaderaIntemperieEsLaCrueldad.html
Una
respuesta a Oscar Del Barco
Jorge
Jinkis
El
camino verdadero pasa por una cuerda que no está tendida
en
lo alto sino sobre el suelo. Parece dispuesta más para
hacer
tropezar
que para que se la recorra.
F.
Kafka
Puesta
en situación
Publicamos
esta carta de Oscar Del Barco porque, en su extrema singularidad,
enuncia una moralidad que no se limita a la reconsideración de
nuestro pasado reciente, y que en sus consideraciones retrospectivas
sobre la violencia, compromete nuestra historia y nuestro porvenir.
La
hemos leído con cuidado, y hemos decidido no hacer un análisis del
texto. Habiendo concluido con pesar que no podíamos extender el
respeto que tenemos a su persona como para que alcance también a sus
argumentos y razones (¿a sus motivos?: los desconocemos), nos
pareció más leal conceder libertad a las pasiones que permitan una
discusión política. Así pues, nuestra respuesta no se deja
organizar por la ley de la interpretación y se entrega a la
jerarquía, un poco desordenada, de nuestras reacciones de lectura.
Que
esta discusión pueda tener lugar en una revista de psicoanálisis se
volvería necesario explicarlo sólo para aquellos a quienes no les
serviría ninguna explicación (cfr. nota 4). Tan sólo digamos que
nos importa menos que Freud y Lacan se cuenten entre las referencias
del autor, como que parece proponer la práctica de una
imposibilidad. ¿Pero es tan seguro?¿Acaso practicar una
imposibilidad puede confundirse con "asumir lo imposible como
posible"? ¿Qué alcance tendría sustituir la función del
límite por nuestras limitaciones? Entendida así, la imposibilidad
se superpone insidiosamente con la función discursiva de los ideales
de ayer, esos mismos que el filósofo rechaza en la hora de su
arrepentimiento tras reconocer su acción devastadora. ¿Y en qué se
distingue del retorno a una vieja utopía?
Hablar
en yo es trivial e inevitable. Pero cuando la palabra se escribe es
temible. "Yo" es una palabra que da vértigo y que fuera de
la literatura, es capaz de volver vertiginosamente patética
cualquier escritura. A veces tiene una función propia e interna al
discurso que parece exigirla (el caso de Sartre podría ilustrarlo);
otras veces, muchas, es el albergue espacioso de una personalidad
voluminosa (y no se necesita que sea un psicoanalista el que deje de
resistir su uso para alcanzar las cumbres de una impudicia obscena,
bastaría -empobrezcamos nuestros ejemplos, con un Sebrelli). Pero no
son estas las únicas circunstancias que pueden convocar a esa
palabrita. La ocasión dramática elegida por Del Barco, su decisión
de transmitir la potencia afectiva de un acto de contrición, y hacer
la confesión de ello -como lo quería el Concilio de Trento (De
sacramento Poenitentiae,
cap. I)-, y además hacer pública esa confesión, ¿qué otra
palabra que ese "yo" para decir lo que dice? Entonces, si
para responder a esa palabra usamos la primera del plural, no es
porque seamos tantos, es un poco de pudor y es otro discurso (1).
Hoy
Estamos
en un tiempo en el que las conciencias intelectuales (2) han criado
panza y parecen agobiadas. Ser correcto es menos un ideal que un
deber, un valor vigente de diversas maneras en todas las clases
sociales (que persisten, a pesar de las "multitudes",
"comunidades", la "humanidad" o "el hombre",
recientemente renacido).
Las
izquierdas, siempre verde esperanza, entre elecciones cuidan la
naturaleza; los que trabajan pagan la coima legal a San Cayetano, los
piqueteros, no saben (¿no saben?) que organizan la fiesta de
confraternidad con el gremio facho de los tacheros, el poder gay
reivindica el derecho a formar familia, fortaleciendo a destiempo la
institución religiosa del matrimonio; los artistas abandonan los
atuendos bohemios por la informalidad pulcra y estudiada de los
yuppies, habiendo sido aventajados por la iglesia en la invención de
escándalos menudos. Los hombres... ¿qué cosa? ¿los hombres?... Y
las mujeres se extenúan en la preservación de sus encantos.
Nuestros jóvenes exponen sus cuerpos a los grandes riesgos de la
pequeña delincuencia, a los subrogados mortales de las drogas caras,
al atontamiento feliz de satisfacciones involuntarias. La vejez
pudiente se siente autorizada a realizar los peores descubrimientos
sobre sí misma, no sin complacencia; la otra, es abandonada a la
intemperie. La cultura fusion,
habrá que reconocerlo,
descubre nuevas delicias en el sexo, en la comida, en la música y, a
la vez, alienta el turismo que, cínico, se exhibe en las ruinas del
tsunami o fotografía a los muertos de hambre de la Argentina.
¿Qué
es esto? ¿Cómo llamarlo? ¿Es el lamento desolado de un moralismo
que anuncia el fin del mundo? ¿Son las condiciones actuales de un
renovado nihilismo que se avecina? ¿Los síntomas de un goce sin
control de la especie humana? Seamos menos apocalípticos y digamos
que se llama la Derrota. Se trata de las consecuencias, de una
gravedad peligrosa, de una derrota. Y a una escala que concierne a
Occidente.
