miércoles, 9 de septiembre de 2015
Jamenson, Ensayos sobre el Pos Modernismo: Seminario "Sujeto y Economía"
Los últimos años se han caracterizado por un milenarismo de
signo inverso, en que las premoniciones catastróficas o redentoras del
futuro han sido reemplazadas por la sensación del fin de esto o aquello
(el fin de la ideología, del arte o las clases sociales; la “crisis” del
leninismo, de la socialdemocracia o del estado de bienestar, etc.): tomados
en conjunto, estos fenómenos quizá constituyan lo que cada
vez más se ha dado en denominar posmodernismo. La creencia en su
existencia depende de la aceptación de la hipótesis de que se ha producido
un corte radical o coupure, que generalmente se hace datar a
fines de la década de 1950 o principios de la de 1960. Como la propia
palabra sugiere, este corte se relaciona más generalmente con ideas
acerca del debilitamiento o la extinción del movimiento modernista,
que contaba ya con cien años de existencia (o con un repudio estético
o ideológico al mismo). De esta forma, el expresionismo abstracto en
la pintura, el existencialismo en filosofía, las formas finales de representación
en las novelas, las películas de los grandes auteurs o la escuela
modernista en poesía (como esta se institucionalizara y canonizara
en las obras de Wallace Stevens) son todas consideradas como el
florecimiento extraordinario y último de un impulso del auge modernista
que terminó y se consumió en ellas. La enumeración de lo que
ha ocupado su lugar se torna empírica, caótica, heterogénea: es Andy
Warhol y el arte pop, pero es también el fotorrealismo y, más allá, el
“nuevo expresionismo”; en música, es el momento de John Cage, pero
es además la síntesis de estilos clásicos y “populares” de compositores
como Philip Glass y Terry Riley, así como el punk y el rock new wave
(los Beatles y los Stones representarían el momento cúspide del modernismo
de esta tradición más reciente y sujeta a más rápida evolución);
en cine, es Godard y la producción post–Godard, así como el cine
y el video experimentales, pero es también un tipo completamente
nuevo de cine comercial (del cual hablaré después); es, de un lado,
Burroughs, Pynchon o Ishmael Reed, y del otro, el nouveau roman
francés y sus secuelas, junto con nuevas y alarmantes formas de crítica
literaria, basadas en una nueva estética de la textualidad o écriture...
La lista podría extenderse indefinidamente; pero resulta realmente
indicativa de que se ha producido un cambio o corte de naturaleza
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más fundamental que el periódico cambio de estilos y modas determinado
por el viejo imperativo modernista de la innovación estilística.1
El auge del populismo estético
No obstante, es en el campo de la arquitectura donde resulta
más visible la modificación de la producción estética, y donde los
problemas teóricos relacionados con ella han sido planteados de manera
más central y coherente; fue precisamente a partir de los debates
sobre arquitectura que comenzó a surgir inicialmente mi propia definición
del posmodernismo tal como la expondré en las páginas que siguen.
De manera más decisiva que en otras manifestaciones o formas
de expresión artística, las posiciones posmodernistas en arquitectura
se han tornado inseparables de una crítica implacable del momento
cumbre del modernismo arquitectónico y del llamado Estilo Internacional
(Frank Lloyd Wright, Le Corbusier, Mies), en la que la crítica y
el análisis formales (de la transformación del momento cumbre modernista
del edificio en una escultura o “pato” monumental, para utilizar
palabras de Robert Venturi) se dan la mano con reconsideraciones
sobre el nivel del urbanismo y de la institución estética. Se la atribuye,
pues, a la época de esplendor del alto modernismo, la destrucción
de la coherencia de la ciudad tradicional y de su antigua cultura de barrios
(mediante la disyunción radical del nuevo edificio utópico del alto
modernista con respecto a su contexto circundante); al tiempo que
se denuncia sin compasión el elitismo y el autoritarismo proféticos del
movimiento modernista en el gesto imperioso del Maestro carismático.
Resulta lógico, por tanto, que el posmodernismo en arquitectura
se presente como un tipo de populismo estético, como sugiere el
propio título del influyente manifiesto de Venturi: Learning from
1 Este ensayo está basado en el texto de conferencias y otros materiales que aparecieran
previamente en The Anti-Aesthetic, publicada por Hal Foster (Port Towsend,
Washington, Bay Press, 1983), y en Amerika Studieni American Studies 29/1
(1984). (trad. cast.: Hal Foster (comp.), La Posmodernidad. Barcelona. Kairos, 1985 (N. del
E.)
16
Las Vegas. Sea cual sea la evaluación última que hagamos de esta retórica
populista, la misma tiene al menos el mérito de llamar nuestra
atención hacia uno de los rasgos característicos de todos los posmodernismos
antes mencionados: el hecho de que en los mismos se desvanece
la antigua frontera (cuya esencia está en el momento cumbre
del modernismo) entre la alta cultura y la llamada cultura de masas o
comercial, así como el surgimiento de nuevos tipos de textos permeados
de las formas, categorías y contenidos de esa misma Industria
Cultural tan apasionadamente denunciada por los modernos, desde
Leavis y la Nueva Crítica Norteamericana, hasta Adorno y la Escuela
de Frankfurt. De hecho, los posmodernistas se sienten fascinados por
el conjunto del panorama “degradado” que conforman el shlock y el
kitsch, la cultura de los seriales de televisión y de Selecciones del Reader’s
Digest, de la propaganda comercial y los moteles, de las películas
de medianoche y los filmes de bajo nivel de Hollywood, de la llamada
paraliteratura con sus categorías de literatura gótica o de amor,
biografía popular, detectivesca, de ciencia ficción o de fantasía: todos
estos son materiales que los posmodernos no se limitan a “citar”, como
habrían hecho un Joyce o un Mahler, sino que incorporan en su
propia sustancia.
