Lo que sigue son algunas cartas que fueron publicadas en distintas revistas participando del debate que suscitó la carta de Oscar Del Barco luego de su lectura de la entrevista a Héctor Jouve en la revista cordobesa "La intemperie", donde relata el intento de una guerrilla guevarista: El ejército guerrillero del Pueblo, conducido por Masetti.
1-Entrevista a Héctor Jouve.
2-Carta de Oscar Del Barco.
3-Carta de Carlos Keshishán.
4-Carta de Hernán Tejerina.
5-Carta de Luis Rodeiro.
6-Carta de Héctor Schmucler.
7-Alberto Parisi.
Testimonio
de Héctor Jouve(*)
Primera
Parte: La guerrilla
Yo
no amo la vida, sino la justicia, que está por encima de la
vida.
Albert Camus: Los Justos. Acto Primero
Albert Camus: Los Justos. Acto Primero
Lo
primero que nos dijo fue, “Bueno, aquí están: ustedes aceptaron
unirse a esto y ahora tenemos que preparar todo, pero a partir de
ahora consideren que están muertos. Aquí la única certeza es la
muerte; tal vez algunos sobrevivan, pero consideren que a partir de
ahora viven de prestado.”
Relato del primer encuentro del grupo inicial del EGP con el Che Guevara, realizado por Ciro Bustos a Jon Lee Anderson
Relato del primer encuentro del grupo inicial del EGP con el Che Guevara, realizado por Ciro Bustos a Jon Lee Anderson
El
testimonio, el relato del que vivió un acontecimiento, del que
comparte su vivencia aún sabiendo que puede ser intransferible,
suele ser un profundo gesto de generosidad y de responsabilidad para
con los otros: los contemporáneos que no vivieron el suceso, o las
generaciones siguientes, que quieren saber, entender y reconocer lo
que hicieron o dejaron de hacer aquellos que los precedieron. En
algunos casos, ese gesto busca –quizás—darle sentido a una
experiencia tal que amenaza con no dejarse nombrar por las palabras.
Una
vez estabilizada la revolución Cubana, el Che Guevara intenta crear
un foco guerrillero en el norte argentino, con la intención, una vez
arraigado, de dirigirlo personalmente.
Durante poco más de medio año, el Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) –un grupo de no más de 20 personas, entre los que se incluían varios cordobeses—, sobrevivió con extremas dificultades en el monte salteño. No llegaron a realizar ningún operativo. Cuando la gendarmería lo desarticuló, ya había varios muertos; algunos de ellos producto de fusilamientos realizados por el propio grupo.
Publicamos en este número la primera parte del testimonio de Héctor Jouvé, participante del EGP: desde que decide integrarse hasta que cae preso. En el próximo número, el tiempo de su larga prisión y sus reflexiones sobre lo vivido que significan un aporte fundamental para el debate de la izquierda en la Argentina.
Durante poco más de medio año, el Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) –un grupo de no más de 20 personas, entre los que se incluían varios cordobeses—, sobrevivió con extremas dificultades en el monte salteño. No llegaron a realizar ningún operativo. Cuando la gendarmería lo desarticuló, ya había varios muertos; algunos de ellos producto de fusilamientos realizados por el propio grupo.
Publicamos en este número la primera parte del testimonio de Héctor Jouvé, participante del EGP: desde que decide integrarse hasta que cae preso. En el próximo número, el tiempo de su larga prisión y sus reflexiones sobre lo vivido que significan un aporte fundamental para el debate de la izquierda en la Argentina.
Primera
parte: la guerrilla
Héctor
Jouve: A principios de
los sesenta, luego de una serie de golpes, contragolpes, elecciones
que se hacían y después se borraban, y de pensar que no se
planteaba ninguna alternativa seria para los cambios revolucionarios
en la Argentina, la revolución cubana nos movió el piso a todos.
Fue como aire fresco, lejos de la cosa ritualizada al estilo soviet,
lejos de la imagen de los soldados rusos marchando con cara seria.
Fue otra cosa, la gente participaba con entusiasmo. Eso fue –creo-,
lo que más incidió en esos tiempos en nuestro país, tiempos en los
que de alguna manera nos preparábamos para la guerra, influidos por
el proceso internacional: Cuba, Argelia, Indochina, Mozambique,
Angola… Ahora ¿qué llevó a cada uno a unirse a la guerrilla? No
sé, a mí personalmente me impactaron mucho algunas cosas de la
Segunda Guerra Mundial. No solamente la masacre espantosa, sino
particularmente los campos de concentración, la matanza de judíos,
y las bombas de Hiroshima y Nagasaki. En aquellos años resultaba
increíble que en un minuto murieran más de doscientas mil personas.
No se había hablado nunca de esa bomba, no se sabía que podía
existir un artefacto tan infernal. Y por eso fue como un despertar
violento, que atropellaba cualquier esquema que pudiera tener una
persona en la cabeza. Por otro lado, yo venía de una familia unida
–éramos 5 hermanos- y en mi casa por ahí no había zapatos pero
siempre había libros; y también había conocido a un viejo
interesantísimo, yo lo llamo mi abuelo postizo, porque me enseñó
muchas cosas: que había llegado en un barco a los 16 años, solo,
que en la época del peronismo venía a escuchar las informaciones de
Radio Porteña a mi casa -transmitía los precios del mercado de
Liniers- y debajo de los huevos que vendía llevaba el Nuestra
Palabra, el diario del
Partido Comunista. Y bueno, él me adoptó de algún modo… yo no
era antiperonista, para nada, tampoco era peronista… tiraba más
bien para el anarquismo, leía a Bakunin, Kropotkin, porque la
biblioteca del club del barrio tenía esos libros. De todas maneras
en el golpe del ’55, yo me definía como
perocomunista. … y me
interesaba qué pasaba en Rusia, tiraban un discurso que parecía el
que uno quería… Y luego fue la militancia en el Movimiento por La
Paz, la Juventud Comunista, y todo ese proceso que parecía abrumador
– la revolución cubana, la liberación de Argelia, etc-, como si
realmente el mundo fuera para ese lado. Incluso miraba el mapa y me
decía “pucha, voy a pintar de rojo los países que ‘ya están’
” y claro, la mancha roja se había extendido un montón…
Bueno,
eso me preparó a mí personalmente para ir… y luego la militancia
en el PC, donde creo que lo que más me golpeaba era el esquematismo,
la ausencia de discusión, parecía que la diferencia era un desacato
a la autoridad. Y por otro lado algunas cosas que salieron en Nuestra
Palabra realmente
lamentables: hablar de manifestaciones de masas en el Día de la Paz
en Córdoba en aquellos años, 62, 63… cuando habíamos sido 5 los
que estábamos en el acto… a mí me parecía una cosa que no tenía
sentido. Tal vez porque pensaba que la política había que hacerla
de cara a la gente, que no había que mentirle. ¿Cómo les vamos a
mentir? Es lo mismo que torturar en nombre del socialismo, me parece
ridículo. Pero bueno, todo eso, nos llevó a algunos a comenzar a
pensar en otra cosa. Y comenzamos a juntar dinero, a comprar armas y
a planificar algunas cosas. La idea nuestra era rural y había un
muchacho que tenía un Willy de la Segunda Guerra Mundial. Pensábamos
que lo primero que había que hacer era ir a ver qué había en el
norte, como el eslabón más débil del desarrollo social y económico
del país. Así que empezamos a preparar el viaje, a preparar el
Willy, y de pronto, aparece Ciro Bustos que nos pregunta si alguno
iba a subir: era para mañana, para el día siguiente. Y nos contó
que estaba todo preparado, que había armamentos, comunicaciones,
gente entrenada, y que ellos estaban reclutando gente, que habían
explorado la zona del norte argentino, un poco más al norte de
adonde habíamos decidido ir nosotros. Y yo dije vamos, y el grupo se
acopló… Y partimos en un tren de esos que iban al norte, lento,
cargado de gente, y con todas las cosas que podían cargar arriba…
Y llegamos a Orán, ahí tuvimos que esperar hasta el día siguiente
para conseguir un colectivo que cruzaba la frontera, por un lugar que
se llama Aguas Blancas. Esa noche pernoctamos en Bermejo y al día
siguiente seguimos viaje en un camión. Había otros tres chicos que
iban ya con sus atuendos de guerrilleros: pantalón con bolsillos
grandes tipo ranger, borceguíes. Llegamos a Tarija. Ahí esperamos 3
o 4 días, hasta que una tarde apareció Hermes Peña, que era el
jefe de escoltas del Che Guevara en Cuba, y Federico Méndez, un
chaqueño que falleció hará unos 5 o 6 años… y con ellos salimos
para una finca que quedaba a unos 60 u 80 kilómetros y ahí
empezamos a entrenar. Entrenamos desde el 25 o 28 de agosto hasta el
21 de septiembre, que volvimos a entrar en Argentina. Debemos haber
sido 9 compañeros, y fuimos subiendo hacia el lado de Orán. Ese
primer tiempo, dentro de todo, las cosas andaban bien. Por ahí
alguno se cansaba más que otro, pero nada más… en un momento nos
quedamos sin agua porque pensábamos que el río estaba más cerca, y
hubo un incidente con uno de los chicos que venían de Bs. As., que
se empezó a poner mal, muy mal, no podía caminar. Al día siguiente
fuimos a un lugar donde había un depósito de YPF, nos juntamos con
unos paisanos, había gallinas, bananas –había un plantación de
bananas- y ese día comimos arroz con gallina. Después cruzamos el
río Pescado, que está en la provincia de Salta pero no lejos de
Humahuaca. En ese lugar tomamos un obraje. Había algunas personas
que estaban esperando que les dieran coca y alcohol para irse, porque
no les pagaban un peso, y había una señora que estaba enferma, y la
atendió uno de los muchachos de Bs. As, Pirincho, y bueno, les
hablamos a la gente de lo que estábamos haciendo. Y de ahí salimos
un poco más arriba, siempre para Orán. Iba a llegar más gente de
Córdoba y había que esperarlos en la zona. Justo ese día se hace
el juicio a Pupi (Adolfo Rotblat), un juicio en el que yo no
participé. Cuando llegamos, Masetti, que era el jefe, nos comunica
que lo iban a fusilar. Yo le pregunto por qué. Y me dice cosas como
que el Pupi no andaba, que en cualquier momento nos iba a traicionar,
que andaba haciendo ruido con la olla, que andaba desquiciado. Yo
pienso que estaba muy mal, que se había quebrado, pero no vi que
representara un peligro. Me dice “bueno, entonces vas a ser vos el
que le de un tiro en la frente”. Yo les digo que no le voy a dar un
tiro en la frente a nadie y mi hermano me dice que me calle la boca.
Y la cosa quedó ahí… estaba mi hermano y estaba un muchacho que
está en Cuba ahora, Canelo, así que… se hizo la ejecución. Yo no
estaba, porque salí con el grupo nuevo, que no sabía de esto, y los
llevé a caminar por la sierra. Cuando llegué, las cosas ya habían
pasado, todo seguía. Creo que algunas caras habían cambiado.
De
ahí seguimos, siempre hacia el norte, cruzando el río Santa María,
hasta que vimos una casa, que era de un capataz del ingenio tabacal,
de los Carro Costas, y de ahí llegamos a un pueblito que se llama
Aguas Negras. Preguntamos quién era el intendente o encargado. Le
contamos lo que veníamos haciendo y nos dejó un poco de dinero para
comprar semillas, que nos iban a hacer falta en el campamento. Esto
debe haber sido a fines de octubre. Nos señaló que siguiendo un
sendero llegaríamos a la casa de su cuñado. Ahí dejaron que nos
quedemos. Fumamos y todos se empezaron a acercar, así que
convidábamos cigarrillos a todos, chiquitos, grandes, todos
fumábamos… colgamos las hamacas, hicimos de comer y los invitamos.
Escuchamos una nena que lloraba y lloraba, le preguntamos al padre
qué le pasaba a la chica. El padre dice “y, la nena está pa’l
hoyo”, ¿cómo pa’l hoyo? “y sí, ya enterramos dos”. Y nos
cuenta: “la primera, la llevamos al médico porque lloraba igual, y
se nos murió en el hospital porque esperamos mucho. La segunda se
nos murió en el camino. Y a ésta ¿para qué la vamos a llevar si
igual se va a morir?”. Como nosotros llevábamos algunos
antibióticos y esas cosas la atendimos… al otro día estaba
fenómena. Además le dijimos que no le podían dar locro, que la
nena era muy chiquita. Como había una vaca, le dijimos que le dieran
leche. “no –nos dicen- esa vaca es muy mala”. Así que luchamos
con la vaca hasta que le sacamos un poco de leche. Les explicamos que
haciendo eso todos los días iban a poder darle leche a la nena, y le
dimos algunas indicaciones: que le dieran verdura pisada, etc. Y
después seguimos viaje y nos fuimos al primer campamento estable que
tuvimos, que duró dos meses y pico. En ese campamento se hizo el
primer refugio para guardar armamentos, y sirvió también para base
de exploraciones. Había tres pibes de Córdoba, jovencitos, que se
sintieron mal. Se los acompañó hasta la ruta para que se fueran. A
ése lugar fue dónde llegó Pancho Aricó, porque formaba parte de
un grupo de apoyo que funcionaba, me parece, como funcionó el grupo
de apoyo en el gobierno de Alfonsín: no para estar en el orden de
los fierros sino para decir políticamente algunas cosas. El primer
número de Pasado y Presente,
el artículo editorial está de algún modo dedicado al EGP.
Evidentemente en ese artículo Pancho, evocando a Gramsci, habla de
la Voluntad Revolucionaria. Una revolución no se hace sola, hace
falta una voluntad para hacerla. Un poco justificando el voluntarismo
de esto que era la idea foquista de la revolución. Discutieron
bastante con Masetti, yo no participé de esas discusiones, pero
supongo que acordaron algunas cosas.
En
ese campamento había a veces discusiones políticas… a mí me
habían dado la responsabilidad sobre eso, era como el “comisario
político”, y en cuanto al asunto de informaciones, en la finca de
Bolivia habíamos aprendido Morse, a codificar mensajes... Así que,
bueno, yo me ocupaba de esas cosas.
P:
¿Cuántos eran?
H.J.:
Y debemos haber sido alrededor de 20. Se iban, llegaban nuevos…
después no quedaron tantos. No me acuerdo bien. También vinieron a
ese campamento dos muchachos que eran bancarios, otros que habían
sido delegados petroleros, gente que estuvo en el PC en el sur, en
Caleta Olivia, y vinieron otros chicos jóvenes, entre ellos Álvarez,
que también venía del PC, pero tenía una conducta tan extraña...
él es quien trae de la mano a los dos policías que se incorporan al
grupo en el momento de la caída del campamento. Habían llegado,
creo, el día anterior.
P:
¿Qué era exactamente lo que hacía Cuba?
H.J.:
Bueno, todo el armamento, el apoyo financiero... más que de Cuba era
un operativo del Che… el Che estaba interesado en que eso
comenzara, que eso empezara a moverse, El Che mandó a la Argentina a
la misma gente con la que quería estar luego en Bolivia, lo mandó a
Hermes Peña, a Castellanos, que era su chofer, a Papi
Martínez Tamayo…
Y
en ese campamento uno de los muchachos bancarios, que no sé cómo
podía andar en la montaña, no tenía ninguna habilidad, creo que
nunca había salido de la oficina, después se quebró … creo que a
todos les hizo mal ese quebrarse. Ya se había ido Pirincho, también.
A Pirincho lo habían mandado a pasar un cargamento de armas, desde
Uruguay a Bs. As, y como los padres tenían un yate, agarró el yate
y se fue para otro lado. Nunca más supe de él. Y bueno, también se
hace un juicio contra él, el muchacho bancario (Bernardo Groswald).
Ese juicio termina en un fusilamiento. Estuvimos todos cuando se lo
fusiló. Realmente me pareció una cosa increíble. Yo creo que era
un crimen, porque estaba destruido, era como un paciente
psiquiátrico. Creo que de algún modo somos todos responsables,
porque todos estábamos en eso, en hacer la revolución.
Al
otro día, o a los dos días, salimos con los muchachos que eran del
sur, eran unos tipazos, salimos para Santa Cruz de la Sierra, un
pueblito que está sobre la montaña y al que se llega por caminitos
que se han ido haciendo canales por el paso de la gente desde tiempos
ancestrales, canales que ahora tienen una profundidad de unos dos
metros. Y nos encontramos con un hombre que fue a buscarnos, le dije
que le mandaba muchos saludos el Comandante, que quería saber cómo
estaba, y nos trajo para comer una pata charqueada,
entera, hasta la pezuña, y traían cosas para comer que se las
llevamos de vuelta a los compañeros.