Desatendámos
ahora que haya quien puede llamarlo "victoria". En
cualquier caso, es cierto, no es el fin del mundo. Pero aquí no se
trata de decir que también hay muchas cosas bellas, que las hay,
pero ¿a qué dolor querríamos consolar? Importa decir que se trata
de una derrota (no éxito o fracaso), con sus particularidades en
cada lugar, en cada tiempo. Desde siempre, en todas partes, pero cada
vez según modos singulares que es imprescindible distinguir, la
historia muestra que se ha impuesto un deseo poderoso, no la
resignación cobarde, no la impotencia, no la debilidad, también
todo eso, pero no, decimos el deseo (llamado a veces voluntad,
otras pasión),
el deseo de coexistir, el deseo de convivir con el asesinato de
millones de personas llevado siempre a cabo con algún pretexto
racional. Y también así, en nuestro país. ¿Es en este sentido
extensivo que Del Barco entiende que somos asesinos, culpables, desde
aquel que empleó un arma, el que apoyó la idea hasta las mil y una
formas del no-querer-saber ? Si así fuera, tal vez, se podría
situar en la enunciación el dolor de alma de un penitente, de uno
que iluminado por la conversión, añora un tono bíblico para el
lenguaje de su voz misionera. Vayamos más despacio y también más
cerca del suelo.
Descubrir
la culpa
Oscar
Del Barco es sincero, no podemos dudarlo. Tan sincero como
inauténtico. Deja hablar a su corazón hasta el extremo de afirmar
que sus argumentos no son argumentos. Se dirije a todos, a
cualquiera, a sí mismo. Dice que no todo es lo mismo, pero dice que
todo es lo mismo. Se dirije, especialmente, a sus hermanos de
creencias pasadas y les dice: somos todos responsables, todos
culpables, todos asesinos. En el discurso de Del Barco, la derrota
tiene otro nombre (es cierto que se lo damos nosotros): se llama
Decepción. Es el nombre actual de la política abjurada, y que ahora
prosigue aunque no reconocida como tal. Sí, hay una política del
sentimiento, aunque se trate de una política que reniega de sí
misma. El camino de la derecha lleva a la economía (es sólo la
puerta de entrada); el de la izquierda goza o padece de esa economía.
Y están los santos que se espiritualizan. Vienen marchando.
La
culpa de quien empuñó un arma, sería la misma que la de quien
simpatiza con las ideas que se armaron. Esta cadena de la culpa
volvería a las organizaciones insurreccionales cómplices de los
fabricantes transnacionales de armas. ¿Por qué no? Del Barco no se
priva, acusa y se acusa de sus simpatías, que remontan a Lenin y
Trotsky, pasan por su afiliación al partido comunista y habrían
culminado en su apoyo al ERP o a sus ideas, a Castro, el Che, etc.
(todos ellos, haciendo uso del lenguaje policial y cinematográfico
estadounidense, catalogados como "asesinos seriales", lo
cual ya indica la ausencia de todo análisis político, aunque no de
una política). Ahora bien, cualquiera que demuestra ser capaz de
equivocarse tanto en sus creencias durante 50 años, ¿no evidencia
más bien una capacidad de inocencia
ilimitada? Hay que ser extraordinariamente inocente para equivocarse
tanto. ¿Tan culpable para descubrir la inocencia?
La
simpatía, en efecto, existe. Una de sus virtudes consiste en la
pretensión de anular la diferencia que desespera por soportar. La
operación se realiza con frecuencia con la palabra "como",
"como si...". Parece una comparación, pero cuando se
realiza la fusión afectiva, los términos se derriten en un magma
hirviente y húmedo. "Como si fuera mi hijo...", dice Del
Barco. Y podemos respetarlo, ya mencionamos su sinceridad. También
nosotros nos sentimos golpeados. Y cualquiera. "Como si fuera mi
hijo…", pero no lo es, no. ¿Importa la diferencia? ¿Podríamos
descuidarla? En un sentido sí, para que prosiga posible el pensar…,
es decir, el principio del placer, o para "amar al prójimo como
a uno mismo", no sin antes habernos reconocido en él. ¿Habría
otra manera? Claro que sí, ¡el sacrificio existe! No obstante, en
este caso la diferencia importa pues Del Barco se hace "responsable
no en general", sino "responsable del asesinato de dos
seres humanos que tienen nombre y apellido", aunque, es cierto,
ya no podemos seguirlo, una "responsabilidad sin sentido y sin
concepto...".
Apretar
el gatillo. No es lo mismo la ejecución, como dice el dicho, a
sangre fría, de un hombre (que siempre es hijo de otro hombre), que
en caliente, apretado, hacerlo para salvar la vida del hijo. Frío,
caliente, propio, ajeno. Cualidades que no agotan al sujeto, es
cierto. Pero por una vez, la filosofía política podría ser menos
platónica, un poco más socrática, y no ahondar el abismo que la
separa de la política. Si Del Barco sostiene, citando a Levinas, "la
maldad consiste en excluirse de las consecuencias de los
razonamientos", esa filosofía política es precisamente mala
porque se excluye de la consecuencia de su razonamiento cuando se
excluye de la política (¡Ay, el filósofo que borró su dedicatoria
a Husserl!).