Tampoco debe considerarse el corte en cuestión como un
asunto puramente cultural: las teorías sobre el posmodernismo —sean
favorables al mismo o expresivas de denuncia y repulsa morales—
muestran un fuerte parecido con las más ambiciosas generalizaciones
sociológicas que, coincidentes básicamente en el tiempo, nos informan
sobre el advenimiento y el comienzo de un tipo completamente
nuevo de sociedad, cuyo nombre más famoso es el de “sociedad posindustrial”
(Daniel Bell), pero en la que a menudo se designa
bien con los títulos de sociedad de consumo, sociedad de los medios
masivos, sociedad de la informática, sociedad electrónica o de la “tecnología
sofisticada”, etc. Tales teorías tienen la obvia misión ideológica
de demostrar, para su propio alivio, que la nueva formación social
ya no obedece las leyes del capitalismo clásico, o sea, la primacía de
la producción industrial y la omnipresencia de la lucha de clases. Por
ello, la tradición marxista se les ha enfrentado con vehemencia, ex-
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cepción hecha del economista Ernest Mandel, cuyo libro Late Capitalism*
se propone no sólo examinar la originalidad histórica de esta
nueva sociedad (que considera una tercera etapa o momento de la
evolución del capital), sino también demostrar que consiste precisamente
en una etapa del capitalismo más pura que cualesquiera de los
momentos que la precedieron. Más tarde retomaré este idea; baste enfatizar,
por el momento, algo que he defendido con mayor abundancia
de detalles en otro momento2: todas las posiciones del posmodernismo
en lo referente a la cultura —trátese de apología o estigmatización—
son también, al mismo tiempo y necesariamente, declaraciones políticas
implícitas o explícitas sobre la naturaleza del capitalismo multinacional
de nuestra días.
El posmodernismo como dominante cultural
Una última palabra sobre cuestiones metodológicas: lo que
sigue no debe interpretarse como una descripción estilística, como la
descripción de uno de diversos estilos o movimientos culturales. Mi
intención ha sido ofrecer una hipótesis de periodización, en un momento
en que el concepto mismo de periodización histórica ha llegado
a aparecer como extraordinariamente problemático. En otra ocasión
he planteado que todo análisis cultural aislado o individual lleva en sí
una teoría escondida o reprimida de periodización histórica; en cualquier
caso, el concepto de “genealogía” resulta muy útil para calmar
las tradicionales preocupaciones teóricas acerca de la llamada historia
final lineal, las teorías de las “etapas” y la historiografía ideológica.
Sin embargo, en el contexto actual, las discusiones teóricas prolongadas
sobre tales (y muy reales) asuntos, pueden quizás ser sustituidas
por algunos comentarios sustantivos.
Una de las objeciones que a menudo se les señalan a las hipótesis
de periodización es que ellas tienden a enmascarar las diferen-
* Hay trad. cast.: El Capitalismo Tardío, México, ERA, 1979 (N. del Ed.)
18
2 En “The Politics of Theory”, New German Critique, 32. Primavera-verano de
1984 [incluido en el presente volumen].
cias y a presentar el período histórico de que se trate como si este fuera
de una total homogeneidad (contenida en ambos extremos por inexplicables
metamorfosis “cronológicas” y signos de puntuación). No
obstante, es precisamente por esto por lo que me parece esencial entender
el posmodernismo no como un estilo, sino como una dominante
cultural, concepto que incluye la presencia y la coexistencia de una
gran cantidad de rasgos muy diversos, pero subordinados.
Considérese, por ejemplo, la fuerte posición alternativa según
la cual el posmodernismo es poco más que una nueva etapa del
modernismo (o, incluso, del aún más antiguo romanticismo); de hecho,
puede considerarse que todas las características del posmodernismo
que enumeraré pueden detectarse, en pleno esplendor, en esta o
aquella forma de modernismo (incluso en precursores genealógicos
tan sorprendentes como Gertrude Stein, Raymond Roussel o Marcel
Duchamp, a quienes se puede considerar posmodernistas avant la lettre).
No obstante, lo que este punto de vista no ha tomado en cuenta es
la posición social del antiguo modernismo, o, mejor aún, el apasionado
repudio que suscitó entre la burguesía victoriana y posvictoriana, la
cual percibía sus formas y sus ethos como feos, disonantes, oscuros,
escandalosos, inmorales, subversivos y, en resumen, “antisociales”.
Se argumentará aquí que la mutación que ha tenido lugar en la esfera
de la cultura ha hecho arcaicas esas actitudes. No sólo ya no son feos
Picasso y Joyce; en general, hoy nos parecen más bien “realistas”; este
es el resultado de la canonización y la institucionalización académicas
generalizadas del movimiento moderno, que datan de fines de la
década de 1950. Seguramente esta es una de las explicaciones más vá-
lidas del surgimiento del posmodernismo, dado que la generación de
la década de los sesenta se enfrenta ahora al movimiento moderno,
que constituyera una oposición en su momento, como a un grupo de
clásicos muertos que “oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”,
según dijera Marx en cierta ocasión en un contexto diferente.
Sin embargo, al examinar la revuelta posmodernista contra
todo ello, se debe enfatizar igualmente que sus propias características
ofensivas —desde la oscuridad y la inclusión de materiales sexuales
explícitos hasta la pobreza sicológica y las expresiones abiertas de de-
19
safío social y político, que trascienden cualquier cosa que hubiera podido
imaginarse en los momentos más extremos del modernismo— ya
no escandalizan a nadie y no sólo son recibidos con la mayor complacencia,
sino que han sido ellos también institucionalizados y forman
parte de la cultura oficial de la sociedad occidental.
Lo que ha sucedido es que en nuestros días la producción estética
se ha integrado a la producción general de bienes: la frenética
urgencia económica por producir nuevas líneas de productos de apariencia
cada vez más novedosa (desde ropa hasta aviones) a ritmos de
renovación cada vez más rápidos, le asigna ahora una función y una
posición estructurales esenciales cada vez mayores a la innovación y
la experimentación estéticas. Tales requerimientos económicos encuentran
entonces reconocimiento en el apoyo institucional de todo tipo
que resulta accesible a las nuevas formas de arte, desde las fundaciones
y las donaciones hasta los museos y otras formas de mecenazgo.
No obstante, de todas las artes, la arquitectura es la que, por su
constitución, se encuentra más cerca de lo económico, con lo que, a
través de las comisiones y los valores de los terrenos, mantiene una
relación en la que prácticamente no existen mediaciones; por tanto, no
resultará sorprendente hallar que el extraordinario florecimiento de la
nueva arquitectura posmoderna se basa en el mecenazgo por parte de
los negocios multinacionales, cuya expansión y cuyo desarrollo son
estrictamente contemporáneos con esta arquitectura. Posteriormente
trataremos de sustentar que estos dos fenómenos tienen una interrelación
dialéctica aún más profunda que el simple financiamiento de tal o
cual proyecto individual. Y, sin embargo, este es el momento en que
tenemos que recordarle lo obvio al lector, ello es, que esta cultura
posmoderna global, que es, sin embargo, norteamericana, es la expresión
interna y superestructural de un nuevo momento de dominación
militar y económica de los Estados Unidos en todo el mundo: en este
sentido, como ha sucedido en toda la historia dividida en clases, el reverso
de la cultura es la sangre, la tortura, la muerte y el horror.