Ya
de vuelta esquivamos la casa de la nenita que habíamos curado porque
vimos huellas. Yo estaba seguro de que el campamento
estaba perdido, estaba seguro
y se lo dije a Papi, y él me dijo que pensaba lo mismo, que teníamos
que levantarlo lo antes posible. Y seguimos hacia abajo, en una
disposición distinta, mirando para todos lados… y vimos las
huellas, que estaban frescas, habrían sido del día anterior,
huellas de alpargatas, y los gendarmes son los que andaban de
alpargatas, y en lugar de ir para el campamento, el camino que
hicieron ellos, fuimos para otro arroyo, y cuando más avanzábamos
fuimos encontrando mensajes: que habían detenido a los paisanos, que
después los habían largado, que Diego estaba herido, y que habían
metido dos canas y que estaban presos Del Hoyo, Frontini,
Castellanos…
Llegamos
al campamento donde estaban los que habían sobrevivido, vimos a
Diego herido, que estaban sin comida… lo que traíamos nosotros
duró lo que dura un helado a la salida del colegio, como decía
Castellanos. Ahí se produce el derrumbe, se hace una reunión para
ver hacia dónde se iba, si hacia arriba, con el herido, o hacia la
ciudad de Yuco que era la que íbamos a tomar el 18 de marzo, pero ya
no para tomarla, sino para conseguir alimento. A mí me pareció que
podíamos ir hacia arriba dejando algunos compañeros con Diego, y
llegar a Pampichuelo, un pueblo en las nacientes del río Piedras.
Ése río es el único río en el que no vi ningún pez… no había
nada, y tampoco se veían animales de caza. Y empezamos a subir,
hasta un lugar en el que nos separamos cuatro compañeros que
empezamos a trepar la montaña, para pasar un desfiladero, y fuimos
hacia la naciente del río. Ahí se nos perdieron una tres pavas del
monte que no pudimos cazar porque estábamos mal. Tenía tanta bronca
Masetti que después vio un pajarito y le tiró y le sacó la cabeza…
Ahí decidimos separarnos, me ordenó que baje y que después suba a
buscarlo con otros compañeros, que él iba a seguir buscando comida.
A todo esto ya habían muerto Marcos, César… y Diego estaba muy
mal. Subimos por una grieta, y llegando casi a la punta Antonio Paul
se cae, y yo no lo pude alcanzar. Cayó en caída libre… había
lloviznado, estaba todo mojado. Alcancé a agarrar la correa de su
mochila, pero se me escapó. No teníamos fuerzas, por el hambre
terrible que pasábamos. Antonio cayó unos 30 metros y yo me caigo
hacia otro lado, hacia una corriente de agua que me chupa, una
playita que mirábamos desde arriba y le llamábamos “el lugar de
la muerte” (yo le había dicho a Hermes, mirando desde arriba:
“mirá, tan bello, y sin embargo es el lugar de la muerte”) y mi
caída fue de esas historias rarísimas, que uno cuenta y le dicen
qué estupidez… porque no me pasó nada prácticamente, no me
ahogué, casi no me golpeé, … no sé cuánto estuve abajo del
agua. Pero realmente era un momento placentero, bien placentero, era
una sensación de no peso, como que nada pesaba, ni el cuerpo, ni las
piernas, ni los sentimientos, ni los pensamientos, nada, nada… era
un estado de… no sé qué cosa parecida… como un estado de placer
puro, un estado puro, sin sensación de tiempo, de espacio… y no
tragué agua. Yo tengo la sensación de que respiraba, pero no estoy
seguro, porque ¿cómo voy a respirar abajo del agua?, pero lo cierto
es que aparecí bastante más abajo y me sacó de ese estado Alberto
Castellanos… estaba cerca del campamento. Entonces vuelvo, y lo
encuentro a Antonio moribundo, y él me dijo “bueno, de todas
maneras, de acá o salimos ganando o salimos con los pies para
adelante, así que…no te hagás problema, de todas manera vamos a
ganar”. Le faltaban vértebras, por lo menos la quinta vértebra no
estaba… Antonio agonizó durante cuatro horas y yo, como ya no
tenía morfina, le metí una caja de supositorios de Dolex. Estaba
todo fracturado… tenía fracturas desde la base del cráneo hasta…
bueno, en todo el cuerpo. Estuvo cuatro horas, con crisis
convulsivas, y estuvimos hablando hasta que murió.
Luego
me junto con Jorge y con Alberto, y Dieguito estaba muriéndose. Lo
enterramos y la verdad que yo no estaba en condiciones de volver a
subir la montaña, estaba muy mal, tenía un edema de hambre, se me
había hecho un colapso en el intestino, perdí mucha masa muscular.
-
¿Cuánto tiempo había pasado desde que subieron al monte?
-
Entramos en agosto y esto fue ya en abril. Mucho tiempo. Y sin comer
fue desde que yo los contacto a ellos, que fue en los primeros días
de marzo… y ya cuando vi la huella no comimos más. Ya llevábamos
30 días sin comer, y caminando sin parar. Y ya no podía caminar.
Entonces decidimos bajar a ver si encontrábamos a la otra gente… y
en la bajada, después de tanto tiempo, aparece un bicho en el río y
yo le pego en la columna, no sabíamos qué bicho era… lo
arrastramos como pudimos, y lo cuereé con un cortaplumas de esos que
tienen de todo, destornillador, tijerita… Era un paquidermo, tenía
un cuero gruesísimo. Bueno, digo, “lo primero, las vísceras:
comamos el hígado, los riñones” mientras improvisábamos una
parrilla con palos. Y por fin comimos algo, pero lo mismo quedé mal,
tenía los intestinos a la miseria…
Cuando
llegó Hermes, al tercer día, la carne no se podía comer porque se
había podrido. Hermes traía un poco de yerba y preparó un mate
cocido, que creo que fue la comida más gloriosa que comí en mi
vida. La cuestión es que con Carlitos –que venía con Hermes-
comenzamos a bajar para ir al campamento que yo no conocía, donde
habían estado ellos antes, cuando fueron en el primer viaje. Y
llegamos ahí y estaban saliendo ya los compañeros, creo que era el
12 de abril, y pensaban volver en 2 días.
Y
al segundo día de que habían salido, yo estaba casi sin poder
moverme ya, estaba tirado al pie de un reborde del río, empiezo a
escuchar voces que no me gustan, y me acerco a un cinturón en el que
tenía dos granadas y en ese momento siento que me salpicaba barro en
la cara y manoteo una de las granadas y recibo un patadón en las
costillas… eran los gendarmes. Y me empezaron a golpear, me
desmayaron. Era imposible que no me desmayara, si estaba hecho una
piltrafa. Después hacen un simulacro de fusilamiento. Y al día
siguiente nos llevan.
Hay
un gendarme que después fue guardia cárcel en Salta y que renuncia
a la gendarmería por lo que vio esa noche en el campamento. Se
impresionó mucho. Esa noche quedó de guardia y nos vio tan mal que
nos tiró un par de cigarrillos. También nos trajo en una lata de
duraznos una sopa de tomate, otra comida gloriosa... ¡qué rica!.
Estábamos desnudos, con una manta arriba.
Al
día siguiente salimos para Orán, ahí estuvimos varios días: desde
el 14 o 15 de abril hasta el 20 de junio. Después nos trasladan a la
cárcel de Tucumán.
Continúa...
(*)Versión
reducida de la entrevista videograbada por Abril Schmucler y Ciro Del
Barco en Agosto de 2004.
____________________________________________________________
La
experiencia vivida por los hombres comandados por Masetti, tal vez no
sea comprendida cabalmente sin el conocimiento de las ideas que
circulaban en la época entre los grupos revolucionares, y
particularmente, la propuesta guevarista. Para quienes estén
interesados, sugerimos la lectura del capítulo 25 “Vertiente
guerrillera” del libro Che: una
vida revolucionaria de
Jon Lee Anderson, editado por Emecé, y Los
orígenes perdidos de la guerrilla argentina,
de Gabriel Roth, Editorial El Cielo por Asalto sobre el Ejército
Guerrillero del Pueblo, así como Ideología y Mito en el EGP, de
Daniel Avalos, Ediciones Naño, Salta.
___________________________________________________________
Publicado
originalmente en
Revista
mensual La Intemperie
Córdoba Política Cultura
Directores: Sergio Schmucler, Cecilia Pernasetti, Luis Rodeiro y Emanuel Rodríguez.
TE: 0351-4683720
E-mail: laintemperie@gmail.com
Directores: Sergio Schmucler, Cecilia Pernasetti, Luis Rodeiro y Emanuel Rodríguez.
TE: 0351-4683720
E-mail: laintemperie@gmail.com
La
guerrilla del Che en Salta, 40 años después
Empezar
a vivir de otra manera
En
la cárcel nos torturaron bárbaramente, no de manera científica,
fue brutal. Culatazos en la cabeza, patadas, muy cruel… no murió
ninguno de casualidad. Nos tenían aislados en unas habitaciones que
estaban en la parte de delante de la guardia, y por ahí cuando te
llevaban te decían “tomá el fusil y andate”. Algunos eran muy
nazis, pero otros eran buenos tipos. Y un día, debe haber sido entre
los primeros días de junio, cae el General Alsogaray, Julio
Argentino Alsogaray, que era, creo, comandante en jefe de las fuerzas
armadas. Aparece y me pregunta qué cigarrillos fumo. Le digo
“Máximos”, que era una marca del norte, y me dice “cómo vas a
fumar esa porquería”. Y sí, le digo, fumo eso. Yo estaba desnudo,
y mandó a un cabo que me buscara ropa. Me hizo desatar, estábamos
solos. Manda traer un cartucho de particulares. No, le digo, con dos
cigarrillos me sobra. Salvo que le den un paquete a cada uno. Después
me pregunta qué tomo, si tomo whisky o cognac… Yo pensaba que me
iba a fusilar. Y me trajeron cigarrillos y un cognac después de
tantos días en los que nos habían dado de comer sólo una cabeza de
vaca podrida, sopa llena de gorgojos, pan viejo… con decirte que
llegué a pesar 48 kilos. “¿Y cómo estás?” me dice. Yo estaba
azul, no había piel que no tuviera un color azul, violeta. “No
quiero saber nada de las actividades”, me dice, “no me interesa
eso”. “Usted Jouvé tiene un perfil muy parecido al de mis hijos.
Hemos hablado con sus profesores de la secundaria, y sabemos que
usted era muy buen alumno, muy buena persona, que terminó el
bachillerato a los 16 años. Fuimos a la universidad, también
sabemos que hizo una carrera impresionante hasta que entró al
servicio militar y ahí paró, que su papá era un tipo muy respetado
en su pueblo, un tipo recto, laburante, muy estimado, honesto. No me
diga que esto es porque su mamá lava ropa”… “No, no es por
eso”, le digo. “No es por ninguna de esas cosas”. “Bueno –me
dice—, pero a mí me interesa saber por qué entró a la guerrilla,
porque mi hijo se parece mucho a usted”. Y yo le dije “mire, en
un país donde se habla de democracia, después de unas elecciones
donde un tipo que puede ser bueno o malo pero que ganó con la
proscripción de la mayoría, no entiendo de qué democracia
hablamos. En la escuela nos enseñan eso, nos hablan de libertad, nos
hablan de justicia, y viene la masacre de José León Suárez ¿qué
quiere que piense?” Y le empecé a plantear un montón de cosas,
durante diez minutos, sobre la justicia, sobre la libertad, sobre la
igualdad de posibilidades, etc. Y me dice “¿Y usted qué cree que
puedo hacer con mi hijo?” “Y –le digo— no lo mande a la
escuela o prohíbale a los maestros que le den Educación Cívica,
porque si es una persona decente, y estudia eso, no se va a quedar
sin hacer nada”. Resultó después que el hijo de Alsogaray murió
en Tucumán. Lo mató Bussi. Estaba en Montoneros o en ERP. Y el otro
se exilió en México, fue el que le pegó a Astiz, en un boliche de
la costanera.
***
De
Tucumán nos llevaron a Salta. Ahí ya podía hacer cosas, hicimos
juguetes en la carpintería, también hicimos muebles. Yo le hice una
cuna a mi hija, qué sé yo, hacíamos cosas, teníamos la
posibilidad de entretenernos, de leer un poco el diario, de recibir
discos y libros... Así que ahí fue bastante bueno, digamos. Mi
señora se había ido al Uruguay, tenía orden de captura, pero va a
la visita y no la meten en cana, así que empieza a visitarme
seguido. En el 68 queda embarazada, y nació Tania Camila, mi hija.
Luego se viene para Córdoba. En esa cárcel era otra cosa, tenías
tiempo de pensar, podías escribir, nos hacían reportajes… Casi
todas las entrevistas de esos años se caracterizan por cierta
soberbia, como que nos sentíamos dueños de todas las verdades. Creo
que eso nos caracterizó no sólo a nosotros sino a todos los que
apoyamos procesos insurrecionales. Yo no estaba de acuerdo con eso,
porque Fidel había dicho que no podíamos convertir a la corriente
socialista en una iglesia con papas, popes, obispos y curas, y yo
pensaba lo mismo, que era muy parecido a una religión, yo pensaba
que lo que queríamos era un poco como construir el paraíso en la
tierra, esta Revolución que era el punto de llegada, que era el
lugar donde todos íbamos a ser felices. Y además, que lo íbamos a
hacer nosotros. Después de un tiempo de estar adentro, esas cosas me
llamaban más a la reflexión. En realidad las primeras críticas
fueron al foco, concretamente a lo nuestro, a la preparación de ese
foco, ya después las críticas fueron apuntando más para otras
cosas: ¿era el camino
armado el camino correcto para construir una sociedad diferente?
Después, cuando nos juntamos con otra gente en la cárcel de
Resistencia también, veíamos lo que se venía, el desarrollo de
nuevas fuerzas sociales como el peronismo del ’73, en donde
Montoneros tenía una buena posibilidad de avanzar un poco más de lo
que avanzó. La llegada de Perón, el acto eleccionario que lo
confirma, desacomoda bastante el panorama y yo opinaba que había que
guardar los fierros y hacer política. Y esperar. Pero bueno, se
hicieron varias operaciones grandes y eso fue complicando todo. Es
decir, los militares aprovechaban eso… yo
creo que la inteligencia militar siempre tentó al ala armada de los
grupos, siempre le regaló cosas para poder golpearla, no sólo para
poder golpearla sino para hacer que sea hegemónica sobre la
política. Y bueno, la
política de alguna manera fue desapareciendo. Mientras, nosotros
estábamos en la cárcel, rodeados de compañeros que iban
encarcelando en ese tiempo, con los que podíamos hablar de esas
cosas.
De
resistencia nos mandaron a Rawson, ahí las organizaciones armadas
les prohibieron a algunos compañeros hablar con nosotros, salvo los
changos de La Calera, Luis Rodeiro, Ignacio Vélez y algunos más,
porque estaban en disidencia. Teníamos mucha charla con la gente del
Peronismo de Base, de las FAR. Y nos mandaban embajadores, para que
los otros no se contaminaran, mandaban a los más firmes.
En
Rawson estábamos en pabellones celulares, y era todos los días más
o menos lo mismo: los presos se agrupaban de acuerdo a las distintas
agrupaciones de las que eran parte y cantaban sus himnos y canciones
cuando se leía en el diario quién había hecho la última
operación…. pero de política casi no se hablaba. Para casi todos
la política era algo del otro
lado, era de burgueses. Un
solo preso leía los diarios y los otros escuchaban, eso fue cuando
vino Perón en noviembre, y como era yo el que leía, y a mí me
hartaban con las canciones de victoria, entonces yo leía primero las
noticias políticas, después las económicas, después las
deportivas, después los avisos clasificados y recién al último
leía las operetas militares.
Era mi pequeña venganza. Fuimos a parar al pabellón de los
quebrados, donde nos
encontramos con Rodeiro, con Vélez... y bueno, yo digo que los
últimos días tuvimos un pabellón tranquilo… y a la semana
salimos.
***
Todavía
los primeros años de encierro seguía pensando que la idea del foco
guerrillero era una vía válida, durante el 66, 67. Pero ya cuando
el Che estaba en Bolivia, Castellanos me dijo “ahora vas a ver lo
que es un Comandante” y yo le dije “yo creo que el Che
está perdido” porque
estaba aislado. “No, no”, me dice, “vos no sabés los recursos
que tiene el Che”.
Y
cuando muere el Che ya tenía una cosa bastante elaborada sobre la
guerrilla, la lucha armada… yo la había conocido desde adentro y
los milicos habían aprendido tanto como nosotros, y tal vez un poco
más… sabíamos que ellos podían llegar a las brutalidades más
espantosas para obtener información… Pero sobre todo criticaba la
concepción del foco como vía para la revolución en cualquier
lugar. En algunos lugares podría andar, como en China, Vietnam y en
Cuba… pero siempre contamos las revoluciones que triunfan, ¿y las
que no triunfan? hubo muchas, claro… son muchísimas más las que
no triunfaron que las que triunfaron. Y muchísimas más las que
terminaron en masacre. Es decir que cuando empezamos a contabilizar
lo que había andado y lo que no había andado, pensamos que tenían
que darse condiciones sumamente particulares para que se lograra el
desarrollo de una lucha política y social violenta que terminara en
la toma del poder. A esa altura del partido yo me preguntaba: ¿y
después del poder, qué? O sea, si tomamos el poder, si son algunos
compañeros que están acá con nosotros los que toman el poder,
nosotros nos vamos a tener que ir o nos van a fusilar. Si ya nomás
somos quebrados
por pensar distinto. Después llegamos a una charla, creo que estaba
el Oscar (Del Barco) y el Kichi (Samuel Kiczkowski), estaban muy en
montos,
me acuerdo, y yo les decía que eso no era mejor, o estar en
cualquier organización armada, todo eso estaba invalidado, que no
era una guerra sino que era el juego del vigilante y el ladrón…
eso fue en el 73, 74… creo que habían pasado suficientes cosas
como para suponer que eso no era posible; sí era posible lo que
ocurrió en el Rodrigazo, es decir, fijate que el golpe contra Isabel
Perón no viene por las acciones de la guerrilla, viene después del
Rodrigazo, cuando en Buenos Aires los trabajadores le pasan por
encima a la burocracia sindical, desconocen el mandato de Lorenzo
Miguel, de Isabel… bueno ahí se viene el Golpe, porque hay un
verdadero cuestionamiento del poder, es decir, la gente en la calle.