No
se trata de singularizar la guerra hasta separarla (no tan sólo
distinguirla) de cualquier otra interrupción de la paz; tampoco
reducirla al filicidio. A veces es la continuación de la política,
a veces está en lugar de
la política. Pero ni la paz ni la guerra, por sí mismas, detienen
la lucha. Una derrota puede hacerlo.
("No
matarás". Los imperativos universales abstractos, planteados en
términos absolutos, conducen a paradojas conocidas (3). Quien no
defendiera hasta la muerte, la propia, la del otro, la vida amenazada
del hijo, ¿no sería un asesino precisamente por seguir ese
precepto?)
Pequeños
y grandes demonios
Nuestro
autor afirma que toda comunidad está basada en ese mandato: "no
matarás", que no viene de afuera, que constituye nuestra propia
inmanencia. Pero la descripción que hace lo niega, no sé si
inadvertidamente. Reformula entonces la teoría de los dos demonios:
están quienes se ubican en las cumbres de la maldad, y los otros,
nosotros, los buenos que también somos malos, los malos "inocentes",
todos asesinos culpables del crimen mayor, el que desconoce el valor
"sagrado" de la vida de todo hombre.
Será
entonces necesario concluir que Del Barco nos está diciendo que el
fundamento de la existencia de cualquier grupo, de cualquier
comunidad, al revés de lo que cree o de lo que quiere, es un deseo
asesino, un deseo de exclusión, en la que la identidad se logra por
una operación segregativa.
No
pretendemos retomar el viejo debate sobre la naturaleza humana
aunque, admitámoslo, también para nosotros resulta audible el "no
matarás". Delgado hilo que puede hacerse oír por cada uno, que
cada uno puede o no ensordecerse ante los ecos retumbantes de ese
trueno. En cualquier caso: no es fundamento de ninguna comunidad.
Digamos
sí, que el llamado de Del Barco, el reclamo, la invocación a pedir
perdón, no un perdón verbal, un perdón verdadero, el perdón que
llega a la "supresión de sí mismo", es un acto suicida,
es, en sus términos, un crimen, un asesinato de alma. Y este
renovado deseo asesino, que se nos disculpe, está enredado
eróticamente. Llega entonces el turno de nuestra propia sinceridad.
Nos alegra que el mal no sea un principio absoluto, que esté
enredado con diversas fuerzas dispares, lo cual hace posible
establecer diferencias entre un crimen y otro, entre una muerte y
otra, entre una guerra y otra. (A la subjetividad llamada individual,
le resulta menos imprescindible la justificación ideológica de las
maldades, no menos refinadas, a veces superfluas, gratuitas. Es
nuestra experiencia de todos los días).
Nos
importa subrayar el momento "platónico" del filósofo.
Después de la Gran Decepción, se retira de la ciudad y funda la
escuela en sus puertas…Habla de la ciudad, pero ya no está en
ella. Ha abandonado la crítica política (que debiera ser
severísima) de las organizaciones armadas de izquierda y, por una
transferencia de culpabilidad que frecuenta a nuestra historia,
colectiviza la responsabilidad.
El
pobre, el triste y diseminado "por algo será", obtuvo en
su tiempo (y todavía) una respuesta improcedente por situarse en el
mismo plano: las víctimas eran inocentes. De esta manera se
desconoce que los torturaron, los mataron, los hicieron desaparecer,
no por lo que no hacían sino por lo que hacían, o porque eran
amigos de los que hacían o porque eran amigos de lo que hacían (4).
La protesta de inocencia se vuelve cómplice: contribuye a borrar la
identidad, personal, política -es la misma-, de las víctimas (5).
Nos
parece bien que Del Barco quiera rechazar esa "inocencia",
pero no lo hace volviéndolas culpables. Abre la puerta a la
distinción entre víctimas inocentes y culpables. Esta distinción
es un triunfo enemigo, una maniobra practicada por una "fuerza
de seguridad", un ejército invasor o por la política racista
de un estado terrorista: si el detenido delata a sus
cómplices…terminarán todos en la cárcel; si el vendedor
ambulante no da los nombres de los líderes, la aldea vietcong será
napalmizada, si la resistencia no entrega sus armas, el gueto será
masacrado. Se trata de una estrategia que parece restarle
protagonismo a la política de aniquilación y coloca en primer
plano, en lugar eficiente, el dilema ético de las víctimas: desde
ese momento, las víctimas deciden y se vuelven responsables de la
acción enemiga.
En
este sentido, Del Barco es una víctima de esta política, y quien
acepta la separación sin retorno entre ética y política (6),
resulta agente involuntario de la misma. ¿Y el "resto",
como se dice, el resto de la sociedad? "No sabíamos -nos dice-
porque no queríamos saber", como si ahora supiéramos. Pero no,
regresados del terror, luego de que fueron conmovidos todos nuestros
lazos simbólicos con efectos que no hemos podido prever, que
persisten y que todavía no queremos saber, ¿creemos saber porque se
han divulgado públicamente los crímenes, porque tenemos acceso a la
narración de las torturas, porque el integrante de una organización
armada relata una ejecución? Es una información indispensable, pero
no es saber. Incluso, puede ni siquiera ser "información",
palabra ávida de neutralidad, sino una artera reiteración minuciosa
(¿morbo?) del espanto nacido en los años de terror, y que prosigue.