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El primer argumento a favor del concepto de periodización
de la dominancia, por tanto, es que si incluso todos los rasgos constitutivos
del posmodernismo fueran idénticos a los de un modernismo
de más vieja data, y su continuación —posición que considero que
puede demostrarse que es errónea, pero que sólo puede disipar un aná-
lisis más prolongado del modernismo—, los dos fenómenos seguirían
siendo distintos en lo relativo a significado y función social, debido a
la ubicación diferente del posmodernismo en el sistema económico
del capitalismo tardío e, incluso más, a la transformación de la propia
esfera de la cultura en la sociedad contemporánea.
Analizaré con más profundidad este argumento en la conclusión
de este ensayo. Debo ahora referirme brevemente a otra objeción
que se le hace a la periodización, una preocupación diferente relativa
a su posible obliteración de la heterogeneidad, que generalmente plantea
la izquierda. Y seguramente existe una extraña ironía, casi sartreana
—la lógica de que “el ganador pierde”—, que tiende a rodear cualquier
intento de describir un “sistema”, una dinámica totalizadora, tal
y como estos se detectan en el movimiento de la sociedad contemporánea.
Lo que sucede es que mientras más potente es la visión de algún
sistema o lógica cada vez más totales —el Foucault del libro
sobre las prisiones es el ejemplo obvio—, más impotente se llega a
sentir el lector. Por tanto, en la misma medida en que el teórico gana,
al construir una maquinaria cada vez más cerrada y aterrorizadora,
pierde, ya que la capacidad crítica de su obra resulta paralizada, y los
impulsos de negación y revuelta, para no hablar de los de transformación
social, se perciben cada vez más como vanos y triviales, al enfrentarlos
con el propio modelo.
No obstante, he creído que es sólo a la luz de un concepto de
lógica cultural dominante o norma hegemónica como se puede apreciar
y medir la verdadera diferencia. Estoy lejos de pensar que toda la
producción cultural de nuestros días es “posmoderna” en el sentido
amplio que daré a este término. (Sin embargo, el posmodernismo es el
campo de fuerza en que tipos muy diferentes de impulsos culturales
—lo que Raymond Williams tan felizmente ha denominado formas
“residuales” y “emergentes” de producción cultural— tienen que
abrirse camino. Si no concebimos de manera general la existencia de
una dominante cultural, nos vemos obligados a compartir el punto de
vista que pretende que la historia actual es mera heterogeneidad, dife-
21
rencia casual, coexistencia de innumerables fuerzas diversas cuya
efectividad es indescifrable. Al menos, este ha sido el espíritu político
que ha presidido el análisis subsiguiente: proyectar una concepción de
una nueva norma cultural sistémica y de su reproducción, a fin de que
se refleje de modo más adecuado sobre las formas más efectivas de
política cultural radical de nuestros días.
La exposición se referirá sucesivamente a las siguientes características
constitutivas del posmodernismo: una nueva superficialidad
que encuentra su prolongación tanto en la “teoría” contemporá-
nea como en toda una nueva cultura de la imagen o el simulacro, un
consecuente debilitamiento de la historicidad, tanto en nuestra relación
con la historia pública, como en las nuevas formas de nuestra
temporalidad privada, cuya estructura “esquizofrénica” (según Lacan)
determinará nuevos tipos de relaciones sintácticas o sintagmáticas en
las artes más temporales; un tipo completamente nuevo de emocionalidad
—que llamaré “intensidades”— cuya mejor comprensión se logra
mediante un retomo a teorías más antiguas sobre lo sublime; la
profunda relación constitutiva de todas estas características como una
tecnología absolutamente nueva, que constituye, a su vez, la corporización
de un sistema económico internacional nuevo; y, tras una breve
reflexión sobre las mutaciones posmodernistas experimentadas por
el propio espacio construido, algunos comentarios sobre la misión del
arte político en el espacio internacional nuevo y aturdidor del capital
multinacional tardío.
22
I
La deconstrucción
de la expresión
“Zapatos campesinos”
Comenzaremos con una de las obras clásicas del auge del
modernismo en las artes visuales: el famoso cuadro de los zapatos
campesinos de Van Gogh, ejemplo que, como pueden imaginar, no ha
sido escogido inocentemente o al azar. Quiero proponer dos lecturas
de este cuadro, cada una de las cuales reconstruye de alguna manera la
recepción de la obra mediante un proceso de dos etapas o niveles.
Quisiera sugerir primero que para que esta imagen tan profusamente
reproducida no se precipite al nivel de la mera decoración,
hemos de reconstruir la situación inicial de la que emerge la obra terminada.
A menos que esa situación —desvanecida por el tiempo— se
recree mentalmente, el cuadro seguirá siendo un objeto inerte, un producto
cosificado, imposible de ser aprehendido como acto simbólico
por derecho propio, como praxis y como producción.
Este último término sugiere que una vía para reconstruir la
situación inicial a la cual la obra es de alguna manera una respuesta,
es mediante un énfasis de la materia prima, en el contenido inicial que
la obra confronta, reelabora, transforma y se apropia. Estimo que en el
caso del cuadro de Van Gogh que nos ocupa, ese contenido, esa mate-
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ria prima inicial debe ser comprendido simplemente como el mundo
de los objetos de la miseria agrícola, de la espantosa pobreza rural y
del rudimentario mundo del bestial trabajo campesino, un mundo reducido
a sus aspectos más brutales y amenazados, a su estado más primitivo
y marginalizado.