Después vienen los grupos de militantes, como después de los hechos
del 2001, donde las asambleas populares primero fueron populares en
serio, la gente salía a la calle y no tenía una visión política,
salía desde la bronca, desde el rechazo de algo que le resultaba
insoportable. Pero luego vinieron los militantes, les tiraron
discursos, vinieron con las banderas y la gente se fue. Es decir,
todo eso me ha ido llevando, a mí por lo menos, y coincidimos con
bastantes compañeros, a otro tipo de ideas. No sé cómo
construiremos el socialismo, no sé. Tampoco sé si hoy es posible,
no sabemos para dónde vamos.
***
Y
ahora hay una cantidad de cambios para que no cambie nada. Porque
este es un sistema que va cambiando cosas, va revolucionando un
montón de cosas todos los días para que no cambie nada, para que la
esencia misma del sistema siga siendo igual. Por ejemplo: todas las
grandes empresas, tienen fundaciones, que hacen obras de caridad, que
les pagan a Greenpeace, a Médicos sin Fronteras, a un montón de
organizaciones donde trabaja gente sana, desinteresada, que van para
ayudar a gente que sufre… como nosotros quisimos hacer la
revolución nuestra, la íbamos a hacer para que la gente viviera
bien. Pero pienso que lo mejor de la juventud estuvo también en las
luchas obreras, que lo hacían para que sus compañeros vivan mejor.
Digo… la gente que se puso a hacer algo por el otro… pero eso que
pasa hoy donde las grandes corporaciones multinacionales están
apoyando proyectos para los chicos de la calle, para esto, para lo
otro, estas cosas, antes no existían. Después de haber desangrado
pueblos enteros para hacerse multimillonarios, te arman una fundación
y parte de eso que han saqueado a la gente lo devuelven en obras de
caridad. Estos son los cambios de los que hablo. Las ONG son
compradas por esos organismos, porque son los que les tiran la guita
para que hagan lo que hacen, entonces se convierte en un negocio más
¿me entendés?, esto es lo que ha logrado el capitalismo. Te dicen:
“vos tenés todas las libertades, podés optar por lo que vos
quieras”… ¿te vas a hacer feminista? sí, no hay problema,
hacelo, te ponemos el Banco Mundial y te pagamos. ¡El Banco Mundial
les da guita a los grupos feministas! ¿para los derechos humanos?
¿lucha contra el racismo? ¡Pero claro que sí!, acá hay guita: se
la pone el Banco Mundial o se la pone cualquier fundación de las
grandes corporaciones. Pero no te metas con otras cosas. No vayas a
querer demostrar que haría falta vivir de otra manera, que no vamos
a ningún lado sino al que ellos quieren, que no podemos decidir
hacia dónde queremos ir. Esto de comenzar a pensarnos desde otro
lugar… de todas maneras no podemos evadir la alienación, hasta nos
han hecho creer que si no tenemos la multiprocesadora Moulinex somos
infelices, entonces, la gente sufre por lo que no tiene. Y yo me
pregunto ¿cómo van a sufrir por lo que no tienen, si tienen un
montón de cosas de las que podrían disfrutar? Pero bueno, no
importa, lo que tenemos no lo disfrutamos y lloramos por lo que no
tenemos. Entonces ¿cuál es el placer más grande de la gente, hoy?
Ir al hiper, cargar los carros y salir con un montón de cosas, ¿por
qué? Porque nos hemos convertido en “monos recolectores”. Toda
esta alienación, toda esta segmentación social llevada casi al
infinito, todo este sistema alienado donde todo se mezcla en una cosa
que es insoportable: se mezcla el choro de la esquina con el
piquetero de cualquier corriente, se mezcla el secuestro con los
marginados, entonces ahora son todos delincuentes y por portación de
cara te llevan preso. Entonces hacé todo lo que quieras con los
derechos humanos, pero no te metás a cuestionar el sistema porque
ahí te cortamos las manos.
De
todas maneras hay que hacer cosas. No creo que vayamos a cambiar el
mundo, a lo mejor esto se vuelve absolutamente insoportable, a lo
mejor esta irracionalidad absoluta hace que se vuelva tan tan
irracional a los ojos del ciclón que provoque que las multitudes
hagan otro tipo de cosas y que podamos hacer algo, o podamos
articular un discurso que permita construir otro tipo de sociedad.
Tal vez como decía Oscar del Barco, que es lo que siempre intento,
tenemos que empezar a vivir de otra manera. Vivir de otra manera y
salir de este circuito que es absolutamente perverso, donde todas las
opciones que nos dan son falsas, porque las opciones verdaderamente
importantes, no están. Las de adónde queremos ir, no están. Vamos
a donde nos llevan. Y yo creo que eso es lo terrible, pero no creo
que podamos hacer nada desde la guerrilla armada. Tal vez haya algún
momento en que se pueda dar una situación como la de los
bolcheviques en la Rusia de 1917. Tal vez se dé ese momento en que
todo es posible… yo creí que ese momento era el 25 de mayo del
‘73, porque los canas nos hacían la V de la victoria cuando íbamos
en el colectivo desde Ezeiza a Capital. Yo dije “pucha qué
momento”, me acuerdo de la gente, de la cantidad de gente... cuando
me subieron al balcón para que hable, y yo miré y me asusté tanto,
tanto. Había tanta gente que no sabía dónde terminaba esa
multitud, así que dije cuatro pavadas y me tiré para atrás. Era
impresionante, nunca había visto tanta gente junta. Pero bueno, era
el momento, tal vez un Lenin en ese momento hubiera hecho otra cosa,
pero hay que ver, si llega el momento, y estamos, tal vez podamos
hacer algo por el cambio. Si no, no sé cómo se irán articulando
las cosas. De todas maneras yo coincido con algunas cosas del
subcomandante Marcos, sobre todo en que la revolución no es un punto
de llegada, que es un camino, un modo de vivir. Hoy pienso que es
así, que la revolución es una manera de estar en el mundo.
***
Yo
creo que si estamos atentos a lo que pasa posiblemente podamos hacer
más cosas para que cambie el mundo. Creo que sí, que se va a poder,
que no termina acá la historia. Pienso en el equipo de la revista,
por ejemplo, están haciendo algo, y no tanto por lo que dicen si no
por el hecho de estar juntos, de juntarnos para hablar, para pensar,
para ver si alguna vez logramos articular ese discurso que permite
otras cosas. Eso es lo único que hemos podido mantener, eso de
juntarnos para hablar, de encontrarnos, con alegría. Eso es
indispensable. Porque yo creo que Descartes se equivocó cuando dijo
"pienso, luego existo", no es así el ser humano…el ser
humano es un animal que puede razonar, pero puede razonar porque es
emocional, si no hubiera emociones, no pasa un pito. Sería una roca.
Quiero decir que solamente a partir de la emoción pudimos descubrir
el lenguaje, la cultura, todo.
Cuando
nos han invitado a hablar sobre estas cosas que hemos vivido, por
ejemplo los de hijos
nos han invitado varias veces, y fuimos con Rodeiro, Losada, Vélez,
y otra gente también, he escuchado hablar de heroísmo y de un
montón de cosas y eso siempre me pone mal. Porque esos chicos que
perdieron a sus padres, si tratan de emular ese camino... pienso que
eso está agotado, que no anduvo bien, que no salió bien. Y me dicen
que fue porque se hicieron mal las cosas, y yo digo que no, mira, 70
años de socialismo en la Unión soviética, desde el 47 en China,
pregunto: ¿eso
era el socialismo? “Bueno, porque lo hicieron mal”, me dicen. ¿y
vos creés que lo vas a hacer bien? ¿vos creés que la gente que lo
hizo mal era gente malintencionada? ¿o sale mal por otra cosa,
porque directamente eso no era socialismo? entonces ¿qué es el
socialismo? porque eso no fue, y Lenin mismo lo dijo antes de morir
en 1920 –en esos escritos que casi nadie pudo leer porque estaban
secuestrados—, que tendremos que conformarnos con un capitalismo de
estado para desarrollar la cultura... ahí es cuando le escribe
cartas a los intelectuales de Europa occidental y les escribe para
que fueran a ayudar a desarrollar la cultura del pueblo ruso. Dice
"éste es un pueblo asiático, qué socialismo se va a
desarrollar en un pueblo asiático", su planteo era la
posibilidad de que fueran los obreros los que dirigieran este proceso
de modernización. Eso fue, un proceso de modernización. Pero desde
ahí, se tomó el poder, con las ideas que muchos todavía hoy creen
que son las únicas posibles. Y yo decía que no, que al poder no lo
tenemos que raptar porque va a ser una dictadura de nuevo, porque es
calcada de lo otro, es la misma ideología. Entonces, no sé cómo se
hará, no tengo ni idea.
AS:
Dijiste “existir” de otra manera...
HJ:
Sí, asociarnos de otra manera, ¿cómo puede ser que nos asociamos
sólo para negociar, cómo puede ser que no nos podamos asociar para
otras cosas, para compartir otro tipo de cosas? Digo, reconstruir los
vínculos sociales, la red social que está destruida.
AS:
Empezar en cada individuo...
HJ:
Sí, en cada individuo, pero hasta abrir el diálogo con el otro,
articulando las experiencias, me parece que eso es importante. Dice
Maturana que una cultura es una red de conversaciones. Y yo creo que
podemos ayudar a instalar otra red de conversaciones. Y dentro del
marco del progresismo,
yo creo que más que definiciones, podemos empezar a hacer buenas
preguntas. Para ver qué estamos haciendo, y si hacemos buenas
preguntas posiblemente logremos instalar una nueva red de
conversaciones. Pero si no, vamos a seguir repitiendo lo mismo. Aún
se escuchan comentarios, ideas, discursos de los años ‘60: no
puede ser que no se den cuenta de que ya cayó el muro de Berlín,
que China es un país capitalista de primera línea, que Vietnam se
fue a los caños, no puede ser que no hayan tomado nota de lo que
pasó en el mundo. Que vivimos en un mundo globalizado, pero
lógicamente globalizado, porque el capitalismo tiende a la
globalización. Yo creo que recién ahora está empantanado porque no
tiene donde seguir haciendo sus beneficios, salvo concentrarse,
concentrarse y volverse fascismo. También hay bastantes reservas no
fascistas en el mundo, pero siguen pensando lo mismo, yo veo que
siguen pensando que la única salida es la toma del poder, y a cada
movimiento social se le cuelgan atrás los grupos revolucionarios
para indicarles el camino de la toma del poder y de la revolución.
Ésta es la cultura que estamos viviendo. Pero ¿será posible guiar
a los que puedan instalar una nueva red de conversación haciendo
nuevas preguntas? A mí por lo pronto me parece importante que la
gente se junte, que podamos preguntarnos cosas.
(*)Versión
reducida de la entrevista videograbada por Abril Schmucler y Ciro Del
Barco en Agosto de 2004.
____________________________________________________________
Publicado
originalmente en
Revista
mensual La Intemperie
Córdoba Política Cultura
Directores: Sergio Schmucler, Cecilia Pernasetti, Luis Rodeiro y Emanuel Rodríguez.
TE: 0351-4683720
E-mail: laintemperie@gmail.com
Directores: Sergio Schmucler, Cecilia Pernasetti, Luis Rodeiro y Emanuel Rodríguez.
TE: 0351-4683720
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Carta
de Oscar del Barco
Señor
Sergio Schmucler:
Al leer la entrevista con Héctor Jouvé, cuya transcripción ustedes publican en los dos últimos números de La Intemperie, sentí algo que me conmovió, como si no hubiera transcurrido el tiempo, haciéndome tomar conciencia (muy tarde, es cierto) de la gravedad trágica de lo ocurrido durante la breve experiencia del movimiento que se autodenominó "ejército guerrillero del pueblo". Al leer cómo Jouvé relata suscinta y claramente el asesinato de Adolfo Rotblat (al que llamaban Pupi) y de Bernardo Groswald, tuve la sensación de que habían matado a mi hijo y que quien lloraba preguntando por qué, cómo y dónde lo habían matado, era yo mismo. En ese momento me di cuenta clara de que yo, por haber apoyado las actividades de ese grupo, era tan responsable como los que lo habían asesinado. Pero no se trata sólo de asumirme como responsable en general sino de asumirme como responsable de un asesinato de dos seres humanos que tienen nombre y apellido: todo ese grupo y todos los que de alguna manera lo apoyamos, ya sea desde dentro o desde fuera, somos responsables del asesinato del Pupi y de Bernardo.
Ningun justificativo nos vuelve inocentes. No hay "causas" ni "ideales" que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata, por lo tanto, de asumir ese acto esencialmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano. Responsabilidad ante los seres queridos, responsabilidad ante los otros hombres, responsabilidad sin sentido y sin concepto ante lo que titubeantes podríamos llamar "absolutamente otro". Más allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios, hay el no matarás. Frente a una sociedad que asesina a millones de seres humanos mediante guerras, genocidios, hambrunas, enfermedades y toda clase de suplicios, en el fondo de cada uno se oye débil o imperioso el no matarás. Un mandato que no puede fundarse o explicarse, y que sin embargo está aquí, en mí y en todos, como presencia sin presencia, como fuerza sin fuerza, como ser sin ser. No un mandato que viene de afuera, desde otra parte, sino que constituye nuestra inconcebible e inaudita inmanencia.
Este reconocimiento me lleva a plantear otras consecuencias que no son menos graves: a reconocer que todos los que de alguna manera simpatizamos o participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montoneros, en el ERP, en la FAR o en cualquier otra organización armada, somos responsables de sus acciones. Repito, no existe ningún "ideal" que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía. El principio que funda toda comunidad es el no matarás. No matarás al hombre porque todo hombre es sagrado y cada hombre es todos los hombres. La maldad, como dice Levinas, consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos, el decir una cosa y hacer otra, el apoyar la muerte de los hijos de los otros y levantar el no matarás cuando se trata de nuestros propios hijos.
En este sentido podría reconsiderarse la llamada teoría de los "dos demonios", si por "demonio" entendemos al que mata, al que tortura, al que hace sufrir intencionalmente. Si no existen "buenos" que sí pueden asesinar y "malos" que no pueden asesinar, ¿en qué se funda el presunto "derecho" a matar? ¿Qué diferencia hay entre Santucho, Firmenich, Quieto y Galimberti, por una parte, y Menéndez, Videla o Massera, por la otra? Si uno mata el otro también mata. Esta es la lógica criminal de la violencia. Siempre los asesinos, tanto de un lado como del otro, se declaran justos, buenos y salvadores. Pero si no se debe matar y se mata, el que mata es un asesino, el que participa es un asesino, el que apoya aunque sólo sea con su simpatía, es un asesino. Y mientras no asumamos la responsabilidad de reconocer el crimen, el crimen sigue vigente.
Más aun. Creo que parte del fracaso de los movimientos "revolucionarios" que produjeron cientos de millones de muertos en Rusia, Rumania, Yugoeslavia, China, Corea, Cuba, etc., se debió principalmente al crimen. Los llamados revolucionarios se convirtieron en asesinos seriales, desde Lenin, Trotzky, Stalin y Mao, hasta Fidel Castro y Ernesto Guevara. No sé si es posible construir una nueva sociedad, pero sé que no es posible construirla sobre el crimen y los campos de exterminio. Por eso las "revoluciones" fracasaron y al ideal de una sociedad libre lo ahogaron en sangre. Es cierto que el capitalismo, como dijo Marx, desde su nacimiento chorrea sangre por todos los poros. Lo que ahora sabemos es que también al menos ese "comunismo" nació y se hundió chorreando sangre por todos sus poros.
Al decir esto no pretendo justificar nada ni decir que todo es lo mismo. El asesinato, lo haga quien lo haga, es siempre lo mismo. Lo que no es lo mismo es la muerte ocasionada por la tortura, el dolor intencional, la sevicia. Estas son formas de maldad suprema e incomparable. Sé, por otra parte, que el principio de no matar, así como el de amar al prójimo, son principios imposibles. Sé que la historia es en gran parte historia de dolor y muerte. Pero también sé que sostener ese principio imposible es lo único posible. Sin él no podría existir la sociedad humana. Asumir lo imposible como posible es sostener lo absoluto de cada hombre, desde el primero al último.
