Psicoanálisis y salud pública
Alejandro Manfred
Cuando organizaba
lo que quería decir hoy recordé que empecé a pensar alguna de estas cosas a partir
de una charla ocasional acerca de un libro de Jean Allouch que estaba leyendo,
que se llama Calamidad. La etificación del
Psicoanálisis. Recuerdo haber comentado que algunos de los planteos de este
libro me parecían estimulantes para pensar acerca de las articulaciones entre
el psicoanálisis y lo público. Todo esto de la manera casual en que uno dice
las cosas en una charla, por lo que pasados los días olvidé por completo cuál
era la conexión que había hecho entre una cosa y la otra. Luego, intentando
reconstruir el por qué de esta ocurrencia, me pareció que precisamente la
dificultad en encontrar esta relación es lo que le daba un valor de asociación
que intentaré conservar.
En este libro Allouch
dice algo muy provocador. Toma una viñeta institucional del psicoanálisis brasileño
particularmente escabrosa, y al comentarla introduce este término que está en
el título, etificación. Podríamos
resumir su argumentación así: el tópico de la ética en las discusiones institucionales
del psicoanálisis no hace más que ocultar problemas, particularmente problemas
de la clínica y de la política. Y en consecuencia, problemas acerca de cómo clínica
y política se llevan entre sí.
Más allá del uso
que hace Allouch de estos términos creo que es un punto de vista interesante
para revisar algunas estrategias discursivas a las que los psicoanalistas hemos
recurrido para nuestra inserción en los ámbitos públicos.
Quien en los
últimos años haya abordado un caso de cierta complejidad en un marco estatal
podrá atestiguar la frecuencia con que estas situaciones desembocan en
multitudinarias reuniones con representantes de distintas instituciones, cada
cual con funciones y proyectos de intervención diferentes. Parecería, en un
primer análisis, que es el estado el que sistemáticamente responde a las
demandas de la población con una sobreoferta de prácticas. Sobreoferta que no
es para nada incompatible con la desasistencia. Podríamos preguntarnos, sin
embargo, qué papel ha jugado en esto un cierto discurso que los trabajadores
hemos sostenido. Gran parte de esta sobreoferta de modos de intervención está
sostenida por psicólogos que argumentan su práctica como psicoanalítica. Ampliar
el catálogo de las prácticas ha sido en parte nuestra respuesta ante las
demandas cruzadas de la población y de los aparatos estatales, y síntoma por
excelencia de esto es el término dispositivo.
Dispositivos de admisión, de atención de las crisis, en sala, de
acompañamiento, de intervención en terreno, de abordaje en equipo, grupales, de
juegos, de atención domiciliaria, forman parte de una larga lista.
No hay dudas de
que esta variedad ha tenido efectos habilitantes y ha aliviado los agobios de
una clínica marcada por “el encuadre”. Varias generaciones de analistas nos
hemos formado en este ámbito con una perspectiva de la técnica menos dispuesta a
tomar como limitaciones del psicoanálisis las impuestas por los rituales de la consulta
médica, de las representaciones de las clases medias, de las modas de las instituciones
psicoanalíticas. De este espíritu de inventiva han surgido experiencias
interesantísimas y eficaces, pero no podemos dejar de situar que una práctica
también se define y tiene efectos en función de sobre qué demandas se
establece. No debe confundirse (entramadas como estén) la demanda que sostiene
el pedido de los pacientes con la que emana del discurso de los “gestores”, del
estado, del poder. No es lo mismo crear
una forma de abordaje alternativa a la usual a partir del modo en que la
demanda se establece por parte de quienes sufren (lo que a menudo se contrapone
a los ideales institucionales) que hacerlo a partir de las demandas del poder y
el saber instituido. Esto vale aún para las formas más benévolas del poder, con
cuyos ideales podemos a priori coincidir, llámese sanitarismo, epidemiología o
atención primaria. Podemos tomar como paradigmático el imperativo de hacerse
cargo de los sufrimientos de “la población que no consulta”. La proliferación,
a menudo encarnizada y compulsiva de los dispositivos suele encubrir la
violencia latente de un sistema que propone a la población como objeto pasivo
de intervenciones que al tiempo que sancionan la condición padeciente la
reconfirman. Violencia desencadenada parejamente sobre la población que es
objeto de estas intervenciones y sobre los trabajadores que la llevan a cabo.
Podemos encontrar muestras patentes de esto en la incorporación cada vez más
extendida del acompañamiento terapéutico. Práctica que sin duda ha
revolucionado el abordaje de la clínica de una manera más que estimulante, pero
que con frecuencia acaba por ser degradada a una alternativa barata a un
abordaje más complejo y costoso, sostenida con mano de obra precarizada.