En este mundo los árboles frutales son raquíticos troncos,
viejos y exhaustos, que crecen en un terreno empobrecido; los habitantes
de la aldea, cuyos esqueletos se advierten a través de la piel,
son caricaturas de una tipología grotesca de características humanas
básicas. ¿Cómo es entonces que en Van Gogh cosas como los manzanos
explotan en una alucinante superficie de color, mientras que sus
estereotipos de la aldea se ven recubiertos de manera súbita y chillona
de tonos verdes y rojos? En una primera opción de interpretación sugeriré
que la violenta y voluntaria transformación del mundo monótanamente
pardusco de los objetos campesinos en la más pura materialización
de color puro en óleo debe entenderse como un gesto utópico
de los sentidos, o al menos de ese sentido supremo —la vista, lo visual,
el ojo— que ahora reconstituye para nosotros como espacio semiautónomo
por derecho propio parte de una nueva división del trabajo
en el medio del capital, una nueva fragmentación de la sensibilidad
naciente, que replica las especializaciones y divisiones de la vida capitalista,
al tiempo que busca precisamente en tal fragmentación una desesperada
compensación utópica para las mismas.
24
No hay duda de que existe una segunda lectura de Van Gogh
que difícilmente puede obviarse al contemplar este cuadro en particular,
y es la que expone Heidegger como centro de su análisis en Der
Ursprung des Kunstwerkes, obra organizada alrededor de la idea de
que la obra de arte surge en la brecha entre la Tierra y el Cielo, términos
que yo preferiría traducir como la materialidad sin sentido del
cuerpo y la naturaleza, y la capacidad de dotar de significado de que
gozan la historia y lo social. Posteriormente volveremos a esa brecha
o grieta; basta ahora recordar algunas de las frases famosas que modelan
el proceso mediante el cual esos zapatos campesinos tomados ilustres
recrean lentamente a su alrededor el mundo no presente de objetos
que fuera su contexto de vida. “En ellos”, afirma Heidegger, “vi-
bra el silente llamado de la tierra, su quieto regalo de maíz que madura
y su enigmática autonegación en la estéril desolación del campo invernal”.
“Este equipo”, continúa, “pertenece a la tierra y es protegido
en el mundo de la campesina [...] en el cuadro de Van Gogh es el develamiento
de lo que el equipo, el par de zapatos campesinos en verdad
es [...]. Esta entidad surge del no encubrimiento de su ser”, por
mediación de la obra de arte, que logra la revelación alrededor de sí
misma de todo el mundo ausente, del pesado paso de la campesina, de
la soledad del camino campestre, de la choza en el claro, de los gastados
y rotos instrumentos de labor en los surcos y en el hogar. El comentario
de Heidegger tiene que ser completado mediante la insistencia
en la renovada materialidad de la obra, en la transformación de
una forma de materialidad —la propia tierra, sus caminos y sus objetos
físicos— en esa otra materialidad del óleo, afirmada y llevada a un
primer plano por derecho propio y por sus propios placeres visuales;
goza, no obstante, de una satisfactoria verosimilitud.
“Zapatos de polvo de diamante”
25
Sea como fuere, ambas lecturas pueden describirse como
hermenéuticas, en el sentido de que la obra en su forma inerte, de objeto,
es tomada como clave o síntoma de una realidad mas vasta que la
reemplaza como su verdad última. Necesitamos ahora echar una mirada
a algunos zapatos de otro tipo, y resulta agradable tener la posibilidad
de disponer para esa imagen de la obra reciente de una de las figuras
centrales de las artes visuales contemporáneas. Resulta evidente
que los Zapatos de polvo de diamante de Andy Warhol ya no nos interpelan
con la inmediatez del calzado de Van Gogh: de hecho, me
siento tentado de afirmar que no nos interpelan en absoluto. Nada en
dicho cuadro organiza siquiera un espacio mínimo para el espectador,
que se lo topa en el recodo del corredor de un museo o de una galería,
con toda la contingencia de un objeto natural inexplicable. En el nivel
del contenido, nos enfrentamos con algo que se detecta con mucha
más claridad como fetiche, tanto en el sentido freudiano como en el
marxista (Derrida ha dicho al comentar el Paar Dauernschuhe de
Heidegger, que los zapatos de Van Gogh constituye una pareja heterosexual,
que no permiten ni la perversión ni la fetichización). Aquí,
en cambio, nos encontramos con una colección casual de objetos
muertos, que descansan en el cuadro como otros tantos nabos, tan cortados
de su anterior mundo vital como un montón de zapatos abandonados
en Auschwitz, o como los restos de un incendio trágico e incomprensible
en un atestado salón de baile. Por ello, no hay manera
de completar en Warhol el gesto hermenéutico, y de volver a proporcionarles
a tales fragmentos el más vasto contexto visual del salón de
baile o de la fiesta, el mundo de la moda extravagante o de las revistas
de belleza. Sin embargo, esto se hace aún más paradójico a la luz de la
información biográfica: Warhol comenzó su carrera artística como
ilustrador comercial de modas de calzado y diseñador de vidrieras en
las que las zapatillas y las “ballerinas” desempañaban papel prominente.
De hecho, se siente la tentación de enunciar aquí —de manera
demasiado prematura— uno de los problemas centrales del posmodernismo
y de sus posibles dimensiones políticas: en realidad, la obra de
Andy Warhol tiene su eje central en el proceso de conversión de los
objetos en mercancías y las grandes vallas con la imagen de la botellas
que elevan explícitamente a un primer plano el fetichismo de la
mercancía en la transición al capitalismo tardío, deberían ser juicios
políticos fuertes y críticos. Dado que no lo son, surge la pregunta de
por qué ello es así, y se comienza a plantear con un poco más de seriedad
cuáles son las posibilidades de un arte crítico o político en el perí-
odo posmoderno del capitalismo tardío.
Pero existen otras diferencias significativas entre los momentos
del auge del modernismo y del posmodernismo, entre los zapatos
de Van Gogh y los zapatos de Andy Warhol, que debemos analizar
ahora brevemente. La primera y más evidente es el surgimiento de un
nuevo tipo de bidimensionalidad o falta de profundidad, un nuevo tipo
de superficialidad en el sentido más literal: esta es quizás la característica
formal suprema de todo el posmodernismo y tendremos la oportunidad
de regresar a ella en otros contextos.
26
Seguidamente tenemos que entender el papel desempeñado
por la fotografía y el negativo fotográfico en este tipo de arte contemporáneo:
es esto precisamente lo que le confiere su calidad de muerte
a la imagen de Warhol, cuya congelada elegancia, como de imagen de
rayos X, molesta al ojo cosificado del espectador, por razones que parecerían
no tener relación alguna con la muerte, o con la obsesión de
la muerte, o con la ansiedad que provoca la muerte, al nivel del contenido.