Aunque pueda sonar a extemporáneo corresponde hacer un acto de constrición y pedir perdón. El camino no es el de "tapar" como dice Juan Gelman, porque eso -agrega- "es un cáncer que late constantemente debajo de la memoria cívica e impide construir de modo sano". Es cierto. Pero para comenzar él mismo (que padece el dolor insondable de tener un hijo muerto, el cual, debemos reconocerlo, también se preparaba para matar) tiene que abandonar su postura de poeta-mártir y asumir su responsabilidad como uno de los principales dirigentes de la dirección del movimiento armado Montoneros. Su responsabilidad fue directa en el asesinato de policías y militares, a veces de algunos familiares de los militares, e incluso de algunos militantes montoneros que fueron "condenados" a muerte. Debe confesar esos crímenes y pedir perdón por lo menos a la sociedad. No un perdón verbal sino el perdón real que implica la supresión de uno mismo. Es hora, como él dice, de que digamos la verdad. Pero no sólo la verdad de los otros sino ante todo la verdad "nuestra". Según él pareciera que los únicos asesinos fueron los militares, y no el EGP, el ERP y los Montoneros. ¿Por qué se excluye y nos excluye, no se da cuenta de que así "tapa" la realidad?
Gelman y yo fuimos partidarios del comunimo ruso, después del chino, después del cubano, y como tal callamos el exterminio de millones de seres humanos que murieron en los diversos gulags del mal llamado "socialismo real". ¿No sabíamos? El no saber, el hecho de creer, de tener una presunta buena fe o buena conciencia, no es un argumento, o es un argumento bastardo. No sabíamos porque de alguna manera no queríamos saber. Los informes eran públicos. ¿O no existió Gide, Koestler, Víctor Serge e incluso Trotsky, entre tantos otros? Nosotros seguimos en el Partido Comunista hasta muchos años después que el Informe-Krutschev denunciara los "crímenes de Stalin". Esto implica responsabilidades. También implica responsabilidad haber estado en la dirección de Montoneros (Gelman dirá, por supuesto que él no estuvo en la Dirección, que él era un simple militante, que se fue, que lo persiguieron, que lo intentaron matar, etc., lo cual, aun en el caso de que fuera cierto, no lo exime de su responsabilidad como dirigente e, incluso como simple miembro de la organización armada). Los otros mataban, pero los "nuestros" también mataban. Hay que denunciar con todas nuestras fuerzas el terrorismo de Estado, pero sin callar nuestro propio terrorismo. Así de dolorosa es lo que Gelman llama la "verdad" y la "justicia". Pero la verdad y la justicia deben ser para todos.
Habrá quienes digan que mi razonamiento, pero este no es un razonamiento sino una constrición, es el mismo que el de la derecha, que el de los Neustad y los Grondona. No creo que ese sea un argumento. Es otra manera de "tapar" lo que pasó. Muchas veces nos callamos para no decir lo mismo que el "imperialismo". Ahora se trata, y es lo único en que coincido con Gelman, de la verdad, la diga quien la diga. Yo parto del principio del "no matar" y trato de sacar las conclusiones que ese principio implica. No puedo ponerme al margen y ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, o a la inversa. Yo culpo a los militares y los acuso porque secuestraron, torturaron y mataron. Pero también los "nuestros" secuestraron y mataron. Menéndez es responsable de inmensos crímenes, no sólo por la cantidad sino por la forma monstruosa de sus crímenes. Pero Santucho, Firmenich, Gelman, Gorriarán Merlo y todos los militantes y yo mismo también lo somos. De otra manera, también nosotros somos responsables de lo que sucedió.
Al leer la entrevista con Héctor Jouvé, cuya transcripción ustedes publican en los dos últimos números de La Intemperie, sentí algo que me conmovió, como si no hubiera transcurrido el tiempo, haciéndome tomar conciencia (muy tarde, es cierto) de la gravedad trágica de lo ocurrido durante la breve experiencia del movimiento que se autodenominó "ejército guerrillero del pueblo". Al leer cómo Jouvé relata suscinta y claramente el asesinato de Adolfo Rotblat (al que llamaban Pupi) y de Bernardo Groswald, tuve la sensación de que habían matado a mi hijo y que quien lloraba preguntando por qué, cómo y dónde lo habían matado, era yo mismo. En ese momento me di cuenta clara de que yo, por haber apoyado las actividades de ese grupo, era tan responsable como los que lo habían asesinado. Pero no se trata sólo de asumirme como responsable en general sino de asumirme como responsable de un asesinato de dos seres humanos que tienen nombre y apellido: todo ese grupo y todos los que de alguna manera lo apoyamos, ya sea desde dentro o desde fuera, somos responsables del asesinato del Pupi y de Bernardo.
Ningun justificativo nos vuelve inocentes. No hay "causas" ni "ideales" que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata, por lo tanto, de asumir ese acto esencialmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano. Responsabilidad ante los seres queridos, responsabilidad ante los otros hombres, responsabilidad sin sentido y sin concepto ante lo que titubeantes podríamos llamar "absolutamente otro". Más allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios, hay el no matarás. Frente a una sociedad que asesina a millones de seres humanos mediante guerras, genocidios, hambrunas, enfermedades y toda clase de suplicios, en el fondo de cada uno se oye débil o imperioso el no matarás. Un mandato que no puede fundarse o explicarse, y que sin embargo está aquí, en mí y en todos, como presencia sin presencia, como fuerza sin fuerza, como ser sin ser. No un mandato que viene de afuera, desde otra parte, sino que constituye nuestra inconcebible e inaudita inmanencia.
Este reconocimiento me lleva a plantear otras consecuencias que no son menos graves: a reconocer que todos los que de alguna manera simpatizamos o participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montoneros, en el ERP, en la FAR o en cualquier otra organización armada, somos responsables de sus acciones. Repito, no existe ningún "ideal" que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía. El principio que funda toda comunidad es el no matarás. No matarás al hombre porque todo hombre es sagrado y cada hombre es todos los hombres. La maldad, como dice Levinas, consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos, el decir una cosa y hacer otra, el apoyar la muerte de los hijos de los otros y levantar el no matarás cuando se trata de nuestros propios hijos.
En este sentido podría reconsiderarse la llamada teoría de los "dos demonios", si por "demonio" entendemos al que mata, al que tortura, al que hace sufrir intencionalmente. Si no existen "buenos" que sí pueden asesinar y "malos" que no pueden asesinar, ¿en qué se funda el presunto "derecho" a matar? ¿Qué diferencia hay entre Santucho, Firmenich, Quieto y Galimberti, por una parte, y Menéndez, Videla o Massera, por la otra? Si uno mata el otro también mata. Esta es la lógica criminal de la violencia. Siempre los asesinos, tanto de un lado como del otro, se declaran justos, buenos y salvadores. Pero si no se debe matar y se mata, el que mata es un asesino, el que participa es un asesino, el que apoya aunque sólo sea con su simpatía, es un asesino. Y mientras no asumamos la responsabilidad de reconocer el crimen, el crimen sigue vigente.
Más aun. Creo que parte del fracaso de los movimientos "revolucionarios" que produjeron cientos de millones de muertos en Rusia, Rumania, Yugoeslavia, China, Corea, Cuba, etc., se debió principalmente al crimen. Los llamados revolucionarios se convirtieron en asesinos seriales, desde Lenin, Trotzky, Stalin y Mao, hasta Fidel Castro y Ernesto Guevara. No sé si es posible construir una nueva sociedad, pero sé que no es posible construirla sobre el crimen y los campos de exterminio. Por eso las "revoluciones" fracasaron y al ideal de una sociedad libre lo ahogaron en sangre. Es cierto que el capitalismo, como dijo Marx, desde su nacimiento chorrea sangre por todos los poros. Lo que ahora sabemos es que también al menos ese "comunismo" nació y se hundió chorreando sangre por todos sus poros.
Al decir esto no pretendo justificar nada ni decir que todo es lo mismo. El asesinato, lo haga quien lo haga, es siempre lo mismo. Lo que no es lo mismo es la muerte ocasionada por la tortura, el dolor intencional, la sevicia. Estas son formas de maldad suprema e incomparable. Sé, por otra parte, que el principio de no matar, así como el de amar al prójimo, son principios imposibles. Sé que la historia es en gran parte historia de dolor y muerte. Pero también sé que sostener ese principio imposible es lo único posible. Sin él no podría existir la sociedad humana. Asumir lo imposible como posible es sostener lo absoluto de cada hombre, desde el primero al último.
Aunque pueda sonar a extemporáneo corresponde hacer un acto de constrición y pedir perdón. El camino no es el de "tapar" como dice Juan Gelman, porque eso -agrega- "es un cáncer que late constantemente debajo de la memoria cívica e impide construir de modo sano". Es cierto. Pero para comenzar él mismo (que padece el dolor insondable de tener un hijo muerto, el cual, debemos reconocerlo, también se preparaba para matar) tiene que abandonar su postura de poeta-mártir y asumir su responsabilidad como uno de los principales dirigentes de la dirección del movimiento armado Montoneros. Su responsabilidad fue directa en el asesinato de policías y militares, a veces de algunos familiares de los militares, e incluso de algunos militantes montoneros que fueron "condenados" a muerte. Debe confesar esos crímenes y pedir perdón por lo menos a la sociedad. No un perdón verbal sino el perdón real que implica la supresión de uno mismo. Es hora, como él dice, de que digamos la verdad. Pero no sólo la verdad de los otros sino ante todo la verdad "nuestra". Según él pareciera que los únicos asesinos fueron los militares, y no el EGP, el ERP y los Montoneros. ¿Por qué se excluye y nos excluye, no se da cuenta de que así "tapa" la realidad?
Gelman y yo fuimos partidarios del comunimo ruso, después del chino, después del cubano, y como tal callamos el exterminio de millones de seres humanos que murieron en los diversos gulags del mal llamado "socialismo real". ¿No sabíamos? El no saber, el hecho de creer, de tener una presunta buena fe o buena conciencia, no es un argumento, o es un argumento bastardo. No sabíamos porque de alguna manera no queríamos saber. Los informes eran públicos. ¿O no existió Gide, Koestler, Víctor Serge e incluso Trotsky, entre tantos otros? Nosotros seguimos en el Partido Comunista hasta muchos años después que el Informe-Krutschev denunciara los "crímenes de Stalin". Esto implica responsabilidades. También implica responsabilidad haber estado en la dirección de Montoneros (Gelman dirá, por supuesto que él no estuvo en la Dirección, que él era un simple militante, que se fue, que lo persiguieron, que lo intentaron matar, etc., lo cual, aun en el caso de que fuera cierto, no lo exime de su responsabilidad como dirigente e, incluso como simple miembro de la organización armada). Los otros mataban, pero los "nuestros" también mataban. Hay que denunciar con todas nuestras fuerzas el terrorismo de Estado, pero sin callar nuestro propio terrorismo. Así de dolorosa es lo que Gelman llama la "verdad" y la "justicia". Pero la verdad y la justicia deben ser para todos.
Habrá quienes digan que mi razonamiento, pero este no es un razonamiento sino una constrición, es el mismo que el de la derecha, que el de los Neustad y los Grondona. No creo que ese sea un argumento. Es otra manera de "tapar" lo que pasó. Muchas veces nos callamos para no decir lo mismo que el "imperialismo". Ahora se trata, y es lo único en que coincido con Gelman, de la verdad, la diga quien la diga. Yo parto del principio del "no matar" y trato de sacar las conclusiones que ese principio implica. No puedo ponerme al margen y ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, o a la inversa. Yo culpo a los militares y los acuso porque secuestraron, torturaron y mataron. Pero también los "nuestros" secuestraron y mataron. Menéndez es responsable de inmensos crímenes, no sólo por la cantidad sino por la forma monstruosa de sus crímenes. Pero Santucho, Firmenich, Gelman, Gorriarán Merlo y todos los militantes y yo mismo también lo somos. De otra manera, también nosotros somos responsables de lo que sucedió.
Esta
es la base, dice Gelman, de la salvación. Yo también lo creo.
Lo
saludo.
Oscar
del Barco
____________________________________________________________
Publicado
originalmente en
Revista
mensual La Intemperie
Córdoba Política Cultura
Directores: Sergio Schmucler, Cecilia Pernasetti, Luis Rodeiro y Emanuel Rodríguez.
TE: 0351-4683720
E-mail: laintemperie@gmail.com
Directores: Sergio Schmucler, Cecilia Pernasetti, Luis Rodeiro y Emanuel Rodríguez.
TE: 0351-4683720
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http://www.elinterpretador.net/15CartadeOscarDelBarco.htm
Carta
de Carlos Keshishián
No
existen valores fuera de la Historia
Dos
días después de la aparición de La
Intemperie (conteniendo la
carta de Oscar del Barco, en la que proclama el carácter sagrado del
hombre a través una axiología formal y ahistórica, pletórica de
enunciados prescriptivos, abstractos y generales), Mariano Grondona
en su programa dominical invitaba a la viuda del capitán Viola para
que relatara con qué crueldad guerrilleros del ERP ultimaron a su
esposo. Naturalmente olvidó preguntar que hacía el capitán Viola
en Tucumán y naturalmente no se olvidó de remarcar la existencia de
dos demonios, utilizando sin eufemismos reiteradamente esa figura.
El
tratamiento del tema de la muerte, en el marco de la lucha entre
concepciones antagónicas, no puede ignorar que cuando se enfrentan
intereses irreconciliables, la lucha política es de alguna manera
una guerra. Lo es hoy cuando a pesar del crecimiento de la
explotación y la exclusión social, no abundan los signos de
rebeldía organizada. Lo era mucho más en los años setenta cuando
crecía en los pueblos la esperanza de una sociedad diferente, cuando
las llamas de sudeste asiático alumbraban un camino de revolución y
estimulaban a una generación de jóvenes y a pueblos enteros, que en
Asia, África y América, concebían una sociedad en la que hallarían
su definitiva manumisión social.
Las
diferentes experiencias no estuvieron exentas de errores, los que en
muchos casos las condenaron al fracaso. En Argentina los grupos que
asumieron posiciones combativas pecaron por voluntaristas
y sectarios. El
voluntarismo indujo a una percepción de la realidad no como ella era
sino como querían que fuese y el sectarismo los condujo al
aislamiento no solo del resto de las militancias sino del pueblo
mismo. Pero sus errores no habilitan a demonizarlos del modo que lo
hace Del Barco. Es por lo menos una inmoralidad política poner en la
misma categoría a los asesinos al servicio del imperialismo y
movilizados por los Estados opresores y a los miles de torturados,
humillados y asesinados, que en el mundo sufrieron y sufren por su
anhelo de un mundo mejor.
Hoy
es más evidente que entonces que al enemigo no se lo combate con
resistencias ghandianas ni con pasos tibios y dubitativos. La firmeza
con que la revolución cubana se defiende de las permanentes
acechanzas a la que es sometida, indica el camino. Aunque para evitar
las tentaciones de emprender atajos históricos es preciso saber que
la única forma de tomar el poder es construyéndolo con la solidez
que le proporciona el protagonismo popular. Esa es la diferencia
entre el terrorismo y la acción revolucionaria: La
toma del poder supone la construcción de poder.
En
el número 11 de La Intemperie
se publicó una entrevista al académico chileno Carlos Pérez Soto,
en ella expone con claridad una visión dialéctica de la realidad,
basada en una lógica en la que las relaciones son más reales que
los términos relacionados. Bajo la denominación de “relaciones
constituyentes”
alude al antagonismo entre clases opresoras y oprimidas. La
existencia de ambas surge de una relación que las constituyen: la
relación de explotación.
Por plantearse en términos antagónicos, la resolución de sus
contradicciones no puede prescindir de la violencia: “…si
la explotación es una relación constituyente, y lo constituido como
universo social, lo está de manera antagó-nica, arribo a la
conclusión: la única manera de salir de esa situación es una
revolución.”
Agrega luego “Los
marxistas revolucionarios lo que es-tamos proponiendo no es iniciar
una guerra sencillamente porque ya estamos en guerra. Las clases
dominantes llaman paz a los momentos en que van ganando la guerra. La
paz de las clases dominantes es esa guerra que constituye la lucha de
clase y la única salida a la lucha de clases es la revolución”.
El
enunciado “la violencia
es siempre igual a la violencia”,
visto desde la Lógica constituye una identidad formal pre y anti
dialéctica (A es igual a A); visto desde la Ética se inscribe en el
más vulgar neokantismo, que antepone los valores abstractos a las
leyes históricas. Pero no es mi intención ingresar en un debate
filosófico sino señalar las imputaciones injustas y reaccionarias
que conlleva el mensaje epistolar que nos ocupa.
Expresiones
como las usadas por Del Barco me hacen recordar a Saramago que
escribía: “Una de las
lecciones políticas más instructivas, sería saber lo que piensan
de sí mismos esos millares de individuos que en todo el mundo
tuvieron algún día el retrato de Che Guevara a la cabecera de la
cama o en la sala donde recibían a los amigos. Algunos dirían que
la vida cambió, que Che Guevara, al perder su guerra, nos hizo
perder la nuestra. Otros confesarían que se dejaron envolver por una
moda del tiempo y sonreirían por haber creído. Los más honestos
reconocerían que el corazón les duele, que sienten el movimiento
perpetuo de un remordimiento, como si su verdadera vida hubiese
suspendido el curso y ahora les preguntase, obsesivamente, adonde
piensan ir sin ideales ni esperanza, sin una idea de futuro que dé
algún sentido al presente”.