¿Qué es entonces saber? Lo ignoramos, pero debe incluir que podamos
saber defendernos.
Se
trata precisamente de construir la posibilidad de saber
(multiplicaríamos aquí nuestros signos de interrogación), aún
contra el no-querer saber, construyendo las condiciones que permitan
el reconocimiento de lo que nos pasó, de lo que hicimos y no
hicimos, y que no puede excluir la experiencia personal diferenciada,
los que resistieron, que no fueron todos, los que colaboraron, que no
fueron todos, incluso admitiendo que quien estuvo secuestrado,
torturado, desaparecido, no puede ser entendido. Y que quien no
estuvo allí, no puede entender.
No
insistiremos en que la posibilidad de saber no puede ahorrarse la
crítica política; tampoco en que la elección de la ética, como
alternativa de la política, es un efecto de obediencia al terror.
Hay
términos en el discurso de Del Barco, términos como "inenarrable",
"inefable", "indecible", "inconcebible",
"lo que no puede fundarse o explicarse", lo "inaudito",
lo "absolutamente otro", lo "imposible", lo
"sagrado", la "desmesura", que resultan
indispensables para lo que parece su empresa: la construcción de una
teología atea
(como lo piensa para Witggenstein), o una teología quebrada
(Ricoeur). Términos que derivan de filiaciones teóricas diversas
-Bataille, Witggenstein, Hölderlin, Blanchot, Schelling, Levinas,
Macedonio Fernández, y otras más lejanas-, términos que buscan los
confines de un lenguaje, cerca de los márgenes del silencio y de la
locura, pero que encuentran en las reformulaciones del autor, la
áspera singularidad de su voz.
La
intemperie sin fin, El
abandono de las palabras,
Exceso y donación,
no son sólo títulos de algunos libros (7); indican el rumbo
sugerente de una vida seria, pero lejos, muy lejos de la cuerda
pedreste de nuestro epígrafe. No nos parece que la "sabiduría"
sea hoy una alternativa accesible. La verdad es también para
nosotros un requerimiento inclaudicable. Pero que constituya la base,
como lo manifiesta su deseo, de la salvación, no es una esperanza en
la que podamos acompañarlo. Tampoco es la perdición. Es una
oportunidad perdida.
Jorge
Jinkis
Notas
(1):
Dejaremos que el "yo" se disuelva en nombre propio, y se
nos permitirá confundir el uso y la mención del nombre propio,
desde ahora nombre del discurso que discutimos, nombre de la palabra
que la carta deja oír.
(2):
Término, cuya arrogancia comprende una nota de ironía que incluye
ante todo al que lo usa.
(3):
En otro texto, Del Barco parece citar (y consentir) el Kant
con Sade de Lacan. Cómo
asentir con ese análisis y sostener los fundamentos filosóficos de
esta carta, es para nosotros una intriga irresuelta. En cuanto a
nuestro modo de entender, podemos atenernos al trabajo de E. Carbajal
en Conjentural
4.
(4):
Para la matanza, cualquier matanza, se prepara a la sociedad
construyendo el rasgo de exclusión que terminará justificándola.
Sólo a modo de breve ejemplo, podría recordarse algunas
afirmaciones del general Acdel Vilas, comandante del operativo
"Independencia" en Tucumán, quien incluía entre las
causas de la subversión, a "la cultura, que era verdaderamente
motriz…si los militares permitíamos la proliferación de elementos
disolventes, -psicoanalistas, psiquiatras, freudianos, etc.-
soliviantando las conciencias…estábamos perdidos…De ahí en más
todo profesor o alumno que demostrase estar enrolado en la causa
marxista fue considerado subversivo y, cual no podía ser de manera
distinta, sobre él cayeron las sanciones militares de rigor".
Cfr. Memoria debida,
de J.L. D’Andrea Mohr, (Colihue, Bs. As., 1999), citado en Seis
estudios sobre genocidio, de
Daniel Feierstein, (Eudeba, Bs. As. 2000), libro al que debo
esclarecimientos que aprecio.
(5):
"Que la palabra "víctimas" no vaya a evocar no sé
qué humanismo llorón" (Sartre).
(6):
La necesidad de sostener al Otro por un principio que trascienda la
experiencia, lo lleva a Levinas a la construcción del
"Absoluto-Otro". Es el nombre, que se quiere no religioso,
de Dios. La ética desaloja a la política, para satisfacción de la
paz, civil, blanca, cumbre de la tolerancia y el respeto por las
diferencias. Que se nos entienda, no hacemos responsable a Levinas de
las múltiples derivaciones laicas de este dispositivo abstracto,
aunque no deja de tener una conexión histórica con el
conservadorismo político de ex –revolucionarios y progresistas de
antaño (Jonas y cia.). Hay también quienes lo usan para huir de la
política y se ven reconducidos al infierno de las cruzadas: cómo
respetar al diferente cuya diferencia consiste precisamente en no
respetar las diferencias.
(7):
No es la ocasión de un análisis de los textos de Del Barco; sólo
hemos conservado cerca, aunque nos hemos privado de citar, los
publicados en la revista Nombres,
n° 7 y 18, Córdoba, Argentina.
http://www.elinterpretador.net/22JorgeJinkis-UnaRespuestaAOscarDelBarco.html
Carta
abierta a Jorge Jinkis y Juan Ritvo
Eduardo
Grüner
(...)