Los
psicoanalistas no hemos sido para nada ajenos a esta inserción en las
instituciones por el sesgo de la invención
de dispositivos. La condición de analista ha sido presentada (en la lógica
de la habilitación profesional) como fundamentación de todo tipo de prácticas
que no son análisis pero que obtendrían del psicoanálisis su legitimación. Un
analista se definiría entonces como quien en nombre del psicoanálisis sostiene
prácticas de todo tipo además - o aún en lugar de - un análisis.
En este punto es
que podemos situar la crítica de Allouch a lo que este llama el discurso etificante. La invocación de la ética del psicoanálisis suele dar
figurabilidad a esta virtud que haría a los analistas ser analistas aún cuando
sostienen intervenciones no analíticas. Legitimación que se pretende funcione
en un doble sentido, ante la demanda de las instituciones y ante la comunidad
de los analistas.
Aclaremos lo
obvio: Una cosa es la posición ética que sustenta un acto y otra es el discurso
que se teje acerca de ella. Lo que se dice acerca de lo que se hace no coincide
con lo que lo fundamenta. De hecho, esto hace a una condición fundante del
discurso del psicoanálisis en sentido estricto como es la distancia entre la
enunciación y el enunciado. Debemos distinguir la ética del acto analítico del discurso etificante al que suele recurrirse
con fines de legitimación.
La definición de
la práctica de un analista por la proliferación de intervenciones que no son
análisis pero que se suponen tanto o más “analíticas” que un análisis, encubre
una pregunta que no se formula, ¿qué pasa
con los análisis que se dirigen en el ámbito de la salud pública? Parecería
que de esto no haría falta hablar. Poniendo el énfasis en la justificación de las
prácticas que un analista puede realizar en una institución estamos dando por
obvia demasiado pronto una cuestión básica ¿Cuáles son los efectos en una
institución pública de que allí se lleve adelante un análisis?
El
intento de responder algo de esta pregunta me retrotrajo a un episodio de mi
formación que me gustaría relatarles. Se trata de un caso del cual me hice cargo
en una etapa temprana de mi práctica, cuando formaba parte de un equipo de
atención de la crisis. Una paciente que luego de su paso por la guardia de un
hospital general había sido internada en un monovalente, un caso muy complicado.
La sintomatología era muy florida, llena de actuaciones. La cosa se complicaba
cada vez más, las situaciones de riesgo se multiplicaban y el malestar de la
institución crecía, así que junto al equipo decidimos hacer una supervisión. En
este caso yo me ocupaba originalmente de hacer intervenciones con la familia de
la paciente, otros se encargaban de la dirección clínica y de la medicación.
En la
supervisión se trabajó primero acerca del diagnóstico. Empezamos a ordenarnos a
partir de pensar el caso como una locura histérica. Con lo peor de la histeria
y lo peor de la locura; la capacidad de generar el caos propia de la locura y
el cálculo acerca de los puntos de debilidad en el otro propio de la histeria.
En esta supervisión, se nos señala algo que si bien era obvio quedaba encubierto
por la prisa de la situación. Que sí se trataba de una histeria, lo que era
necesario ante todo era un análisis. A partir de esto me hago cargo del intento
de llevar adelante un análisis con esta paciente.
No era nada fácil.
A la complicación del caso se agregaba el peso de cómo se organizaba este tipo
de prácticas en la institución de la que yo formaba parte. Se daba por supuesto
que quien tiene a cargo la atención de un paciente dirige además la
estrategia de abordaje. Entonces, los intentos de comenzar a escuchar qué pasaba
con los significantes que habitaban a la paciente se veían dificultados por la
preocupación cotidiana de cómo afrontar las habituales escenas en que se ponía
en situaciones de riesgo o de hacerse expulsar de la institución.
Como un intento
de despejar esta dificultad hice un acuerdo con el compañero
psiquiatra que integraba el equipo y se ocupaba de la medicación. Le delegué
la conducción de la cuestión institucional: “vos encargate de mantenerla con
vida y de que la institución no la expulse, yo me encargaré de hacer lo que
pueda escuchándola”. Resultó bastante bien. La paciente siguió tomada por
la locura durante un tiempo, pero empecé a notar que a partir de delegar
la conducción de la estrategia cambió radicalmente lo que esta persona tenía
para decirme. En principio sirvió para desmontar el reclamo permanente: “yo te tengo
que mostrar que estoy bien para que me dejen salir de acá”, a lo cual pude
ponerme en situación de responder que yo no decidía eso, que de eso se ocupaban
otros y que yo estaba ahí para escucharla.
Volviendo a la
pregunta ¿Qué hacemos cuando llevamos adelante un análisis en el marco de lo
público?