Personalmente
me siento identificado con los últimos, pero con la esperanza de un
futuro menos sombrío, aún en el terreno empantanado de
incertidumbres en el que nos movemos. Y agrego la convicción de que
las condiciones objetivas, la crisis irremediable del sistema, se
reflejarán mas temprano que tarde en la conciencia de los pueblos.
Carlos
Keshishián.
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Publicado
originalmente en
Revista
mensual La Intemperie
Córdoba Política Cultura
Directores: Sergio Schmucler, Cecilia Pernasetti, Luis Rodeiro y Emanuel Rodríguez.
TE: 0351-4683720
E-mail: laintemperie@gmail.com
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Carta
de Hernán Tejerina
Apretar
el gatillo acarrea consecuencias distintas a las que trae aparejadas
recibir las balas
Señor
Director:
A mi estremecimiento espiritual frente a los testimonios de Jouvé, sumo el estremecimiento intelectual por las consideraciones de Oscar del Barco. Si uno se detiene un instante, no demorará en concluir que ni Dios se atrevió a lo que del Barco en su carta a La Intemperie: cifrar la complejidad de lo real en el “No matarás”. Sin embargo, señor director, ni Dios cifra las Verdades que trascienden la trama humana ni Oscar del Barco es Dios. Por eso, veo en su postura menos un acto de contrición que un vulgar reduccionismo.
A mi estremecimiento espiritual frente a los testimonios de Jouvé, sumo el estremecimiento intelectual por las consideraciones de Oscar del Barco. Si uno se detiene un instante, no demorará en concluir que ni Dios se atrevió a lo que del Barco en su carta a La Intemperie: cifrar la complejidad de lo real en el “No matarás”. Sin embargo, señor director, ni Dios cifra las Verdades que trascienden la trama humana ni Oscar del Barco es Dios. Por eso, veo en su postura menos un acto de contrición que un vulgar reduccionismo.
Disiento
con esa operación que consiste en restringir ‘la Verdad’ a un
precepto. Un precepto, aún uno tan sagrado como el ‘No matarás’,
incurre en la “bastardía” si no se lo aprehende en la
complejidad de las contingencias históricas. Por ello, frente a la
postulación unívoca de mandatos, reivindico la confrontación, y
validación, del precepto (‘no mataras’) en el marco de los
procesos históricos concretos (validez del no matarás durante, por
ejemplo, la resistencia al nazismo).
Entiendo
que el precepto puede ser planteado como síntesis. Sin embargo, aún
así, volvería a señalar mi disidencia y frente al ‘No matarás’,
opondría el ‘Vivirás’ como fuente de toda inmanencia. Asumir el
‘vivirás’ conlleva entender que el peor de los pecados no es la
terrible violación del ‘no matarás’ sino la negación
sistemática, externa y enajenada de la realización humana. Este
entendimiento implica una conciencia trágica.
En
mí, el estremecimiento ante el absurdo de las muertes relatadas por
Jouvé no es menor que la conmoción frente a las múltiples
situaciones en que la vida deviene en zonas de no-vida, en un mero
acaecer biológico accionado por el motor de la alineación y la
injusticia estructural. Cuando la vida se vacía de vida y las causas
de ese vaciamiento están institucionalizadas, la violencia es menos
una opción ética de índole individual que una situación social de
causa-efecto.
Del
Barco sostiene: “Ningún justificativo nos vuelve inocentes”.
¿Existe espacio para la inocencia “frente a una sociedad -cito su
carta- que asesina a millones de seres humanos mediante guerras,
genocidios, hambrunas, enfermedades y toda clase de suplicios...”?
Desde la auto conciencia de uno y de lo real, el ‘estado de
inocencia’ es una variante apenas solapada del onanismo y la auto
exculpación. En nuestra articulación gregaria, en la intrincada
sociedad en la que nuestro Yo transcurre, casi nada de lo real es
racional. Creo en la decisión conciente que implica la reversión
-la subversión-, el intento supremo de conjugar lo real y lo
racional. Y creo que en este intento, en esta pulsión, es más útil
la razón que la inocencia.
Esta
postura no incurre en la maldad a la que alude del Barco, citando a
Levinas, respecto al excluirse de las consecuencias de los
razonamientos. El sostener que, quienes en los ’70 optaron por la
vía armada, apoyaban la muerte del Otro y esgrimían el ‘no
matarás’ frente al riesgo de la propia vida, agrega una nueva
connotación a la teoría de los dos demonios. Si a partir del
alfonsinismo un vasto sector de luchadores sociales se constituyó en
una de las fuerzas demoníacas de la jerga oficial, desde del Barco,
a la categoría de malvados que se auto excluían de sus
razonamientos, se le puede sumar la de imbéciles que ni siquiera
discernían las consecuencias de los mismos.
Sin
embargo, sostengo que el acto violento no emana de lo abstracto sino
de lo concreto. No lo justifica ningún alto o bajo idealismo, sino
la crasa materialidad -y contingencia- desde la cual la Historia se
corporiza en la carne y la trama de los hombres. Gandhi reformulado:
“De la injusticia nace la violencia que engendra la violencia”.
Toda no-violencia que surge -y no modifica- el actual estado
enajenado de la vida solo muda lo violento de un estado coercitivo
concreto a uno simbólico. ¿Es esto una vindicación del homicidio,
una apología de la violencia? No, es obvio que el ‘vivirás’ no
es dicotómico con el ‘no matarás’.Lo contiene medularmente.
Pero lo trasciende, a menudo de modo fatal, y en su concreción
acepta el riesgo que implica ejercer su voluntad de poder, de
rebelión y de goce.
¿Un
hombre es todos los hombres? A menudo, no. ¿Por qué esa necesidad,
que no vacilo en calificar de totalitaria, de diluir la
particularidad en la generalidad, de sanear la complejidad de los
acontecimientos de barbarie remitiendo al universal ‘hombre’,
‘causa’, ‘patria’? Goebels no era Walter Benjamín. Eva Braun
no era Ana Frank. El espacio del universal ‘hombre’ que
compartían era infinitamente menos importante que la singularidad de
ideas y roles que los enfrentaban en el marco de su sociedad y su
tiempo.
Muchos
mea culpa,
en la Argentina y por estos días, citan a Aramburu como caso
testigo. Abordemos esto en sus diversas aristas. Símbolo del golpe
de estado del ’55, responsable de la masacre por el bombardeo a
Plaza de Mayo, impulsor, junto a Isaac Rojas, de la proscripción al
mayor movimiento político del país, ideólogo del secuestro del
cadáver de Eva Perón y de todas las metáforas que de esa
profanación surgen. La impunidad de sus actos emana de la realidad
que ‘él’, desde su posición de poder, configuró de modo
determinante.// Una digresión: el ‘él’ que acabo de nombrar no
designa al individuo Pedro Eugenio Aramburu, católico, militar,
padre amoroso -o no- de familia argentina, sino al Aramburu sujeto
político y simbólico que reunía en sí a la suma de
individualidades argentinas que, al reconocerse en su accionar
político, lo convertían en emblema de poder. En esta dimensión de
‘lo Aramburu’, el individuo es ‘contribuyente voluntario’ del
emblema de poder y del usufructo que este acarrea. Así, la
existencia y esencia de ‘lo Pedro Eugenio Aramburu’ se ha
desplazado de su sacralidad universal y humana a su particularísima
función de poder. //
¿Qué
se hace en el marco de una sociedad donde lo real es un acto de
fuerza, un movimiento cuya dinámica es la supresión y la
manipulación arbitraria de las leyes y los derechos? ¿Se presenta
en el juzgado de turno una demanda por mal desempeño en el ejercicio
de sus funciones? No, se desautoriza a quien desde su ejercicio del
poder hace de la vida una zona de no-vida. Ahora bien, no de esto se
deriva automáticamente un ‘matarás’ tan histérico como el ‘no
matarás’ de del Barco. Sí se deriva la reducción drástica de
los espacios de diálogo y el arribo a esas instancias de
confrontación que, con frecuencia, sólo se saldan con la imposición
de una parte sobre la otra. Trágicamente, esta confrontación, en
ocasiones, conlleva la muerte. Aramburu llevaba en sí la forma de su
refutación. Repito que esto se emparenta menos con lo ético que con
la lógica. Y repito, también, que esto es trágico. Conciente o
alienado, el individuo Aramburu resigna lo sacro de su Ser, al
volverlo un instrumento de opresión. Es ese acto, el de devenir
sujeto y verbo de la opresión, el que de modo trágico, resiente el
valor absoluto del ‘no matarás’.
Aramburu
no era todos los hombres. Aramburu no era Valle ni ninguno de los
fusilados en los basureros de José León Suárez. En alguna
instancia del Ser todos somos sagrados pero en alguna instancia el
Ser deviene en función y el verdugo no es la víctima ni la
violencia de los unos es igual a la de los otros. Del Barco llama a
esto “lógica criminal”. En algunos casos, compartiría la
denominación. En otros no y usaría denominaciones como ‘lucha de
clases’, ‘resistencia’, ‘revolución’ ‘movimientos
independentistas’ o ‘terrorismo’ o ‘estupidez’. Indicaría,
también, que cada denominación lleva implícito su juicio de
valor... Apretar el gatillo acarrea consecuencias distintas a las que
trae aparejadas recibir las balas que el gatillo disparó.
Una
obviedad en torno a los procesos históricos: que la refutación de
Aramburu haya corrido a cargo de personajes de una mediocridad tan
sin fisuras como la de Firmenich le añade a la naturaleza trágica
de la vida, el elemento absurdo. Si antes no bastaba con el ‘no
matar’, ahora la supresión del símbolo dictatorial tampoco
alcanza. El absurdo potencia lo trágico. Ver un líder
revolucionario en un viejo general bonapartista acciona motores que
funcionan con sangre y son un buen ejemplo de que, en la complejidad
socio política, no es ninguna inocencia natural –¡como se parece
esta noción a la del pecado original!- sino un ejercicio ético y
agudo de la razón, el mejor antídoto contra enajenaciones como las
relatadas por Jouvé. Y aún esto no es ninguna garantía.
La
violencia política da, no para una carta, sino para un tratado
infinito. En cierto modo ese tratado se viene urdiendo desde que el
hombre es hombre. Pera ya sea como panfleto, carta o tratado es de
esperar que el tema sea abordado en sus insoslayables dificultades y,
acaso, irresolución.
El
reduccionismo necesita, de un modo u otro, un supra-orden a donde
remitir sus actos e ideas. Es interesante la confesión de del Barco
respecto a su adhesión al PC ruso en un momento en el cual, lo
lógico desde su matriz ideológica era esa adhesión y la
consecuente auto represión, frente a la evidencia de los crímenes
con los que el stalinismo había consolidado su poder. Del Barco ha
mudado, obviamente, de significantes y significados ideológicos y
políticos. La mudanza, sin embargo, no ha operado en la mecánica de
su pensamiento. Continúa necesitando un marco, una zona sagrada a la
cual remitirse, un Dios (aunque sea sin Dios), un orden total en el
cual enmarcar sus ideas y sus enunciados. Si fue stalinista durante
el stalinismo, es anti-stanilisnista ahora que el rechazo total de la
experiencia soviética constituye la médula de los discursos
dominantes. Si antes dijo (aunque sea un decir sin decir) “la
implementación del comunismo tolera el precio del
gulag”, ahora, manifiesta
desaforado ‘no matarás’. Ayer y hoy, el reduccionismo es el
instrumento para convalidar las ideologías dominantes de turno. En
ese contexto la similitud de discursos entre del Barco, Neustadt o
Grondona no es un argumento. Pero tampoco una mera
coincidencia.
Hernán Tejerina
Ciclista
Hernán Tejerina
Ciclista
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originalmente en
Revista
mensual La Intemperie
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Directores: Sergio Schmucler, Cecilia Pernasetti, Luis Rodeiro y Emanuel Rodríguez.
TE: 0351-4683720
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Carta
de Luis E. Rodeiro
En
torno a Del Barco, Keshishián y La
Intemperie
La dificultad del diálogo y algunas precisiones
La dificultad del diálogo y algunas precisiones
El
número con que La Intemperie
cerró el año 2004 estaba lleno de debates potenciales, que ojalá
puedan darse porque de esta manera la revista habrá cumplido su
principal objetivo. Y he escrito la palabra debates, aunque
lamentándolo, porque como dice un amigo sabio, quizá no hayamos
alcanzado en el amplio campo de la izquierda la madurez para el
diálogo, que es mucho más rico que el debate. Por cierto, me
incluyo en la primera fila de los inmaduros. El debate es una
confrontación, que muchas veces es saludable y necesario brindar. El
diálogo es un intento de construcción. El debate supone un
adversario; el diálogo, requiere un compañero con el que tenemos un
“algo”, pequeño o grande, en común. Ciertamente, no somos
ángeles –tampoco demonios- y nuestras vidas están atravesadas por
la historia personal y colectiva de cada uno, de sus opciones, de sus
aciertos o desaciertos y ello siempre pone algo de pasión en lo que
pensamos, decimos, justificamos, planteamos, defendemos. Sin duda, un
intento de diálogo puede concluir en un debate, a pesar de todo,
pero siempre requiere –creo- de una actitud inicial de cierta
complicidad y apertura. Diálogo y debate son instrumentos con
consecuencias distintas. En la última revista, por ejemplo, el
excelente artículo de Diego Tatián sobre La Reforma Universitaria,
no se propone un diálogo con Prudencio Bustos Argañaraz, sino lisa
y llanamente una confrontación, porque parten de visiones distintas.
Tatián denuncia el modo de razonar de esa derecha que reivindica la
jerarquía, la tradición, la autoridad, la herencia, la religión y
el conservadurismo moral. Es un objetivo distinto al diálogo. Y está
bien que así sea.
Héctor
Jouvé, el amigo sabio (por intensidad de vida) que cito al comienzo,
durante dos números consecutivos de La
Intemperie, nos ha relatado
en una larga entrevista la experiencia, por momentos desoladora, por
momentos desgarradora, siempre valiente, honesta, transparente, del
EGP, el Ejército Guerrillero del Pueblo, la patrulla de Massetti y
del Ché en Salta. Sus temas nos deberían haber convocados al
diálogo, nos deberían haber exigido un ejercicio de pensamiento
crítico. Cada palabra de Jouvé está cargada de temas que la
izquierda debe asumir y reflexionar. Sin embargo, produce la reacción
de Oscar del Barco, a quien tanto debemos precisamente en esos
menesteres del ejercicio del pensamiento crítico, para plantear
ahora desde un fundamentalismo místico, desde fuera del mundo, del
tiempo, de la historia, pero recuperando la palabra como puñal, la
exigencia de una suerte de “harakiri” previo, que cierra con su
condena toda posibilidad de diálogo. No se puede, no hay
posibilidades de diálogo, cuando lo que expresa no es un
razonamiento, como él mismo lo reconoce, sino un acto de contrición,
que es una experiencia personal e intransferible de un particular
estado espiritual, respetable como acto humano, pero que además se
lo exige con desbordada violencia verbal a todos los protagonistas y
no sé por qué razones no reveladas en especial al poeta Juan
Gelman. El relato de Jouvé hubiera merecido mejor destino. El tema
central de la violencia en la teoría y en la práctica de la
izquierda merecía un marco de análisis más sereno, menos retórico.
Tengo esperanzas todavía que nos animemos.
Pero
no es todo. Porque a su vez, la decisión de la dirección de La
Intemperie de publicar la
carta de Del Barco, como un hecho natural de una línea editorial,
pero cuyo texto circuló antes de la edición de la revista en
ciertos medios intelectuales y de la militancia, principalmente
porteños, que provocó una reacción de algunos compañeros y amigos
que exigían censura real y hablaban de tratamientos psiquiátricos,
como las de aquellos hospitales –digo yo- de triste memoria en la
historia del socialismo. Actitud que en algunos incluía la amenaza
–luego concretadas- de quita de apoyo publicitario y de
distribución. Reaccionaban así, con fundamentalismo “militante”
al fundamentalismo “místico” de Del Barco. El relato de Jouvé,
que merecía el diálogo, quedaba otra vez a la vera del camino,
provocando el “debate” airado: los “harakiris” versus los “
tratamientos psiquiátricos”.
Luis
E. Rodeiro
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¿No
matarás?