Para que la Totalidad se manifieste al
desnudo
y revele en ese instante final que ella
es
muy simplemente la Nada, hacen falta tantos
esfuerzos,
tantos cuidados, tantas prevenciones,
que
el Mal radical termina siendo no más que una
designación
ética de esta otra norma absoluta,
la
Belleza.
J.
P. Sartre:
L’Idiot de la Famille
, III
Queridos
Jorge y Juan:
Elijo
este género y estilo, el de Carta Abierta, para –no niego que con
una pizca de disculpable oportunismo- sustraerme lo más rápidamente
posible al dilema imposible de la primera persona al que alude Jorge.
El género y estilo no sólo lo autorizan, sino que lo exigen. De
todas maneras, la primera (persona) no será la última, ni la única.
Se verá aparecer, seguramente, aquí y allá, a la primera en plural
(muy poco mayestático) y a la tercera "el que esto escribe",
o algún similar eufemismo. Son posiciones diferentes –que desde
luego no es mi intención teorizar–: la primera singular compromete
más algún imaginario identificatorio, la primera plural a algún
imaginario grupal, la tercera a algún intento de distanciamiento,
que corresponderán (imperfectamente) a distintos momentos, o
lugares, de la enunciación. Sea como sea: el género es también una
cobertura para usar, incluso abusar de, la indudable ventaja que
ustedes me han dado, al hacerme conocer sus propios textos antes de
que yo me sentara a escribir el mío. Lo cual me permite, ante todo,
ahorrar tiempo. Y empezar por decir que, en general y en principio,
podría suscribir casi cada coma de lo que ustedes han escrito con
mucha mayor contundencia de la que yo me siento capaz de ejercer
ahora (no es que esto me sorprenda: si Borges se enorgullecía de lo
que había leído, yo –más modestamente, como corresponde- siempre
me he enorgullecido de saber elegir a mis amigos). "Casi cada
coma", escribí hace un momento, tan sólo como cláusula
preventiva: biografías diferentes producen, sin remedio, efectos de
lectura donde también pueden aflorar pequeñas diferencias (sin
narcisismos mayores). Pero ya hablaremos de eso, lo secundario.
Abordo
al sesgo la cuestión: decidir "no hacer un análisis del texto"
me parece, como estrategia y como posición ética, irrefutable; en
efecto, sería demasiado fácil, en ese presunto "análisis
textual", señalar, incluso subrayar
hasta con algún sarcasmo, inconsistencias lógicas –no digamos ya
retóricas- de los enunciados de Del Barco, y él no merecería ese
recurso fácil. No quiere decir que de los textos de ustedes dos no
se desprendan,
de manera a veces demoledora, esos señalamientos. A lo cual tienen,
desde ya, perfecto derecho: Del Barco no ha hecho una confidencia
personal, ha producido un documento público,
con los riesgos –corajudamente asumidos por él, hay que decirlo–
que conlleva esa decisión. Es fuerte, es cierto, decirle a alguien
que es un escritor que
el respeto que merece como persona no puede extenderse a lo que
escribe.
Y quizá hubiese sido necesario escuchar, o leer, a alguien que
defendiera las mismas posiciones que Del Barco, que lo debe haber,
aunque quizá menos dispuesto a publicar
sus desgarramientos. Pero,
insisto, el blanco que ustedes eligen no es la escritura
del autor, es decir
estrictamente la estructura lógico-retórica o estilística del
texto originario, sino la política
(ya que la renuncia a la política no es su ausentamiento, como bien
recuerda Jorge) que emerge como efecto de esa "estructura".
Como hubiera dicho Beckett, a veces hay que buscar una férrea
insignificancia del
lenguaje para que pueda aflorar, aunque fuera fantasmalmente, la cosa
(o la nada)
a la que ese lenguaje no podría
llegar. Es una dificultad enorme, pero que, en efecto, no se
resolverá con los universales abstractos del espíritu, sean más o
menos místicos, racionalistas kantianos o lo que fuere. Tampoco con
el silencio amparado en la indudable verdad de que no pueda decirse
todo. Mucho menos con el llamamiento, inevitablemente ambiguo, a un
acto de contrición. Aunque no sea del todo elegante, no puedo evitar
recordarles que hace tiempo intenté escribir algo al respecto, en
esta misma revista, a propósito de otras "confesiones"
(ciertamente muy alejadas, ética y políticamente, de las de Del
Barco, aunque ahora él se empeñe en incluirse en un conjunto de
"todos asesinos" en el cual no puede obligarme a que yo lo
inscriba a él, no digamos a mí mismo). Sería imposible ahora
reproducir aquellos argumentos: baste recordar una de las
conclusiones (que sigo sosteniendo, hasta que cambie de idea), a
saber, que es sumamente borrosa la frontera entre el que enuncia
públicamente un acto de contrición, y el "confesor" que
nos pone a todos
en el banquillo de los acusados-pecadores, no digo para disolver su
propia culpa (o lo que siente como tal), sino para hacer efecto de
masa con ella. Es una variante de lo que vos, Jorge, decís
inmejorablemente: al final, son las víctimas –yo no lo soy: estoy
retorizando– las que tienen que cargar con el peso de la prueba.