De hecho, es como si nos enfrentáramos a la inversión del gesto
utópico de Van Gogh: en la obra que analizábamos primero, un mundo
herido de muerte es transformado, mediante un fiat y un acto de
voluntad nietzcheanos, en una estridencia de color utópico. En este
caso, por el contrario, es como si la superficie externa y coloreada de
las cosas —degradada y contaminada por adelantado debido a su asimilación
a las pulidas imágenes de la propaganda— hubiera sido removida
para revelar el mortal sustrato blanco y negro del negativo fotográfico
que encierran. Aunque este tipo de muerte del mundo de las
apariencias se hace tema en algunas de las obras de Warhol —de manera
más notable en las series sobre accidentes de tránsito o sobre la
silla eléctrica—, opino que ya no se trata de un asunto de contenido,
sino de una mutación más fundamental, tanto en el mundo de los objetos
—que se ha convertido en un conjunto de textos o simulacros—
como en la disposición del sujeto.
La mengua de los afectos
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Todo ello me conduce a la tercera característica que deseaba
exponer aquí brevemente, y a la que llamaré la mengua de los afectos
en la cultura posmoderna. Por supuesto, no resultaría justo afirmar
que todos los afectos, todos los sentimientos y emociones, toda la subjetividad,
han desaparecido de las nuevas imágenes. De hecho, en Zapatos
de polvo de diamante hay una especie de retorno de lo reprimido,
un extraño alborozo decorativo compensatorio, explícitamente
enunciado por el propio título, aunque quizás más difícil de apreciar
en la reproducción. Se trata del brillo del polvo de oro, del espejar de
la arena dorada que sella la superficie del cuadro al tiempo que sigue
destellando ante nuestros ojos. Piénsese, sin embargo, en las flores
mágicas de Rimbaud “que miran a quien las mira”, o en los augustos
relámpagos premonitorios de los ojos del arcaico torso griego de Rilke,
que le advierten al sujeto burgués que debe cambiar su vida: en la
frivolidad gratuita de este acabado decorativo no hay nada de eso.
28
Sin embargo, quizás el mejor enfoque inicial para, ilustrar la
mengua de los afectos sea la figura humana, y es obvio que lo que hemos
dicho acerca de la conversión de los objetos en mercancías se
sostiene con igual fuerza en los temas humanos de Warhol: se trata de
estrellas —como Marilyn Monroe— que han sido a su vez transformadas
en mercancías, en sus propias imágenes. Y de nuevo un retorno
algo brutal al período precedente del auge del modernismo nos ofrece
una dramática parábola sobre la transformación en cuestión. El cuadro
El grito de Edward Munch es, por supuesto, una expresión canónica
de las grandes temáticas modernistas de la alienación, la anomia, la
soledad y la fragmentación y el aislamiento sociales, casi un emblema
programático de lo que se dio en llamar la época de la ansiedad. La
lectura que propongo aquí no es meramente la de considerarlo la concreción
de la expresión de ese tipo de afecto, sino la de verlo como
una verdadera deconstrucción de la propia estética de la expresión,
que parece haber dominado buena parte de lo que llamamos la cumbre
del modernismo, para haberse desvanecido —por razones tanto teóricas
como prácticas— en el mundo posmoderno. El mismo concepto
de expresión presupone cierta separación dentro del sujeto y junto con
ello toda una metafísica del interior y el exterior, del dolor mudo en el
seno de la mónada y del momento en el cual, a menudo catárticamente,
esa “emoción” se proyecta hacia afuera y se externaliza, en forma
de gesto o de grito, a manera de comunicación desesperada y de dramatización
hacia el exterior de sentimientos internos. Y este es quizás
el momento de hacer alguna referencia a la teoría contemporánea,
que, entre otras cosas, se ha dedicado a la misión de criticar y desacreditar
este modelo hermenéutico del interior y el exterior, y a estigmatizar
tales modelos con los calificativos de ideológicos y metafísicos.
Pero lo que se conoce hoy en día como teoría contemporánea —o mejor
aún, como discurso teórico— es también, en mi opinión y de modo
muy preciso, un fenómeno posmodernista. Por tanto, resultaría incoherente
defender la verdad de sus descubrimientos teóricos en un momento
en que el propio concepto de “verdad” forma parte del bagaje
metafísico del que el posestructuralismo está tratando de desembarazarse.
Podemos entonces sugerir, al menos, que la crítica posestructuralista
de la hermenéutica, de lo que llamaré el modelo de profundidad,
nos resulta útil como síntoma significativo de la cultura posmodernista,
que es nuestro tema de análisis.
A riesgo de apresuramos demasiado, podríamos afirmar que
además del modelo hermenéutico del interior y el exterior que desarrolla
el cuadro de Munch, existen al menos otros cuatro modelos de
profundidad fundamentales, que han sido repudiados en general por la
teoría contemporánea: el modelo dialéctico de esencia y apariencia
(además de todo un cúmulo de conceptos tales como ideología o falsa
conciencia que suelen acompañarlo); el modelo freudiano de lo latente
y lo manifiesto, o de la represión (que es, por supuesto, el blanco de
La volonté de savoir, el panfleto programático y sintomático de Michel
Foucault); el modelo existencial de la autenticidad y la falta de
autenticidad, cuyas temáticas heroicas o trágicas están estrechamente
relacionadas con esa otra gran oposición entre alienación y desalienación,
que ha sido también blanco de la crítica del período posestructural
o posmoderno; y finalmente, el más reciente, la gran oposición semiótica
entre significante y significado, que fue rápidamente desentra-
ñada y deconstruida durante su breve período de auge en las décadas
de 1960 y 1970. Lo que sustituye a estos diversos modelos de profundidad
son, esencialmente, ideas acerca de las prácticas del funcionamiento
de los discursos y los textos, cuyas nuevas estructuras sintagmáticas
examinaremos posteriormente: baste decir por ahora que aquí
también la profundidad es sustituida por la superficie, o por superficies
múltiples (lo que a menudo se denomina intertextualidad ya no es, en
ese sentido, asunto de profundidad).