Carta
de Héctor Schmucler
Queridos
Oscar, Nicolás, Alejandro,
los
relámpagos iluminan la noche. Escribo la frase anterior, que sin
duda he leído muchas veces en otros lugares, y me sorprende empezar
con una descripción tan inmediata sobre lo que veo a través de mi
ventana. Pero ahora la releo buscando las próximas palabras y creo
reconocer los signos de otro mensaje. No me apresuro porque,
efectivamente, es la noche, y los relámpagos en la noche, de este
sábado 29 de enero. La tormenta me rodea mientras pienso en ustedes,
mientras escribo esta carta que existe porque ustedes escribieron
otras que he leído y me han inquietado. ¿Signos de otro mensaje? La
noche, afuera, se fragmenta. Los relámpagos persisten y descubren
rugosidades que la oscuridad antes suavizaba. Sé, sin embargo, que
no intento describir el encanto de la naturaleza; sé que los
relámpagos son metáforas. Imperiosas iluminaciones que admiten y
concentran sentidos insospechados; la luz construye –o convoca-
esos sentidos. El cielo y la tierra reconocen su distancia mientras
mi mirada los unifica. Describo lo que creo ver, aunque también es
cierto que al comienzo, apenas había anotado el vocativo con el que
los llamaba a ustedes a leer, tuve la percepción de que la carta de
Oscar del Barco enviada al director de La intemperie había sido como
un relámpago estallado no en medio de un cielo luminoso sino en un
espacio donde transitaban nuestros espíritus y que mostraba
preocupantes nubarrones.
Allí están las cartas de ustedes a las que ahora se agrega la mía. Hablan del mundo pero no vacilan en exponer nuestras intimidades; un gesto que privilegia la amistad sobre cualquier diferencia en el tratamiento de las ideas. No es sólo la convicción compartida de que las biografías importan como documento de fidelidad al pensamiento, sino que la vida, nuestras precisas vidas, han cruzado con más intensidad la experiencia de existir que la búsqueda de ordenadas especulaciones. El “director” de La intemperie, a quién Oscar dirige su carta, lleva mi apellido y Nicolás lo recuerda explícitamente, lo nombra como mi hijo, como el hermano de Pablo, desaparecido, seguramente asesinado hace 25 años. La de Oscar era una carta en la intemperie, sin protección, sin reaseguro, en un acto similar al que había realizado enfrentándose cara a cara con el general Menéndez para increparlo por sus crímenes, para mostrarle su repudio a compartir con él un mismo espacio. Un relámpago desamparado en la intemperie: desnudez repetida, apertura multiplicada. El relámpago, fugaz y perfecto, como forma de verdad que sorprendía a Walter Benjamin: la vida, la muerte, la revelación amorosa y también la revelación divina, aparecen como relámpagos; una luminosidad imprevisible e irrefrenable. La oscuridad ha quedado quebrada y la noche, cuando regresa a su maciza oscuridad, sabe que ha sido herida. La memoria retendrá la luz y las consecuencias son incalculables.
El escenario que se extiende más allá de la ventana se me impuso sin duda porque la idea de relámpago, la idea de que la carta de Oscar fue como un relámpago, me ronda desde que la conocí en una primera versión que su amistad me quiso confiar y que a mí me pareció oportuno compartir con Nicolás, Ricardo y Alejandro porque hace tiempo que los temas que recorren la carta salen y entran en nuestras conversaciones. A veces –lo veo ahora- quedaban agazapados, postergaban los nombres buscando el momento adecuado para que sean pronunciados. Sobre mi mesa están las copias de las cartas de Nicolás y Alejandro y las que Oscar les escribió luego de recibirlas. Sé que hay otras cartas derivadas de la publicación de la de Oscar, que casi no conozco. Las de ustedes, Nicolás y Alejandro, son las que me importan, las que me interrogan, las que me quitan el sueño llamándome a un estado de vigilia que ojalá sea de lucidez. Nada de lo que se dice me es nuevo; pero tienen una intensidad inusitada. Mi vida ha sido ya larga y en su transcurso más de una vez tuve la convicción de que había senderos que ya no quería transitar. A veces me pregunto porqué, además, no estuve en condiciones de arrepentirme. En ese caso, me digo, tal vez hubiera podido optar por caminos que no llevaran necesariamente a multiplicar las equivocaciones. A esta altura no puedo evitar cierto tono confesional y lo que escribo da cuenta, seguramente, de ese tipo de verdades que nos invade sin demostraciones previas y de las que resulta imposible renegar. Abrirse a los otros, a ustedes, incluye el pequeño escándalo de mostrar cicatrices, marcas que no tienen porqué ser jubilosas ni invitar a la jactancia.
En la carta a Alejandro, Oscar le sugiere que sus líneas tal vez sólo sean un eco de “El grito” de Munch. Me contagia el desgarro y la abrumadora claridad de las preguntas que se agolpan en ese grito cuya sorda estridencia es un llamado que clama por nuestra respuesta. Todo depende de nuestra voluntad de escucharlo. El Ulises de la gesta homérica señaló el camino más frecuentado por una humanidad que (la cita es lugar común entre nosotros) ha ido acumulando ruinas a sus espaldas desde un tiempo ilimitable aunque, para los que no nos hemos despojado del mito judaico, en el principio pueda reconocerse la marca de Caín cuyo acto asesino se repite sin tregua en la historia. El consejo de Circe a Ulises tiende evitar cualquier respuesta a la voz verdadera de las Sirenas: o no escucharlas o tramar las condiciones para imposibilitar la respuesta. Ulises tapona los oídos de sus remeros y él mismo se hace amarrar a un mástil para evitar toda tentación. La sentencia bíblica que aconseja “tener oídos para oír” no es muy distinta a la fábula de La Odisea. Tal vez la pobreza de nuestras vidas cuando sólo procuran escapar a la tragedia que inevitablemente nos envuelve, se sintetice en esta incapacidad de oír. Pero Ulises, antes de escuchar las indicaciones de Circe, ya había decidido seguir adelante. Hemos optado por no escuchar, por separar el arte del conocimiento, por no dejarnos arrastrar por las preguntas; hemos optado por creer que la política puede prescindir de una ética que trasciende el vivir calculante y que nos coloca en las huellas de lo absoluto, de lo infinitamente riesgoso. La fatiga tapona nuestros oídos y nos atamos a un vivir, a un decir que detestamos en el hablar pero que, como Ulises, ya tenemos resuelto no abandonar.
Amigos míos, ¿qué no supimos escuchar en nuestras vidas? Estamos en el límite de descubrir que el no haber escuchado no nos hace inocentes y nos obliga a desechar el repetido ejercicio de apiadarnos de nosotros mismos o al revés: apiadarnos profundamente por la pérdida de nuestras vidas entretenidas en murmullos tranquilizantes, discursos armoniosos que nos impidieron ver. Cuando tantas veces nos hemos preguntado por el misterio que nos rodea y que con frecuencia se nos presenta como un peso insoportable y al mismo tiempo bienvenido; cuando el dolor abandona las estadísticas y nos atraviesa como puro dolor, cuando celebramos la palabra porque nos abre a lo inconmensurable, lo indecible, ¿de qué hablábamos? No puedo leer nada sino a través de mi vida. Sé que exagero al destacarlo porque puede resultar obvio, repetido: la memoria de la vida de cada uno, lo sepamos o no, está presente en cada acto. Visto así, y lejos de aceptar algún determinismo que cancele la idea de libertad, no puedo evitar preguntarme qué ha sido mi vida (¿“dónde está la vida que hemos perdido en vivir”?, interroga Eliot); a qué debo responder, es decir, de qué soy responsable, a qué me obligan - sí, me obligan- los poemas que he leído y repetido, los dolores que he padecido, los entusiasmos que me exaltaron, los amores que triunfaron sobre la nada y las esperanzas que no pudimos evitar que se murieran.
Las cartas de ustedes hablan de mí tanto como ésta; me interrogan y son exigentes en una respuesta que va mucho más allá de cualquier argumentación. ¿Fue puro ruido lo que escribí hace 25 años, cuando quería entender la suerte de mi hijo desaparecido – entender, digo, y no sólo saber cómo fue, cuándo, dónde, quién, aunque me desesperaba por conocer todo esto, porque tal vez hubiera sido el comienzo de algún consuelo que nunca llegó? Ya entonces se abrió en mí, a través del relato de los que convivieron con la muerte en los centros clandestinos de reclusión y habían seguido vivos, un mundo de verdades más intensas que las clasificaciones estereotipadas, esas que nos permite juzgar sin riesgo y reposar como víctimas en las páginas de la historia. El orden de los héroes y cobardes, de leales y traidores, de víctimas y victimarios, de justos y réprobos, se diluía ante una realidad en la que existían culpables sin matices pero resultaba confuso hablar de inocencia, donde las responsabilidades compartidas no disminuía ni un ápice la criminalidad innombrable. En mi impotencia por salvar a mi hijo se me reveló el peso de una carga de la que hasta entonces no era conciente y supe de las responsabilidades de quienes me acompañaban así como de las infinitas maneras con que se intentaba eludirlas. Seamos claros: yo (no sólo yo por supuesto) había intentado que Pablo, mi hijo guerrillero, probablemente buen tirador y riguroso en los duros principios de la organización Montoneros, desertara de una guerra que a mí me parecía inútil y que él la sabía perdida. Su deserción era mi forma de salvarlo. En mi vida nunca había deseado algo con tanta vehemencia. Los que continuaban ofuscados en el color de la sangre y en la razón de la muerte preferían incorporarlo en el triste listado de los héroes sacrificados; Pablo optó por este camino. Por pensar de esta manera, por escribirlo para que la desesperación pudiera ayudar al entendimiento, algunos amigos y yo fuimos acusados, ya entonces, de habernos pasado al bando enemigo. Ahora las cartas están sobre la mesa y no comprendo que aquel momento pueda ser tocado por el olvido. En mí memoria aquella guerra llena de crueldades es la infame muerte de Pablo, para la cual no hay compensación posible; es el fracaso en mi intento de que desertara. Pienso en mis corresponsales de hace 25 años y me pregunto qué fibras tocaban mis escritos que los obligaba a taponar sus oídos para no oír argumentos que ahora resultan banales. ¿Qué cuerdas, ahora, ha puesto a vibrar la carta de Oscar que resultan mortificantes? ¿El correr de los años facilitará la aceptación de que el asesinato como tal es repudiable e incomprensible para quienes aspiran a un mundo en el que la vida humana sea irremplazable? ¿Es tan difícil comprender que condenar el asesinato porque ningún ser humano debería creerse con derecho a negar la vida de otro, no significa aceptar las ideas del otro y claudicar en la lucha por establecer otras condiciones de existencia? Estamos atravesados por todos los derrumbes de los que fuimos testigos. Vivimos con ellos y no a su margen. No existen, por lo tanto, excusas para los ocultamientos. Aunque la verdad, antes y ahora, sea un prejuicio, no tenemos otra posibilidad que correr en su búsqueda ignorando el cálculo instrumental que pretende reemplazarla. La verdad está cerca de la estéril felicidad del conocer, lejos de esa instrumentalidad que desde hace años hemos colocado en la mira principal de nuestra crítica.
Así, amigos, fueron siempre nuestros encuentros: pensábamos la política desde la ética aunque el sistema (dentro del cual ahora reconocemos rostros familiares) se mofara de nuestra inadecuación con la época. La política siempre fue para nosotros una manera de pensar el mundo y por eso renegamos del saber como camino al poder. Habíamos puesto en cuestión, justamente, el poder, el sistema de dominación, porque veíamos que allí los hombres se volvían cosas. No sabíamos (y el no saberlo debería llamarnos al arrepentimiento) que trabajábamos para que todas las cosas (los hombres entre ellas) simplemente pasaran al servicio de otro poder. Hoy lo sabemos y podríamos pensar que hemos avanzado en la verdad. También que se acrecienta nuestra responsabilidad. ¿Cuándo, entonces, resulta conveniente o inconveniente expresar los pensamientos? Siempre hicimos nuestro el “pensar a contrapelo” benjaminiano y afrontamos, casi orgullosamente, el malestar de lo inconveniente. Lo correcto políticamente evita el peligro del descalabro pero nos inunda de gris. Si todo está marcado por el cálculo (es sugerente la resonancia mercantil de la acumulación de fuerzas como principio rector de la política) cualquier idea de iluminación es irrisoria. El misterio no tiene cabida en la diagramación de lo conveniente. Pero sin el misterio, querido Nicolás, querido Alejandro, nuestras manos, por decir nuestras almas, quedarían vacías, no sabríamos qué hacer con ellas.
Justamente Oscar comienza su carta con un relato que sólo entiendo en el espacio de la iluminación: otra manera de conocer lo ya conocido. Cuarenta años antes Oscar daba clases en un colegio de Bell Ville y allí, en la casa de un común amigo, conoció a Ciro Bustos, integrante de un grupo guerrillero inspirado por el Ché y que se proponía instalar un foco insurreccional al norte del país. Ernesto Guevara pensaba en el mundo, en una especie de final batalla en la que el bien socialista derrotaría al mal capitalista aunque fuera al precio de un cataclismo nuclear. Orán, casi al límite entre Salta y Bolivia, sería uno de los puntos de arranque. Oscar y sus amigos de la revista Pasado y presente éramos convocados al comienzo de la historia. Mi memoria no se abre con facilidad a las evocaciones de esos días y me pongo en guardia contra la tentación de inventar recuerdos. Está Oscar, de regreso a Córdoba, contándonos su encuentro con Ciro Bustos; está después el propio Ciro, su fragmentario relato, mi escucha cargada de interés y escepticismo; está nuestro pasado reciente en el Partido Comunista de donde fuimos expulsados por publicar Pasado y presente; está nuestra admiración por Cuba, nuestra convicción de que la Revolución era posible y que los partidos comunistas prosoviéticos la frenaban con su reformismo. Está la casa de Oscar, donde se alojaba Ciro Bustos y una despedida en el aeropuerto (Ciro viajaba a Salta porque era inminente el comienzo de las acciones) donde tuve la sensación de que el avión que se perdía entre las nubes era portador de la Historia. Y poco más. Salvo que, por nuestra mediación, se habían incorporado al foco guerrillero un grupo de jóvenes de Córdoba. Luego la historia fue una burla. Un juego sin grandeza con la muerte, hueco e intrascendente. Ustedes conocen algunos detalles. La memoria colectiva argentina no se detiene en el Ejército Guerrillero del Pueblo que se empezó a desintegrar tras algunos meses de andar a los tumbos, dolorosa parodia de sí mismo, sin un solo enfrentamiento con las fuerzas que pretendía derrotar y con tres condenas a muerte a integrantes del propio grupo: una en Argelia y dos en el campamento salteño. A estos últimos se refiere Héctor Jouvé en la entrevista publicada por La Intemperie. El asesinato de Adolfo Rotblat por sus propios compañeros es el momento consternante que inspira la carta de Oscar; seguramente merecía una atención raigal en las cartas de Nicolás y Alejandro. El asesinato (¿de qué otro modo llamarlo?) del Pupi Rotblat impide hacer cálculos, sumas de datos positivos y negativos. Cualquier argumentación justificatoria asentada en principios de dignidad y justicia queda deshecha frente al crimen absurdo que sirve como instrumento de cohesión (¿en qué se diferencia del terror?) al grupo de hombres que sostienen la voluntad de llevar adelante esos principios. Casi un siglo antes lo había descrito Dostoievski en Los endemoniados: Rotblat es Shatov, asesinado por abstractas razones en la que la sangre hermana a los “revolucionarios”. Cuando “todo es posible”, incluida la decisión sobre la vida de los otros, la ignominia pierde el nombre, el desamparo es infinito porque la omnipotencia desplaza el amor que nos hace responsables de los otros. Kirilov, que en el drama dostoievskiano se suicida para demostrar la inexistencia de Dios y el poder soberano de los hombres, ofrece el razonar desnudo: “Todo hombre es su propio dios; yo soy dios y no hay más dios que yo”. Jouvé recuerda: “También se hace un juicio contra el muchacho bancario (Bernardo Gronwald). Ese juicio termina en un fusilamiento. Estuvimos todos cuando se lo fusiló. Realmente me pareció una cosa increíble. Yo creo que era un crimen, porque estaba destruído, era como un paciente psiquiátrico. Creo que de algún modo somos todos responsables, porque todos estábamos en eso, en hacer la revolución”. El peso de la muerte, de lo absurdo, de lo inmisericorde, del hundimiento en la nada, es el grito de Oscar desde un dolor inenarrable (¿quién, mis amigos, no ha sentido alguna vez que todo su cuerpo se transformaba en un dolor inenarrable?) que clama por ser escuchado, porque el grito contiene el silencio del asesinado, porque sus manos se han vuelto sospechosas de haber empuñado el arma que remató a quien podría haber sido su hijo.
Sin embargo, queridos amigos, no es sólo el registro de las interminables muertes, aunque repugne hasta el martirio, lo que toca nuestras fibras. No es sólo la contemplación de nuestras vidas gastadas con generosidad en construir campos de muerte mientras proclamábamos (porque lo creíamos) que estábamos trabajando para que la vida fuera posible en todo su esplendor. No es sólo un fracaso lo que ahora reconocemos con mirada perpleja. Tanto como la contemplación de la muerte, me consterna nuestra responsabilidad por ella y permítanme la evidencia de señalar que esta responsabilidad nada tiene que ver con los encuadres jurídicos que legitiman una pena. Se trata, y no puedo dejar de repetirme, de una obligación de responder, de un sentirse responsable que sólo corresponde a cada uno, que ningún igual puede enjuiciar, que ningún castigo puede saldar. Hablo (y el eco de Levinas es evidente) de una responsabilidad primordial, previa a todo acto, que acompaña nuestra condición humana y que deriva de la fundante responsabilidad por el otro tanto como de la libertad que nos permite decidir y sin la cual la idea misma de lo humano se desvanece.