Algo muy distinto –y harto más complejo, desde ya- es un acto de
abjuración.
Es decir, y simplificando: hice lo que hice, sabiendo o creyendo
saber lo que hacía, convencido de que había que hacerlo; no puedo,
por lo tanto, arrepentirme en
sentido estricto: porque lo hecho, hecho está –tuvo sus efectos,
en los que necesariamente tengo que reconocerme–, y porque en su
momento estuve de acuerdo
con lo que hice, no puedo ahora negar ese acuerdo que ejercí
entonces, e incluso puedo pensar que bajo las mismas circunstancias
volvería a hacer lo mismo. Y sin embargo, abjuro
de lo que hice. Insisto: no me
"arrepiento", no hago "contrición", sino que
condeno en
mí mismo ese no-arrepentimiento y esa no-contrición que se me han
vuelto inevitables. Por lo tanto, empiezo por admitir –sorteando la
tentación del pecado de soberbia– que no soy un completo Demonio,
así como no puedo ser un Santo.
La
dificultad más grande, por supuesto y como siempre, es que Del Barco
dice muchas verdades
(aunque coincido en que a veces "inauténticas"). O, mejor:
que las cosas que hay por detrás de lo que dice contienen
–permítanme cierto adornismo- muchos momentos
de verdad. El problema, el
conflicto irresoluble –que sólo un discurso mítico, en sentido
lévistraussiano, podría liquidar-, es que esos momentos "objetivos"
pasan al discurso con semejanza de Todo (¿a qué Totalidad mayor que
el "no matarás" podría aspirarse, aún teniendo en cuenta
el acertado recordatorio de Juan a propósito del carácter tribal
de esa máxima?). Esa es la
política –y antes: la ideología- de tales "momentos de
verdad". Una política, una ideología, que no queda más
remedio –el lenguaje no siempre es una ayuda, en efecto- que
nombrar como –hoy, ahora- liberal.
No es un insulto, no es mero ánimo peyorativo y querellante: es un
intento algo tartamudo de ponerle nombre a la política que apuesta a
un "somos todos iguales", a un "sostener lo imposible
como posible" de curiosas resonancias sesentiochescas (y que es
el colmo de lo que solía llamarse el posibilismo
: equivale a dejar todo como está, puesto que, claro, lo imposible
imposible es, aunque se lo sostenga), o a un fundar la comunidad
humana sobre la paz y la armonía a
pesar de que se dijo, un
momento antes, que la historia es historia de dolor y de muerte.
Cualquiera tiene derecho a creer en los milagros (y, si tengo tiempo,
quisiera volver sobre el tema de la creencia).
Pero ya no tanto en la ilusión de que por un acto de voluntad
individual esa historia de dolor y de muerte ya
fue (como diría la jerga
juvenil, o alguna hipótesis japonesa sobre el fin de la historia),
como si no siguiera siendo. Hay, quiero seguir pensando, "tendencias
objetivas" que diferencian
posiciones ante la historia,
por más actos de contrición que forcemos a la historia a escuchar.
Lo
cual me lleva a una "pequeña diferencia" –como la
llamábamos más arriba- con Juan. Y ya se verá enseguida, espero,
que lo que realmente me importa no es esa diferencia, casi
despreciable frente a los profundos acuerdos, sino lo que de ella
pueda servirme para empujar el razonamiento. No hace falta ser
marxista (ese ser o no ser
es una forma de la duda hamletiana que, en verdad, nunca desveló al
que esto escribe) para afirmar enfáticamente que el marxismo –el
que nos interesa, como hubiera dicho Ramón Alcalde, puesto que hay
muchos- no es
necesariamente ni una teleología, ni un fundamentalismo. No se puede
confundir "teleología" con el análisis, acertado o
equivocado, de aquéllas "tendencias objetivas", ni
"fundamentalismo" con la búsqueda de fundamentos
(teóricos, prácticos,
incluso "existenciales") para pensar en, y actuar sobre, la
historia (negar esto último nos llevaría, rápidamente, al
nihilismo postmoderno). Teleología y fundamentalismo es lo que
aparece cuando uno confunde los propios deseos
y, sí, creencias,
con esas "tendencias objetivas". Que es, por supuesto, lo
que en buena medida hicieron en su momento las susodichas
"formaciones especiales" (y ahí tiene toda la razón Del
Barco, aunque no lo diga con estas palabras, y aunque su actitud de
hoy –la que puede discernirse en el texto de marras: sólo hablo de
eso- sea esa misma, desde otra enunciación).