29
Y esta falta de profundidad no es meramente metafórica: la
puede sentir física y literalmente cualquiera que, al escalar lo que fuera
el Beacon Hill de Raymond Chandler, procedente de los grandes
mercados chicanos de Broadway y la Calle 4, en la parte baja de Los
Angeles, de repente se ve frente a la enorme pared exenta del Chocker
Bank Center (Skidmore, Owings y Merril), que es una superficie que
no parece apoyarse en ningún volumen, o cuyo volumen putativo
(¿rectangular, trapezoidal?) no puede descifrarse a simple vista. Este
gran paño de ventanas, con su bidimensionalidad que desafía a la gravedad,
convierte momentáneamente el terreno sólido por el que hemos
escalado en los contenidos de un caleidoscopio, en pedazos de
cartón recortados con formas caprichosas que se destacan aquí y allá a
nuestro alrededor. El efecto visual es el mismo desde todos los ángulos:
se experimenta un sentimiento de predeterminación, similar al
que produce el gran monolito del filme 2001 de Kubrick, que se yergue
ante los espectadores como un destino enigmático, como un llamado
a la mutación evolutiva. Si este nuevo centro multinacional de
la ciudad (al que regresaremos posteriormente en un contexto diferente)
ha abolido efectivamente la antigua y destruida textura de la ciudad,
a la que ha reemplazado violentamente, ¿acaso no se puede afirmar
algo similar sobre la forma en que esta nueva superficie extraña, a
su propio modo perentorio, ha hecho arcaicos y carentes de sentido
nuestros antiguos sistemas de percepción de la ciudad, sin ofrecernos
nada que los sustituya?
Euforia y auto aniquilación
Si regresamos ahora por última vez al cuadro de Munch, nos
parece evidente que El grito, de modo elaborado, aunque sutil, deconstruye
su propia estética de la expresión, al tiempo que permanece
aprisionado en la misma. Su contenido gestual subraya su propio fracaso,
dado que el reino de lo sonoro, del grito, de las desacompasadas
vibraciones de la garganta humana, resultan incompatibles con la manifestación
artística escogida (lo cual está enfatizado por el hecho de
que el homúnculo carece de orejas). No obstante, el grito ausente se
aproxima más a la aún más ausente experiencia de soledad y ansiedad
atroces que el grito debía “expresar”. Esas vueltas y revueltas se inscriben
en la superficie pintada mediante los grandes círculos concén-
30
tricos en los cuales se hace en última instancia visible la vibración sonora,
como si se tratara de una superficie líquida: es un retorno infinito
que se expande desde la víctima hasta convertirse en geografía misma
de un universo en el cual el propio dolor habla y vibra por intermedio
de la puesta del sol y el paisaje, ambos elementos materiales.
El mundo visible se convierte en las paredes de la mónada, sobre las
cuales este “grito que recorre la naturaleza” (palabras de Munch) se
graba y se transcribe: ello nos recuerda a aquel personaje de Lautréamont
que, habiendo crecido dentro de una membrana hermética y silenciosa,
al contemplar lo monstruoso de la deidad, la rompe de un grito,
y de esa manera se incorpora al mundo del sonido y el sufrimiento.
Todo lo anterior sugiere una hipótesis histórica más general:
conceptos como la ansiedad y la alienación (y las experiencias a las
que corresponden, como sucede en El grito) ya no resultan apropiados
en el mundo del posmodernismo. Las grandes figuras de Warhol
—la propia Marilyn o Eddie Sedgewick—, los famosos casos de aniquilación
y autodestrucción de fines de la década de 1960, y las grandes
experiencias dominantes de la droga y la esquizofrenia, parecen
ya no tener mucho en común ni con la histeria y las neurosis de los
tiempos de Freud, ni con las experiencias clásicas de aislamiento y
soledad radicales, anomia, revuelta privada, locura al estilo de Van
Gogh, que dominaran el período de auge modernista. Este desplazamiento
en la dinámica de las patologías culturales puede describirse
diciendo que la alienación del sujeto ha sido sustituida por la fragmentación
del sujeto.
Estos términos traen inevitablemente a la memoria uno de los
temas más de moda en la teoría contemporánea: el de la “muerte” del
propio sujeto —o dicho en otras palabras, el fin de la mónada, o el
ego, o el individuo burgués autónomo— y el stress que acompaña a
este fenómeno, sea como nueva moral o como descripción empírica,
al producirse el descentramiento de este sujeto o de esta siquis previamente
centrada. (De las dos posibles formulaciones de esta idea —la
historicista, que plantea que un sujeto que estuvo una vez centrado, en
el período del capitalismo clásico y de la familia nuclear, se ha disuelto
hoy en el mundo de la burocracia organizativa; y la posición poses-
31
tructuralistas, más radical, que sugiere que tal sujeto nunca existió, sino
como una especie de espejismo ideológico—, me inclino obviamente
hacia la primera; de cualquier modo, la segunda debe tomar en
consideración algo así como “la realidad de la apariencia”).
Debemos añadir que el propio problema de la expresión está
estrechamente relacionado con una concepción del sujeto como un recipiente
monádico, en cuyo interior hay sentimientos que se expresan
mediante su proyección hacia el exterior. Sin embargo, debemos enfatizar
el grado hasta el cual el concepto modernista de estilo personal,
junto a sus ideales colectivos de vanguardia política o artística, se sostienen
o no a la luz de esa noción (o experiencia) previa del llamado
sujeto centrado.
Aquí nuevamente el cuadro de Munch representa un complejo
reflejo de esta situación: nos muestra que la expresión requiere de
la categoría de la mónada individual, pero también nos pone a la vista
el alto precio que hay que pagar por esa precondición, al dramatizar la
infeliz paradoja de que cuando se erige la subjetividad individual en
campo autosuficiente y en reino cerrado por derecho propio, también
se está cortando al individuo de todo lo demás y condenándolo a la soledad
sin aire de la mónada, enterrada viva y condenada a una celda
de la que no hay escapatoria.
Presumiblemente, el posmodernismo marcará el fin de este
dilema, al que sustituye por uno nuevo. No hay duda de que el fin del
ego o la mónada burguesa implica el fin de las sicopatologías de ese
mismo ego: es a esto a lo que he llamado la mengua de los afectos.
Pero ello también implica el fin de muchas cosas más: el fin, por
ejemplo, del estilo, en el sentido de lo peculiar y lo personal; el fin de
la pincelada individual distintiva (simbolizado en el surgimiento de la
primacía de la reproducción mecánica). En lo que toca a la expresión
y a sentimientos o emociones, la liberación en la sociedad contemporánea,
de la antigua anomia del sujeto centrado puede también implicar
no sólo la liberación de la ansiedad, sino la liberación de todo otro
tipo de sentimiento, dado que ya no existe un ser para sentir. Esto no
quiere decir que los productos culturales de la era posmoderna estén
totalmente desprovistos de sentimientos, sino que los mismos — a los
32
que quizás sería más adecuado denominar “intensidades”— son ahora
impersonales y flotantes, y tienden a estar dominados por un tipo peculiar
de euforia a la que volveré a referirme al final de este ensayo.