Si bien se mira,
el lazo que surge de la instalación de un análisis tiene una dimensión política
que suele quedar oculta bajo el aspecto técnico y terapéutico. El hecho de propiciar
y (con todas las dificultades que implica), a veces lograr algo de la asociación
libre en un paciente que está aquejado por un sufrimiento extremo tiene una
significación política decisiva, Que alguien asocie libremente implica un
interlocutor que esté dispuesto a dejar de lado el ordenamiento por los ideales,
aún aquellos que son fundacionales de las instituciones. Lo cual no es fácil. Pensemos
en el caso de pacientes que están en situaciones realmente apremiantes por sus
circunstancias sociales y materiales, y que comentan al pasar, por ejemplo, que han tenido un sueño. En ese momento, es
toda una decisión apostar a que se hable de eso y no de lo “importante”. Es una
decisión que no es fácil de sostener y que requiere a veces deconstruir todo un
aparato de ideales y procedimientos instituidos. En las situaciones de violencia,
por ejemplo, hay todo un speech
armado acerca de cómo proceder: formar un equipo de abordaje con trabajo social,
viabilizar el asesoramiento jurídico, orientar para que se haga la denuncia
donde corresponde, asegurar el acompañamiento para que el proceso llegue a su
fin. En estas situaciones es toda una apuesta, si aparece una formación del
inconciente, sancionar que hay algo allí que no hay que dejar pasar.
Obviamente no estoy diciendo que no haya que hacer todas las otras cosas, y de
hecho hay que hacerlas. Lo que digo es que en esas condiciones algo se decide
cuando se sanciona que algo de la subjetividad, de la dignidad del sujeto está
más puesto en ese sueño o ese lapsus que en lo que la institución le supone
como víctima de una situación de maltrato.
La asociación
libre implica una suspensión de los ideales, e implica también una cesión del poder.
Esto conlleva una renuncia en un terreno muy urticante para el ámbito de lo
político, el del cálculo de las prioridades y de los costos. La asociación
libre implica que uno renuncie a decidir qué es importante y qué no lo es
en lo que alguien está diciendo. Ceder el poder del cálculo acerca de qué y cuánto
va a escuchar uno, de descartar que se hable de lo nimio para llegar a lo
importante. Esto tiene implicancias al nivel de la distribución de los recursos,
que es una cuestión central a la hora de pensar las políticas de salud, razón
por la cual meterse con eso tiene consecuencias y puede resultar revulsivo. Ceder
el poder de cuánto tiempo lleva hablar de algo a un paciente es ceder el
control sobre un recurso económico que en la salud pública es siempre escaso.
Muchas veces implica sostener la decisión de hacerle lugar a esto con tres
situaciones esperando en la puerta. En un momento determinado, uno apuesta a
esto o no lo hace, y esto no puede estar previsto. La cuestión es cómo hacer de
esto una decisión que haga lugar a un sujeto y no el enaltecimiento de un ideal
que lo eclipse.
Cuando decía
estas cosas recordaba a un autor muy poco leído entre nosotros y que ha escrito
cosas de una enorme pertinencia para estas discusiones, George Bataille, y en
particular su trabajo acerca de lo que él llamó la noción de gasto. La noción de gasto se opone al cálculo
de de las conveniencias, y Bataille muestra muy bien cómo la obsesión de las
sociedades modernas por maximizar las ganancias y evitar gastos improductivos provoca
que esto que se niega retorne todo el tiempo en forma de destrucción, de
malgasto de los bienes. Uno casi podría pensar que algo de esto se percibe, para
llamarlo con lenguaje administrativo, en la destrucción del “mobiliario urbano”.
Pareciera que una de las funciones que tiene hoy en día la burocracia pública es
proveer a los jóvenes cosas que puedan romper.
Me gustaría
leerles un pequeño párrafo de Bataille.
La contradicción entre las concepciones sociales corrientes y las
necesidades reales de la sociedad se asemeja, de un modo abrumador, a la
estrechez de mente con que el padre trata de obstaculizar la satisfacción de
las necesidades del hijo que tiene a su cargo. Esta estrechez es tal que le es
imposible al hijo expresar su voluntad. La cuasi malvada protección de su padre
cubre el alojamiento, la ropa, la alimentación, hasta algunas diversiones
anodinas. Pero el hijo no tiene siquiera el derecho de hablar de lo que le
preocupa. Está obligado a hacer creer que no se enfrenta a nada abominable. En
este sentido es triste decir que la humanidad consciente continúa siendo menor
de edad; admite el derecho de adquirir, de conservar o de consumir racionalmente,
pero excluye, en principio, el gasto improductivo.
Eso es todo lo
que quería decir.
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