Por condenable que sea, insisto, no es sólo la multiplicación de la muerte lo que empaña la acción revolucionaria; no es el costo en vidas lo que hace titubear la idea de revolución, en cuyo nombre se actúa, cuya búsqueda justifica todos los caminos y cuya presencia impregna de verdad los actos de quienes actúan en su nombre. Es duro el desafío para quienes sabemos que el ciclo de nuestras existencias ya puede presentir su final, pero si no nos atrevemos a poner en duda la idea de revolución el espíritu confundido de nuestra época terminará de morir en un extenso gemido. Y se entiende que no se trata solamente de los caminos a seguir para alcanzarla. La bienvenida discusión sobre la lucha armada corre el riesgo de llevar a la creencia (como ocurre en la ciencia) de que hay métodos independientes de los fines. Como en la ficción de Dostoievski, cuando la revolución ocupa el lugar de Dios, los hombres (que son quienes piensan la revolución) se encuentran habilitados a actuar como dioses, la “razón revolucionaria” se autojustifica, no hay otra libertad que la que se deriva del reconocimiento de la “necesidad” revolucionaria. Entiendo tu incomodidad, Nicolás, cuando no compartís el texto de Oscar porque abre una polémica “sobre una extensa generación de sobrevivientes de la lucha armada”. Pero ¿quiénes son –o somos- los sobrevivientes de la lucha armada? ¿Aquellos que estaban en condiciones inmediatas de morir, como los pocos (es pequeñísimo el número si se lo compara con los que murieron) que salieron con vida de los centros clandestinos de detención? ¿Los que eludimos el riesgo de la muerte exiliándonos, es decir abandonando el campo de una batalla en la que decidimos dejar de participar porque ya no nos interesaba, porque se nos impuso el miedo o porque se nos hizo evidente un error que sólo viviendo podríamos redimir? ¿Los que permaneciendo en la Argentina pudieron sortear el riesgo a que los exponía el haber participado, directa o indirectamente, en las acciones que la dictadura buscaba suprimir? ¿O sobrevivientes somos todos porque todos estuvimos en peligro, los nacidos y los no nacidos, los de un bando y los del otro, todos los que sin saberlo plenamente llevamos la marca de una época de oprobio de la que yo no puedo despegarme porque las cicatrices me marcan y no quiero disimularlas aunque se hundan en mi propia responsabilidad por lo ocurrido? Estar vivo, creo interpretar a Oscar, obliga a hacernos responsables hasta por los muertos.
Si alentáramos reflexionar sobre todo esto desaparecería el riesgo de caer en los frívolos remedos que constituyen los “debates” periodísticos sobre lo que con tanta razón alerta Nicolás. Sólo arriesgando ser “inconvenientes” sortearemos el chantaje –de derecha y de izquierda- que quiere obligarnos a reconocer como realidad sólo el pragmatismo de los triunfadores. Vivimos en el irresuelto enigma del lenguaje por el cual la palabra “crimen”, utilizada por Shakespeare, nos coloca en el límite donde la claridad se separa de las sombras, y la misma palabra, en boca de algún conductor televisivo se vuelve desperdicio del que se alimenta la infamia humana. No es menor el tema, aunque no sea puntualmente el de esta carta. Pero si no es éste, si el sentido, la responsabilidad a que nos obligan las palabras deja de ser nuestro tema, ¿cómo podemos seguir hablando? ¿Cómo abandonar aquellos interrogantes si nosotros venimos de un largo, incesante repudio a la vacuidad del charlatanismo, si no hacemos otra cosa que espantarnos ante la insignificancia que crece en el mundo, si todavía creemos que la filosofía, el arte y el amor (todas presencias de Eros) no son meros adornos de nuestra impotencia ni sólo ocurrencias de precisas exposiciones académicas o de escritos que nos recortan un lugar (y a veces una paga) en las instituciones que enfrían el mundo? ¿ cómo marginarlas si sentimos que están en la raiz de nuestras angustias pero también en nuestros estallidos de felicidad? Ninguna ética que merezca ser considerada -lo hemos insinuado cien veces- desprecia el ámbito de lo cotidiano. Ninguna abstracción debería tolerar un actuar que contradiga lo que dictan nuestras teorías. Estamos obligados, atados a un contrato primordial, ligados -también en la vislumbre religiosa del término- a hacernos responsables de cada sí y de cada no que pronunciamos, porque sabemos que para cada sí hay un no disponible. Porque nos hemos escuchado afirmar en repetidos diálogos que la renuncia es nuestra última e inexpugnable garantía.
Los abrazo, Toto.
Allí están las cartas de ustedes a las que ahora se agrega la mía. Hablan del mundo pero no vacilan en exponer nuestras intimidades; un gesto que privilegia la amistad sobre cualquier diferencia en el tratamiento de las ideas. No es sólo la convicción compartida de que las biografías importan como documento de fidelidad al pensamiento, sino que la vida, nuestras precisas vidas, han cruzado con más intensidad la experiencia de existir que la búsqueda de ordenadas especulaciones. El “director” de La intemperie, a quién Oscar dirige su carta, lleva mi apellido y Nicolás lo recuerda explícitamente, lo nombra como mi hijo, como el hermano de Pablo, desaparecido, seguramente asesinado hace 25 años. La de Oscar era una carta en la intemperie, sin protección, sin reaseguro, en un acto similar al que había realizado enfrentándose cara a cara con el general Menéndez para increparlo por sus crímenes, para mostrarle su repudio a compartir con él un mismo espacio. Un relámpago desamparado en la intemperie: desnudez repetida, apertura multiplicada. El relámpago, fugaz y perfecto, como forma de verdad que sorprendía a Walter Benjamin: la vida, la muerte, la revelación amorosa y también la revelación divina, aparecen como relámpagos; una luminosidad imprevisible e irrefrenable. La oscuridad ha quedado quebrada y la noche, cuando regresa a su maciza oscuridad, sabe que ha sido herida. La memoria retendrá la luz y las consecuencias son incalculables.
El escenario que se extiende más allá de la ventana se me impuso sin duda porque la idea de relámpago, la idea de que la carta de Oscar fue como un relámpago, me ronda desde que la conocí en una primera versión que su amistad me quiso confiar y que a mí me pareció oportuno compartir con Nicolás, Ricardo y Alejandro porque hace tiempo que los temas que recorren la carta salen y entran en nuestras conversaciones. A veces –lo veo ahora- quedaban agazapados, postergaban los nombres buscando el momento adecuado para que sean pronunciados. Sobre mi mesa están las copias de las cartas de Nicolás y Alejandro y las que Oscar les escribió luego de recibirlas. Sé que hay otras cartas derivadas de la publicación de la de Oscar, que casi no conozco. Las de ustedes, Nicolás y Alejandro, son las que me importan, las que me interrogan, las que me quitan el sueño llamándome a un estado de vigilia que ojalá sea de lucidez. Nada de lo que se dice me es nuevo; pero tienen una intensidad inusitada. Mi vida ha sido ya larga y en su transcurso más de una vez tuve la convicción de que había senderos que ya no quería transitar. A veces me pregunto porqué, además, no estuve en condiciones de arrepentirme. En ese caso, me digo, tal vez hubiera podido optar por caminos que no llevaran necesariamente a multiplicar las equivocaciones. A esta altura no puedo evitar cierto tono confesional y lo que escribo da cuenta, seguramente, de ese tipo de verdades que nos invade sin demostraciones previas y de las que resulta imposible renegar. Abrirse a los otros, a ustedes, incluye el pequeño escándalo de mostrar cicatrices, marcas que no tienen porqué ser jubilosas ni invitar a la jactancia.
En la carta a Alejandro, Oscar le sugiere que sus líneas tal vez sólo sean un eco de “El grito” de Munch. Me contagia el desgarro y la abrumadora claridad de las preguntas que se agolpan en ese grito cuya sorda estridencia es un llamado que clama por nuestra respuesta. Todo depende de nuestra voluntad de escucharlo. El Ulises de la gesta homérica señaló el camino más frecuentado por una humanidad que (la cita es lugar común entre nosotros) ha ido acumulando ruinas a sus espaldas desde un tiempo ilimitable aunque, para los que no nos hemos despojado del mito judaico, en el principio pueda reconocerse la marca de Caín cuyo acto asesino se repite sin tregua en la historia. El consejo de Circe a Ulises tiende evitar cualquier respuesta a la voz verdadera de las Sirenas: o no escucharlas o tramar las condiciones para imposibilitar la respuesta. Ulises tapona los oídos de sus remeros y él mismo se hace amarrar a un mástil para evitar toda tentación. La sentencia bíblica que aconseja “tener oídos para oír” no es muy distinta a la fábula de La Odisea. Tal vez la pobreza de nuestras vidas cuando sólo procuran escapar a la tragedia que inevitablemente nos envuelve, se sintetice en esta incapacidad de oír. Pero Ulises, antes de escuchar las indicaciones de Circe, ya había decidido seguir adelante. Hemos optado por no escuchar, por separar el arte del conocimiento, por no dejarnos arrastrar por las preguntas; hemos optado por creer que la política puede prescindir de una ética que trasciende el vivir calculante y que nos coloca en las huellas de lo absoluto, de lo infinitamente riesgoso. La fatiga tapona nuestros oídos y nos atamos a un vivir, a un decir que detestamos en el hablar pero que, como Ulises, ya tenemos resuelto no abandonar.
Amigos míos, ¿qué no supimos escuchar en nuestras vidas? Estamos en el límite de descubrir que el no haber escuchado no nos hace inocentes y nos obliga a desechar el repetido ejercicio de apiadarnos de nosotros mismos o al revés: apiadarnos profundamente por la pérdida de nuestras vidas entretenidas en murmullos tranquilizantes, discursos armoniosos que nos impidieron ver. Cuando tantas veces nos hemos preguntado por el misterio que nos rodea y que con frecuencia se nos presenta como un peso insoportable y al mismo tiempo bienvenido; cuando el dolor abandona las estadísticas y nos atraviesa como puro dolor, cuando celebramos la palabra porque nos abre a lo inconmensurable, lo indecible, ¿de qué hablábamos? No puedo leer nada sino a través de mi vida. Sé que exagero al destacarlo porque puede resultar obvio, repetido: la memoria de la vida de cada uno, lo sepamos o no, está presente en cada acto. Visto así, y lejos de aceptar algún determinismo que cancele la idea de libertad, no puedo evitar preguntarme qué ha sido mi vida (¿“dónde está la vida que hemos perdido en vivir”?, interroga Eliot); a qué debo responder, es decir, de qué soy responsable, a qué me obligan - sí, me obligan- los poemas que he leído y repetido, los dolores que he padecido, los entusiasmos que me exaltaron, los amores que triunfaron sobre la nada y las esperanzas que no pudimos evitar que se murieran.
Las cartas de ustedes hablan de mí tanto como ésta; me interrogan y son exigentes en una respuesta que va mucho más allá de cualquier argumentación. ¿Fue puro ruido lo que escribí hace 25 años, cuando quería entender la suerte de mi hijo desaparecido – entender, digo, y no sólo saber cómo fue, cuándo, dónde, quién, aunque me desesperaba por conocer todo esto, porque tal vez hubiera sido el comienzo de algún consuelo que nunca llegó? Ya entonces se abrió en mí, a través del relato de los que convivieron con la muerte en los centros clandestinos de reclusión y habían seguido vivos, un mundo de verdades más intensas que las clasificaciones estereotipadas, esas que nos permite juzgar sin riesgo y reposar como víctimas en las páginas de la historia. El orden de los héroes y cobardes, de leales y traidores, de víctimas y victimarios, de justos y réprobos, se diluía ante una realidad en la que existían culpables sin matices pero resultaba confuso hablar de inocencia, donde las responsabilidades compartidas no disminuía ni un ápice la criminalidad innombrable. En mi impotencia por salvar a mi hijo se me reveló el peso de una carga de la que hasta entonces no era conciente y supe de las responsabilidades de quienes me acompañaban así como de las infinitas maneras con que se intentaba eludirlas. Seamos claros: yo (no sólo yo por supuesto) había intentado que Pablo, mi hijo guerrillero, probablemente buen tirador y riguroso en los duros principios de la organización Montoneros, desertara de una guerra que a mí me parecía inútil y que él la sabía perdida. Su deserción era mi forma de salvarlo. En mi vida nunca había deseado algo con tanta vehemencia. Los que continuaban ofuscados en el color de la sangre y en la razón de la muerte preferían incorporarlo en el triste listado de los héroes sacrificados; Pablo optó por este camino. Por pensar de esta manera, por escribirlo para que la desesperación pudiera ayudar al entendimiento, algunos amigos y yo fuimos acusados, ya entonces, de habernos pasado al bando enemigo. Ahora las cartas están sobre la mesa y no comprendo que aquel momento pueda ser tocado por el olvido. En mí memoria aquella guerra llena de crueldades es la infame muerte de Pablo, para la cual no hay compensación posible; es el fracaso en mi intento de que desertara. Pienso en mis corresponsales de hace 25 años y me pregunto qué fibras tocaban mis escritos que los obligaba a taponar sus oídos para no oír argumentos que ahora resultan banales. ¿Qué cuerdas, ahora, ha puesto a vibrar la carta de Oscar que resultan mortificantes? ¿El correr de los años facilitará la aceptación de que el asesinato como tal es repudiable e incomprensible para quienes aspiran a un mundo en el que la vida humana sea irremplazable? ¿Es tan difícil comprender que condenar el asesinato porque ningún ser humano debería creerse con derecho a negar la vida de otro, no significa aceptar las ideas del otro y claudicar en la lucha por establecer otras condiciones de existencia? Estamos atravesados por todos los derrumbes de los que fuimos testigos. Vivimos con ellos y no a su margen. No existen, por lo tanto, excusas para los ocultamientos. Aunque la verdad, antes y ahora, sea un prejuicio, no tenemos otra posibilidad que correr en su búsqueda ignorando el cálculo instrumental que pretende reemplazarla. La verdad está cerca de la estéril felicidad del conocer, lejos de esa instrumentalidad que desde hace años hemos colocado en la mira principal de nuestra crítica.
Así, amigos, fueron siempre nuestros encuentros: pensábamos la política desde la ética aunque el sistema (dentro del cual ahora reconocemos rostros familiares) se mofara de nuestra inadecuación con la época. La política siempre fue para nosotros una manera de pensar el mundo y por eso renegamos del saber como camino al poder. Habíamos puesto en cuestión, justamente, el poder, el sistema de dominación, porque veíamos que allí los hombres se volvían cosas. No sabíamos (y el no saberlo debería llamarnos al arrepentimiento) que trabajábamos para que todas las cosas (los hombres entre ellas) simplemente pasaran al servicio de otro poder. Hoy lo sabemos y podríamos pensar que hemos avanzado en la verdad. También que se acrecienta nuestra responsabilidad. ¿Cuándo, entonces, resulta conveniente o inconveniente expresar los pensamientos? Siempre hicimos nuestro el “pensar a contrapelo” benjaminiano y afrontamos, casi orgullosamente, el malestar de lo inconveniente. Lo correcto políticamente evita el peligro del descalabro pero nos inunda de gris. Si todo está marcado por el cálculo (es sugerente la resonancia mercantil de la acumulación de fuerzas como principio rector de la política) cualquier idea de iluminación es irrisoria. El misterio no tiene cabida en la diagramación de lo conveniente. Pero sin el misterio, querido Nicolás, querido Alejandro, nuestras manos, por decir nuestras almas, quedarían vacías, no sabríamos qué hacer con ellas.