Sin embargo, la mengua de los afectos podría también caracterizarse,
en el más estrecho contexto de la crítica literaria, como la
mengua de las grandes temáticas del período cumbre del modernismo
del tiempo y la temporalidad, de los misterios elegiacos de la durée y
la memoria (que se debe entender totalmente como una categoría de la
crítica literaria asociada tanto con el modernismo como con las propias
obras). No obstante, se nos ha dicho a menudo que ahora habitamos
lo sincrónico en vez de lo diacrónico. y creo que se puede argumentar,
al menos empíricamente, que nuestra vida diaria, nuestra experiencia
síquica, nuestros lenguajes culturales, están hoy por hoy dominados
por categorías de espacio y no por categorías de tiempo, como
lo estuvieran en el período precedente de auge del modernismo.
33
II
El posmodernismo y el
pasado
El pastiche eclipsa a la parodia
La desaparición del sujeto individual, unida a su consecuencia
formal, la creciente falta de disponibilidad del estilo personal, han
engendrado la práctica hoy día casi universal de lo que se puede denominar
pastiche. Este concepto, que debemos a Thomas Mann (en
Doktor Faustus), quien a su vez lo tomó de la gran obra de Adorno
sobre las dos vías de la experimentación musical avanzada (la planificación
innovadora de Schoenberg, el eclecticismo irracional de Stravinsky),
se debe distinguir muy bien de la más aceptada idea de la parodia.
Ésta última encontró terreno fértil en las idiosincrasias de los
modernos y de sus estilos “inimitables”: las largas oraciones de Faulkner
con sus gerundios sin aliento; las imágenes de la naturaleza de
Lawrence, puntuadas por un coloquialismo quisquilloso; las inveteradas
hipóstasis de partes no sustantivas del discurso (“las intrincadas
evasiones”) de Wallace Steven; los fatales, aunque finalmente prede-
35
cibles, desplazamientos de Mahler de un pathos orquestal al sentimiento
de un acordeón aldeano; la práctica meditativo–solemne de
Heidegger de la falsa etimología como forma de “prueba”... Todos
ellos nos parecen “característicos” en la misma medida en que se desvían
ostentosamente de una norma que posteriormente se reafirma, no
de manera necesariamente inamistosa, mediante una imitación sistemática
de sus deliberadas excentricidades.
Sin embargo, en el salto dialéctico de la cantidad a la calidad,
la explosión de la literatura moderna para convenirse en una diversidad
de estilos y manierismos privados ha estado seguida por la fragmentación
lingüística de la propia vida social, hasta el punto de que la
norma misma se eclipsa: reducida a un discurso neutral y cosificado
(muy lejano a las aspiraciones utópicas de los inventores del esperanto
o el inglés básico) que se convierte a su vez en otro idiolecto entre
muchos más. De aquí que los estilos modernistas se transformen en
códigos posmodernistas, y que la estupenda proliferación actual de
códigos sociales en jergas de las profesiones y las disciplinas, así como
a manera de emblemas de afirmación de adhesión a etnias, géneros,
razas, religiones y fracciones de clases constituye también un fenómeno
político, como demuestra suficientemente el problema de la
micropolítica. Si las ideas de una clase dominante fueron en una época
la ideología dominante (o hegemónica) de la sociedad burguesa,
hoy en día los países capitalistas avanzados se han convertido en campo
de una heterogeneidad estilística y discursiva carente de norma.
Aunque amos sin rostro siguen modelando las estrategias económicas
que constriñen nuestra existencia, los mismos ya no necesitan (o no
pueden) imponer su discurso; y la posliterariedad del mundo del capitalismo
tardío no sólo refleja la ausencia de un gran proyecto colectivo,
sino también la desaparición del antiguo lenguaje nacional.
En esta situación, deja de existir la vocación de la parodia:
esa nueva y extraña cosa, el pastiche, viene a ocupar su lugar. El pastiche,
como la parodia, es la imitación de una máscara peculiar, un
discurso en una lengua muerta: pero es una práctica neutral de tal imitación,
carente de los motivos ulteriores de la parodia, amputada de su
impulso satírico, despojada de risas y de la convicción de que junto a
36
la lengua anormal, de la que se ha echado mano momentáneamente,
aún existe una saludable normalidad lingüística. El pastiche es, pues,
una parodia vacía, una estatua con cuencas ciegas; es a la parodia lo
que esa otra contribución moderna, interesante e históricamente original,
la práctica de una ironía vacua, es a lo que Wayne Booth llama las
“ironías de establo” del XVIII.
Comenzaría a parecer, entonces, que el diagnóstico profético
de Adorno se ha hecho realidad, aunque de manera negativa: el verdadero
precursor de la producción cultural posmoderna no es Schoenberg
(la esterilidad de cuyo logrado sistema ya había alcanzado a percibir),
sino Stravinsky. Porque con el derrumbe de la ideología del estilo
del auge modernista —aquello que es tan peculiar e inconfundible
como las huellas digitales, tan incomparables como el cuerpo individual
(que era, para el joven Roland Barthes, la fuente de la invención
y la innovación estilísticas)—, los productores de la cultura no tienen
hacia dónde volverse, sino al pasado: la imitación de estilos muertos,
el discurso a través de todas las máscaras y las voces almacenadas en
el museo imaginario de una cultura que ya es global.
El “historicismo” borra la historia
37
Evidentemente, esta situación determina lo que los historiadores
de la arquitectura denominan “historicismo” o sea, la canibalización
al azar de todos los estilos del pasado, el libre juego de la alusión
estilística y, en general, lo que Henri Lefebvre ha llamado la creciente
primacía de los “neo”. No obstante, esta omnipresencia del
pastiche no resulta incompatible con cierto humor (ni tampoco es inocente
de toda pasión), o al menos con la adicción, con un apetito históricamente
original de los consumidores por un mundo transformado
en meras imágenes de sí mismo y por seudoacontecimientos y “espectáculos”
(término empleado por los situacionistas). Es para tales objetos
que podemos reservar el concepto platónico de “simulacro”: una
copia idéntica de un original que nunca ha existido. Resulta altamente
apropiado que la cultura del simulacro nazca en una sociedad en que
el valor de cambio se ha generalizado hasta el punto de que desaparece
hasta el recuerdo del valor de uso, una sociedad de la que Guy Debord
ha señalado, en una frase extraordinaria, que en ella “la imagen
se ha convertido en la forma final de la cosificación para la transformación
en mercancía” (La sociedad del espectáculo*).