Los
dos temas –el de que tampoco dentro del marxismo es todo lo mismo,
y el de la transformación del propio deseo en fundamentalismo
teleológico- se vinculan. Tratamos de explicarnos, otra vez por un
sesgo: siendo de nuevo muy poco elegante, el que esto escribe
escribió, a propósito del atentado del 11 de septiembre, que aunque
los dos únicos muertos de ese atentado hubieran sido el presidente
Bush y el director de la CIA, ese hecho debía ser inequívocamente
condenado,
por razones éticas y políticas. Otra vez, no puedo repetir aquí
toda la argumentación que conducía a esa afirmación aparentemente
extemporánea. La cito, simplemente, para dejar claro lo más
rápidamente posible en qué "marxismo" –si es que en
alguno- podría reconocerme. Es el mismo que hizo que muchos, en las
famosas décadas del 60 y 70, estuviéramos en
contra de la política de las
"formaciones especiales" –también por razones éticas y
políticas- sin que sintiéramos que por ello estábamos, no digamos
a la derecha, sino siquiera de algún lado "reformista"
(como calificábamos por ejemplo a ese PC al cual nunca se nos pasó
por la cabeza acercarnos precisamente porque sabíamos
bastante, créase o no, sobre
el estalinismo y los gulags,
y por supuesto sobre el asesinato de ese Trotsky que en el texto de
Del Barco aparece como uno de los asesinos seriales y, casi a renglón
seguido, como víctima de otros
asesinos seriales: ¿se trata,
acaso, no de posiciones
políticas , sino de una
sangrienta "interna" dentro de la serie
?(1) ). Y que hoy, en la inmensa mayoría de los casos, cuando se
habla de los 60 / 70 se hable solamente
, o principalmente, de las
"formaciones especiales", de la guerrilla y la lucha
armada, del enfrentamiento entre dos "ejércitos" (fueran o
no igualmente demoníacos, según una simétrica teoría del
"equivalente general" inventada por un escritor bastante
lamentable), y no por ejemplo del Cordobazo (por sólo nombrar una de
las otras políticas
que entonces se pusieron en práctica), eso también es un síntoma
de la Derrota a la que se refiere Jorge. No es, no hace casi falta
aclararlo, que quienes adoptaron esa posición fueran particularmente
clarividentes o lúcidos (además, eran tan jóvenes...): simplemente
eligieron, tomaron partido
-que, como la palabra lo indica, es una parte y no el Todo- por cosas
como la organización democrática de masas y en contra de la pequeña
vanguardia iluminada y "sustituista"; o por cosas como la
solidaridad con los luchadores y en contra de ese pasaje a la
clandestinidad entre gallos y medianoches que dejó inermes, entre
otros, a muchos delegados sindicales "de superficie" que
(véanse las estadísticas, si es que importan) devinieron la mayoría
de las víctimas de la primera oleada represiva. La palabra
"asesinos" (y mucho más "seriales") se la
dejaremos al que quiera usarla, que no somos nosotros, ya que ese
deslizamiento a la jerga periodístico-policial lo consideramos
profundamente despolitizador,
cuando menos. Pero no tenemos ningún inconveniente –lo hicimos
otras veces, y por escrito- en calificar a esa política de
"objetivamente" criminal.
Ahora
bien: "objetivamente criminal", ¿necesitamos decirlo? no
puede
ser lo mismo (no es que uno no quiere
que sea lo mismo: algo en el
orden de lo real no lo permite) que "asesino serial". Matar
está siempre mal, de acuerdo –admitamos por un momento ese
universal abstracto, fingiendo que olvidamos lo que dice Juan sobre
la ocupación extranjera, que adoptamos la política gandhiana,
etcétera-: pero salvo caída en lo que insinúa Sartre (2), en
nuestro epígrafe, a propósito de una absolutización
estetizante del Mal, hay que
reconocer –cualquier código penal, "burgués" o no, lo
hace, no digamos ya cualquier religión- que el Mal tiene grados.
Cualquier igualación u homogeneización desprovista de
determinaciones (y no hacemos más que parafrasear la continuación
de ese epígrafe) tiende a transformar la multiplicidad violenta y
abigarrada del presente –de lo que fue, tanto para Del Barco como
para nosotros, nuestro
presente- en un insustancial y
eterno Vacío sin cualidades.
Lo
que estamos diciendo es algo harto elemental: no
puede ser lo mismo asesinar
(porque es un asesinato, y no nos cansaremos de repetir que ética y
políticamente condenable, aunque las circunstancias parezcan
obligarlo) a un comisario general, a Bush o al jefe de la CIA, que
planificar un genocidio.
Para esto último se necesita –o al menos, se necesitó casi
siempre en la historia- tener el poder del Estado; y, éticamente (en
el sentido de una ética objetiva,
no de la moral personal) y políticamente, no
es lo mismo matar teniendo el
poder y los instrumentos "legales" del Estado que no
teniéndolos. Por eso
-y no por sus psicologías individuales, que no vienen al caso- no
son lo mismo los cuatro
nombres (y podrían ser muchos más) que da el autor, que Videla y
Cía. (y obsérvese que ni siquiera mencionamos la diferencia entre
matar por la creencia en un mundo mejor y matar por conservar, o
empeorar, este, lo cual nos llevaría a un debate interminable, y
posiblemente irresoluble, sobre la dialéctica medios / fines).
Pero
incluso tomando uno solo de los "bandos", tampoco
es lo mismo –y somos
conscientes de que nos metemos aquí con una cuestión delicadísima-
dos de los nombres que el texto menciona que los otros dos (y no
somos nosotros, sino Del Barco, quien ofrece esos nombres que no
forman, ni lo hicieron nunca, parte de nuestro panteón personal).