Justamente Oscar comienza su carta con un relato que sólo entiendo en el espacio de la iluminación: otra manera de conocer lo ya conocido. Cuarenta años antes Oscar daba clases en un colegio de Bell Ville y allí, en la casa de un común amigo, conoció a Ciro Bustos, integrante de un grupo guerrillero inspirado por el Ché y que se proponía instalar un foco insurreccional al norte del país. Ernesto Guevara pensaba en el mundo, en una especie de final batalla en la que el bien socialista derrotaría al mal capitalista aunque fuera al precio de un cataclismo nuclear. Orán, casi al límite entre Salta y Bolivia, sería uno de los puntos de arranque. Oscar y sus amigos de la revista Pasado y presente éramos convocados al comienzo de la historia. Mi memoria no se abre con facilidad a las evocaciones de esos días y me pongo en guardia contra la tentación de inventar recuerdos. Está Oscar, de regreso a Córdoba, contándonos su encuentro con Ciro Bustos; está después el propio Ciro, su fragmentario relato, mi escucha cargada de interés y escepticismo; está nuestro pasado reciente en el Partido Comunista de donde fuimos expulsados por publicar Pasado y presente; está nuestra admiración por Cuba, nuestra convicción de que la Revolución era posible y que los partidos comunistas prosoviéticos la frenaban con su reformismo. Está la casa de Oscar, donde se alojaba Ciro Bustos y una despedida en el aeropuerto (Ciro viajaba a Salta porque era inminente el comienzo de las acciones) donde tuve la sensación de que el avión que se perdía entre las nubes era portador de la Historia. Y poco más. Salvo que, por nuestra mediación, se habían incorporado al foco guerrillero un grupo de jóvenes de Córdoba. Luego la historia fue una burla. Un juego sin grandeza con la muerte, hueco e intrascendente. Ustedes conocen algunos detalles. La memoria colectiva argentina no se detiene en el Ejército Guerrillero del Pueblo que se empezó a desintegrar tras algunos meses de andar a los tumbos, dolorosa parodia de sí mismo, sin un solo enfrentamiento con las fuerzas que pretendía derrotar y con tres condenas a muerte a integrantes del propio grupo: una en Argelia y dos en el campamento salteño. A estos últimos se refiere Héctor Jouvé en la entrevista publicada por La Intemperie. El asesinato de Adolfo Rotblat por sus propios compañeros es el momento consternante que inspira la carta de Oscar; seguramente merecía una atención raigal en las cartas de Nicolás y Alejandro. El asesinato (¿de qué otro modo llamarlo?) del Pupi Rotblat impide hacer cálculos, sumas de datos positivos y negativos. Cualquier argumentación justificatoria asentada en principios de dignidad y justicia queda deshecha frente al crimen absurdo que sirve como instrumento de cohesión (¿en qué se diferencia del terror?) al grupo de hombres que sostienen la voluntad de llevar adelante esos principios. Casi un siglo antes lo había descrito Dostoievski en Los endemoniados: Rotblat es Shatov, asesinado por abstractas razones en la que la sangre hermana a los “revolucionarios”. Cuando “todo es posible”, incluida la decisión sobre la vida de los otros, la ignominia pierde el nombre, el desamparo es infinito porque la omnipotencia desplaza el amor que nos hace responsables de los otros. Kirilov, que en el drama dostoievskiano se suicida para demostrar la inexistencia de Dios y el poder soberano de los hombres, ofrece el razonar desnudo: “Todo hombre es su propio dios; yo soy dios y no hay más dios que yo”. Jouvé recuerda: “También se hace un juicio contra el muchacho bancario (Bernardo Gronwald). Ese juicio termina en un fusilamiento. Estuvimos todos cuando se lo fusiló. Realmente me pareció una cosa increíble. Yo creo que era un crimen, porque estaba destruído, era como un paciente psiquiátrico. Creo que de algún modo somos todos responsables, porque todos estábamos en eso, en hacer la revolución”. El peso de la muerte, de lo absurdo, de lo inmisericorde, del hundimiento en la nada, es el grito de Oscar desde un dolor inenarrable (¿quién, mis amigos, no ha sentido alguna vez que todo su cuerpo se transformaba en un dolor inenarrable?) que clama por ser escuchado, porque el grito contiene el silencio del asesinado, porque sus manos se han vuelto sospechosas de haber empuñado el arma que remató a quien podría haber sido su hijo.
Sin embargo, queridos amigos, no es sólo el registro de las interminables muertes, aunque repugne hasta el martirio, lo que toca nuestras fibras. No es sólo la contemplación de nuestras vidas gastadas con generosidad en construir campos de muerte mientras proclamábamos (porque lo creíamos) que estábamos trabajando para que la vida fuera posible en todo su esplendor. No es sólo un fracaso lo que ahora reconocemos con mirada perpleja. Tanto como la contemplación de la muerte, me consterna nuestra responsabilidad por ella y permítanme la evidencia de señalar que esta responsabilidad nada tiene que ver con los encuadres jurídicos que legitiman una pena. Se trata, y no puedo dejar de repetirme, de una obligación de responder, de un sentirse responsable que sólo corresponde a cada uno, que ningún igual puede enjuiciar, que ningún castigo puede saldar. Hablo (y el eco de Levinas es evidente) de una responsabilidad primordial, previa a todo acto, que acompaña nuestra condición humana y que deriva de la fundante responsabilidad por el otro tanto como de la libertad que nos permite decidir y sin la cual la idea misma de lo humano se desvanece.
Por condenable que sea, insisto, no es sólo la multiplicación de la muerte lo que empaña la acción revolucionaria; no es el costo en vidas lo que hace titubear la idea de revolución, en cuyo nombre se actúa, cuya búsqueda justifica todos los caminos y cuya presencia impregna de verdad los actos de quienes actúan en su nombre. Es duro el desafío para quienes sabemos que el ciclo de nuestras existencias ya puede presentir su final, pero si no nos atrevemos a poner en duda la idea de revolución el espíritu confundido de nuestra época terminará de morir en un extenso gemido. Y se entiende que no se trata solamente de los caminos a seguir para alcanzarla. La bienvenida discusión sobre la lucha armada corre el riesgo de llevar a la creencia (como ocurre en la ciencia) de que hay métodos independientes de los fines. Como en la ficción de Dostoievski, cuando la revolución ocupa el lugar de Dios, los hombres (que son quienes piensan la revolución) se encuentran habilitados a actuar como dioses, la “razón revolucionaria” se autojustifica, no hay otra libertad que la que se deriva del reconocimiento de la “necesidad” revolucionaria. Entiendo tu incomodidad, Nicolás, cuando no compartís el texto de Oscar porque abre una polémica “sobre una extensa generación de sobrevivientes de la lucha armada”. Pero ¿quiénes son –o somos- los sobrevivientes de la lucha armada? ¿Aquellos que estaban en condiciones inmediatas de morir, como los pocos (es pequeñísimo el número si se lo compara con los que murieron) que salieron con vida de los centros clandestinos de detención? ¿Los que eludimos el riesgo de la muerte exiliándonos, es decir abandonando el campo de una batalla en la que decidimos dejar de participar porque ya no nos interesaba, porque se nos impuso el miedo o porque se nos hizo evidente un error que sólo viviendo podríamos redimir? ¿Los que permaneciendo en la Argentina pudieron sortear el riesgo a que los exponía el haber participado, directa o indirectamente, en las acciones que la dictadura buscaba suprimir? ¿O sobrevivientes somos todos porque todos estuvimos en peligro, los nacidos y los no nacidos, los de un bando y los del otro, todos los que sin saberlo plenamente llevamos la marca de una época de oprobio de la que yo no puedo despegarme porque las cicatrices me marcan y no quiero disimularlas aunque se hundan en mi propia responsabilidad por lo ocurrido? Estar vivo, creo interpretar a Oscar, obliga a hacernos responsables hasta por los muertos.
Si alentáramos reflexionar sobre todo esto desaparecería el riesgo de caer en los frívolos remedos que constituyen los “debates” periodísticos sobre lo que con tanta razón alerta Nicolás. Sólo arriesgando ser “inconvenientes” sortearemos el chantaje –de derecha y de izquierda- que quiere obligarnos a reconocer como realidad sólo el pragmatismo de los triunfadores. Vivimos en el irresuelto enigma del lenguaje por el cual la palabra “crimen”, utilizada por Shakespeare, nos coloca en el límite donde la claridad se separa de las sombras, y la misma palabra, en boca de algún conductor televisivo se vuelve desperdicio del que se alimenta la infamia humana. No es menor el tema, aunque no sea puntualmente el de esta carta. Pero si no es éste, si el sentido, la responsabilidad a que nos obligan las palabras deja de ser nuestro tema, ¿cómo podemos seguir hablando? ¿Cómo abandonar aquellos interrogantes si nosotros venimos de un largo, incesante repudio a la vacuidad del charlatanismo, si no hacemos otra cosa que espantarnos ante la insignificancia que crece en el mundo, si todavía creemos que la filosofía, el arte y el amor (todas presencias de Eros) no son meros adornos de nuestra impotencia ni sólo ocurrencias de precisas exposiciones académicas o de escritos que nos recortan un lugar (y a veces una paga) en las instituciones que enfrían el mundo? ¿ cómo marginarlas si sentimos que están en la raiz de nuestras angustias pero también en nuestros estallidos de felicidad? Ninguna ética que merezca ser considerada -lo hemos insinuado cien veces- desprecia el ámbito de lo cotidiano. Ninguna abstracción debería tolerar un actuar que contradiga lo que dictan nuestras teorías. Estamos obligados, atados a un contrato primordial, ligados -también en la vislumbre religiosa del término- a hacernos responsables de cada sí y de cada no que pronunciamos, porque sabemos que para cada sí hay un no disponible. Porque nos hemos escuchado afirmar en repetidos diálogos que la renuncia es nuestra última e inexpugnable garantía.
Los abrazo, Toto.
Carta
de Alberto Parisí
el
habitus
del respeto por la vida
Estimado
Sr. Director:
Le
escribo en relación a la
carta del lector aparecida en
el número 17 de La
Intemperie, escrita por
el filósofo Oscar del Barco. Como usted mismo lo anticipa, sus
palabras están destinadas a generar un amplio debate. Creo que no se
equivoca. Le envío mi participación, mis primeras impresiones, al
menos. Más allá del respeto personal e intelectual que tengo por
Oscar del Barco, quiero expresar que su escrito me decepciona. Por la
importancia del tema tratado y la trayectoria de quien lo ha
abordado, uno estaba casi obligado a esperar reflexiones que abrieran
el campo del debate y no lo cerraran de manera tan problemática.
En
primer término, la carta de Oscar oscurece peligrosamente la
discusión sobre lo que en Argentina dio en llamarse “la teoría de
los dos demonios”. Como se sabe esta expresión surgió durante el
gobierno de Alfonsín, para simplificar de modo lamentable los hechos
trágicos sucedidos desde 1976 hasta 1983. Según esta “teoría”
dos grupos políticos violentos se habrían enfrentado en su disputa
por el poder político, llevando obviamente las de ganar aquel que
disponía del aparato represivo estatal. La derecha argentina no se
equivocó cuando le llamó “guerra sucia”: “guerra”, porque
el enfrentamiento había sido entre dos
ejércitos y “sucia” por
las condiciones específicas del contendiente que emergía y se
escondía dentro de la sociedad misma (lo cual implicaba darle un
tratamiento específico: la
tortura sistemática de todo grupo sospechoso, desapariciones,
agresión abierta a la propia sociedad etc.). Como ha sido señalado,
la cuestión de los “dos demonios” se cuela incluso en el informe
de la Conadep, el “Nunca Más”, que comienza con estas palabras:
“Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un
terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la
extrema izquierda…”. Si Alfonsín promovió el juicio a los
integrantes de las juntas que comandaron la dictadura fue porque
entendía que uno de los dos contendientes había desvirtuado
gravemente la función del Estado, convirtiéndolo -debido a sus usos
y métodos- en una banda depredadora y volviéndose por ello mismo en
uno de los dos “demonios”(el otro ya estaba dado por supuesto).
Ahora bien, si del Barco piensa que “podría reconsiderarse la
teoría de los dos demonios”, ¿en qué está pensando? ¿Ello
supondría aceptar que efectivamente hubo una guerra, que peligraba
el orden institucional o la integridad territorial de la Argentina?
Responder a esto con claridad es esencial: si aceptamos la tesis de
la “guerra sucia” y la teoría de los “dos demonios “ tal
como fueron enunciadas, parecieran no tener otro desenlace que la
tragedia que envolvió a nuestro país; así se desprende de las
enseñanzas de los militares franceses que actuaron en la guerra de
Argelia y los “instructores” norteamericanos de la Escuela de Las
Américas (ambos grupos maestros directos de los genocidas
argentinos). Con su discurso creo que O. Del Barco no aporta nada a
un esclarecimiento de esta problemática, a no ser más oscuridad.
Ahora
bien, y esto es lo segundo que quiero señalar: pienso que en
realidad no es este el derrotero por el cual del Barco desea llevar
su reflexión y expresar lo que más le importa. Es desde la
consideración del otro “como absolutamente Otro” -cuestión que
piensa a partir del filósofo lituano-francés E. Levinas, autor
enraizado fuertemente en la tradición religiosa judía- que toda
muerte que se produzca en un “escenario público”
(político-social) es, por definición, un crimen.
Un crimen que atenta contra un mandato divino: el no
matarás. Para Levinas ello
se funda en Dios, por lo que creo que Oscar no debería decir “más
allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios,
hay el no matarás”.
Pienso que debería escribir “Dios” así, con mayúscula, porque
allí está el origen y la fuente de lo que enuncia. Estaría,
además, en todo su derecho. Ahora bien, juzgar sobre la vida y la
muerte de los seres humanos que vivimos e interactuamos en sociedades
ancestralmente desiguales y conflictivas, sociedades que han
evolucionado y se han edificado sobre la vida de millones de
víctimas, posicionándose en la abstracta generalidad de un mandato
religioso, conlleva el riesgo de un juicio fundamentalista, no ya
sobre las revoluciones y el siglo XX, sino sobre toda la historia de
los humanos. Obviamente no es el rechazo al “no matarás” lo que
planteo en mi cuestionamiento, sino el modo como, retornando a las
formas más clásicas del pensamiento metafísico-religioso, Oscar
del Barco se instala en una suerte de mirada fundamentalista que le
permitirá, por ejemplo, caracterizar a todos
los dirigentes revolucionarios como “asesinos seriales”. ¿Qué
ocurriría si con ese mismo patrón le pidiéramos que ponderara las
gestas del cura Morelos en la independencia de México, de Túpac
Amaru frente al terrorismo colonialista español, de San Martín y
Bolívar respecto de la independencia sudamericana, etc.? ¿Fue un
“asesino serial” Thomas Münzer cuando encabezó en el siglo XVI
uno de los tantos cruentos levantamientos campesinos que deseaban un
destino diferente al que por centurias postró a los siervos de la
gleba?
Al
hablar de “fundamentalismo” no entro a juzgar subjetividades ni
mucho menos hago de ello una imputación personal. Sería poco serio
y poco honesto. Lo que sí trato de puntualizar es esa
mirada sobre la realidad y lo que creo son los fundamentos de la
misma. El filósofo argentino Enrique Dussel (profundo conocedor de
la obra de Levinas) ha escrito acerca de sus notables falencias para
entender la dramática trama de lo político
real, empírico. De últimas,
lo que Dussel plantea es que Levinas carece de mediaciones
para comprender el mundo de lo político, al situarse sólo en la
sustancia
de un mandato ético originario. Creo que es esta falencia la que
hace del fundamentalista un discurso de la culpa y la condena. No nos
hace avanzar en la comprensión
del drama de la muerte humana, específicamente de aquella ligada a
los conflictos sociales y políticos. Sólo condena el crimen, porque
imagina una historia ejemplar,
donde los conflictos y la muerte no pueden tener lugar (y por lo
tanto, no deben tenerlo); pero es incapaz de adentrarnos en las
lógicas concretas de la historia humana, donde la vida y la muerte
están dramáticamente anudadas.
¿Cómo
desplazarse
del talante fundamentalista, para no seguir repitiendo -en una suerte
de tiempo sin fronteras- que “…el que mata es un asesino, el que
participa es un asesino, el que apoya aunque sólo sea con su
simpatía, es un asesino”? Pienso -aunque de modo muy provisorio-
que desanudando lo que Oscar del Barco llama “la lógica criminal
de la violencia”. Es decir, si dejamos de considerar la violencia
como un hecho absoluto e
inmutable. Si
comprendemos que esa construcción humana llamada violencia no puede
entenderse sino en los diferentes contextos de las infinitas
historias que constituyen la historia humana. Que el lento avance
moral humano ha sucedido cuando hombres y mujeres han comprendido y
consensuado
que la protección de la vida es socialmente un valor de gran estima.
En otras palabras, cuando se ha aprehendido, interiorizado -en
tiempos, medidas y contextos diferentes- el habitus
del respeto por la vida (el cual es aun hoy, muy distinto en el mundo
que vivimos). De últimas, el crecimiento moral no puede entenderse
desligado del crecimiento político y social; mientras más la
existencia humana se despliegue articulada
por acuerdos sociales de mayor calidad,
crecerá el aprecio por la vida. Pero en un proceso inverso al del
discurso fundamentalista: no porque la historia deba adecuarse a un
mandato ético primigenio (es decir, no de acuerdo a la vieja
concepción teleológico-metafísica), sino a través de un lento y
doloroso proceso de descubrimientos, construcción e interiorización
de valores concretos que cada vez reconocemos como más esenciales
para vivir humanamente.
Lo
saludo atentamente.
Alberto
Parisí (Director de la Maestría en Ciencias Sociales, Escuela de T.
Social, Fac. de Derecho y Cs. Sociales, UNC, Córdoba).
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Publicado
originalmente en
Revista
mensual La Intemperie
Córdoba Política Cultura
Directores: Sergio Schmucler, Cecilia Pernasetti, Luis Rodeiro y Emanuel Rodríguez.
TE: 0351-4683720
E-mail: laintemperie@gmail.com
Directores: Sergio Schmucler, Cecilia Pernasetti, Luis Rodeiro y Emanuel Rodríguez.
TE: 0351-4683720
E-mail: laintemperie@gmail.com
http://www.elinterpretador.net/15CartadeAlbertoParisi.htm
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