Quiero decir –aunque suene impertinentemente "romántico"-
que no es lo mismo morir en combate que seguir viviendo para hacer lo
que hicieron algunos jefes "sobrevivientes" de las
"formaciones especiales". No se trata de la muerte en sí
misma, que no es garantía alguna de dignidad, mucho menos de tener
razón; se trata, simplemente, de que de los primeros ya no podemos
saber cuál hubiera sido su conducta posterior, de los otros lo
sabemos perfectamente. Y no hace falta aclarar tampoco que no estamos
proponiendo ninguna purificación por el combate –tanto menos por
esa política combatiente de la cual en su momento estuvimos en
enfático desacuerdo-. Sólo estamos apelando a una diferencia
fundamental, que una vez le escuchamos hacer a Jorge, entre un héroe
y un hombre serio.
Y a otra diferencia fundamental, entre ellos dos y un canalla.
Si no hay esa diferencia, si en el fondo son todos iguales (¿que se
vayan todos? ¿que no quede ni uno solo?), no hay posibilidad de
política en serio
, y entonces ganaron los canallas. Porque, la política es,
en cierto modo, una Totalidad: no tiene lado de afuera, tiene horror
al vacío. La que no hagamos nosotros –sabiéndolo o no- la hará
alguien, y tendremos que soportarla sin pataleos. Por lo tanto, hacer
política es precisamente identificar diferencias
en el interior de esa Totalidad. No estamos hablando de militancias
partidarias, de "compromisos" cotidianos: escribir y
publicar,
al menos como lo hacen Del Barco y ustedes dos, es
hacer política en el más
estricto sentido: interpelar a la polis,
aunque parezca que ella responde con desgano. Se puede, en forma
individual y subjetiva (tan individual y subjetiva como un acto de
contrición, si bien se trata de una subjetividad "inauténtica",
ya que se la pone por escrito(3) ) renunciar a la política. Lo que
no se puede –so pena de precipitarse en la estetización
de la política de la que
hablaba Benjamín, o en la promoción a rango de Belleza Eterna del
Mal radical sartreano- es pretender que esa renuncia se transforme,
para los "todos iguales", en el reino de la Armonía
universal conquistado a fuerza de actos contritos. Se puede –y se
debe- reflexionar sobre el tristemente conocido hecho de que las
revoluciones llevan injertados los gérmenes del Terror, que hacen
siempre necesarias otras
revoluciones (o reacciones,
según el caso). Lo que no se puede –y no es que no se deba:
sencillamente no se puede
– es incurrir en la creencia
(algo bien distinto, se sabe,
de la muy respetable fe
auténticamente religiosa) de
que aquella comunión ecuménica de los arrepentidos y contritos
evitará que los condenados de
la tierra vuelvan a empezar
cada vez, aún a riesgo de cometer errores "criminales". Y,
finalmente, para (no) decirlo todo: se puede –y, en ciertas
circunstancias, se debe- evocar, exhibir, poner en cuestión, los
propios fantasmas, incluso los que se presuponen de toda una
generación. Lo que no se puede –ni se debe- es pretender, tampoco
aquí, que sean iguales para todos.
Los
saluda fraternalmente,
Eduardo
Gruner
NOTAS
(1)
No puedo evitar, aquí, la tentación de la ironía: ¿Por qué, en
la "serie asesina" de Del Barco, no figura Marx? ¿O es que
acaso haber sido "mal interpretado" exime al máximo
teórico de las revoluciones modernas de la responsabilidad de haber
dado lugar
a las malas interpretaciones? La respuesta es, desde ya, obvia: la
Historia (malgré
los neo-historicistas / neo-retóricos / neo-hermenéuticos "post"
a la Hayden White et al)
no es solamente una
cuestión de interpretación.
(2)
Es notable y sugestiva la manera en la cual, en este intercambio,
insiste el nombre de Sartre: ¿es un mero efecto de este "año
sartreano" en el que hemos entrado? Quisiera pensar que hay algo
más: años más años menos, y cualesquiera sean las referencias
"generacionales" que hace Del Barco a los que podrían ser
sus "hijos" (un tema que merecería todo un número de la
revista sobre cierta ligereza en la adjudicación de paternidades y
filiaciones), no cabe duda que nuestra
generación, para bien o para mal, es inevitablemente "sartreana".
Es la generación que no pudo menos que verse obligada a discutir,
tarde o temprano, el dilema de "las manos sucias", o la
dialéctica de la violencia del prólogo a Fanon. Como se dijo en
otro siglo de Spinoza, todos tuvimos, sin remedio, dos filosofías:
la nuestra (fuera cual fuera) y la de Sartre. O, parafraseando a un
ex presidente argentino: sartreanos... somos todos.
(3)
Insistamos, pues, con Sartre: "Se escribiría para arrancarse a
lo subjetivo: pero ¿cómo hacerlo, si no porque uno ya ha empezado
por tomar distancia
de él? La exteriorización de la singularidad ya la convierte en
universal-singular".
Y, unos párrafos más adelante, algo que en el contexto de esta
discusión debería resultarnos (ahora sí: a todos)
por lo menos inquietante: "La universalización mórbida es aquí
falsamente objetiva, y no puede engendrar ni regla ni contenido: a lo
sumo puede, para halagarse, producir relatos simbólicos y
sadomasoquistas, donde todo está ya arreglado para mostrar el vicio
recompensado o la virtud castigada".
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