Resulta lógico esperar que la nueva lógica espacial del simulacro
ejerza un efecto decisivo sobre lo que solía ser el tiempo histórico.
De aquí que el propio pasado resulta modificado: lo que fue
en la novela histórica, como Lukacs la define, la genealogía orgánica
del proyecto colectivo burgués —lo que aún es, para la historiografía
redentora de un E.P. Thompson o de una “historia oral” norteamericana,
para la resurrección de los muertos de generaciones anónimas y silenciadas,
la dimensión retrospectiva indispensable para cualquier reorientación
vital de nuestro futuro colectivo— se ha convertido, entre
tanto, en una vasta colección de imágenes, en un multitudinario simulacro
fotográfico. La poderosa frase de Guy Debord resulta todavía
más adecuada para la “prehistoria” de una sociedad privada de toda
historicidad, cuyo propio pasado putativo es poco más que un conjunto
de polvorientos espectáculos. En leal conformidad con la teoría lingüística
posestructuralista, el pasado como “referente” se ve gradualmente
cercado, y poco a poco totalmente borrado, tras lo cual sólo nos
quedan textos.
La moda de la nostalgia
No obstante, no debe pensarse que a este proceso lo acompa-
ña la indiferencia: por el contrario, la notable intensificación actual de
la preferencia por la imagen fotográfica constituye un síntoma tangible
de un historicismo omnipresente, omnívoro y casi libidinal. Los
arquitectos emplean esta palabra (excesivamente polisémica) para designar
el blando eclecticismo de la arquitectura posmoderna, que cani-
38
* Hay trad cast.: La Sociedad del Espectáculo, Bs. As., De la Flor, 1974 (N. del Ed.).
baliza al azar y sin principios, pero con apetito, todos los estilos arquitectónicos
del pasado, y los combina para producir conjuntos demasiado
estimulantes. La palabra nostalgia no parece enteramente satisfactoria
para describir dicha fascinación (especialmente cuando se
piensa en el dolor de la nostalgia propiamente modernista de un pasado
más allá de todo rescate estético) y, sin embargo, ella dirige nuestra
atención a una manifestación culturalmente más generalizada de este
proceso en el arte y el gusto comerciales: las llamadas “películas nostálgicas”
(o lo que los franceses denominan “la mode rétro”.).
Ellas restructuran todo el problema del pastiche y lo proyectan
a un nivel colectivo y social en el que el intento desesperado por
capturar un pasado ausente se refracta a través de la férrea ley del
cambio de las modas y la emergente ideología de la “generación”.
American Grafitti (1973) se propuso recapturar, como han intentado
desde entonces tantos filmes, la fascinante realidad perdida de la era
Eisenhower: y uno tiende a sentir que, al menos para los norteamericanos,
los años cincuenta siguen siendo el privilegiado objeto perdido
del deseo, y no sólo por la estabilidad de la pax americana, sino también
por la primera inocencia ingenua de los impulsos contraculturales
de los inicios del rock-and-roll y las pandillas juveniles (Rumblefish
de Coppola* sería entonces el llanto funerario contemporáneo por su
muerte, aunque, de manera contradictoria, la película también está filmada
en un genuino estilo de “filme nostálgico”). Después de esta
brecha inicial, otros períodos generacionales se abrieron a la colonización
estética: testigos de ello son la recuperación estilística de los años
treinta estadounidenses e italianos en Chinatown, de Polanski, e Il
conformista, de Bertolucci, respectivamente. Lo que es más interesante
y problemático son los intentos últimos para, mediante este discurso,
poner sitio, bien a nuestro presente o nuestro pasado inmediato,
bien a una historia más distante, que escapa a la memoria existencial
individual.
Al enfrentarse a estos objetos últimos —nuestro presente social,
histórico y existencial, y el pasado como “referente”— se hace
* Estrenada en Argentina como La Ley de la Calle (N.del Ed.).
39
evidente de manera dramática la incompatibilidad del lenguaje artístico
posmodernista de la “nostalgia” con una genuina historicidad. Sin
embargo, esta contradicción obliga al modelo a avanzar hacia una
compleja e interesante inventiva formal nueva: se da por sentado que
el filme nostálgico nunca fue una “representación” pasada de moda de
un contenido histórico, sino que abordó el pasado mediante una connotación
estilística, transmitiendo “lo pasado” mediante las cualidades
brillosas de la imagen y la atmósfera de los años treinta o la de los
años cincuenta, a través de los atributos de la moda (con lo que sigue
la receta del Barthes de Mythologies, que concebía la connotación como
el suministro de idealidades imaginarias y esterotípicas: la “sinitud”,
por ejemplo, como el “concepto” de China de Disney–EPCOT).
La insensible colonización del presente por parte de la moda
de la nostalgia se puede observar en Bodyheat, el elegante filme de
Lawrence Kazdan, una versión nueva, distante y característica de una
“sociedad de la riqueza” de la novela The Postman Always Rings
Twice, de James M. Cain, ubicado en un pequeño pueblo de La Florida
no lejos de Miami, en la actualidad. No obstante, la palabra “versión”
resulta anacrónica en el sentido de que nuestra conciencia de la
prexistencia de otras versiones, tanto de filmes previos basados en la
novela, como de la propia novela, forman ahora parte constitutiva y
esencial de la estructura de la película: en otras palabras, ahora nos
encontramos con la “intertextualidad” como una característica deliberada
e integral del efecto estético, y como operador de una nueva connotación
de “lo pasado” y de una profundidad seudohistórica en que la
historia de los estilos estéticos desplaza a la “verdadera” historia.
40
Sin embargo, desde el mismo inicio, todo un conjunto de signos
estéticos comienzan a distanciarnos en el tiempo de la imagen oficialmente
contemporánea: por ejemplo, el diseño art deco de los
títulos de crédito tiene el propósito de programar al espectador para
que asuma el modo adecuado de recepción “nostálgica” (los préstamos
del art deco tienen una función muy similar en la arquitectura
contemporánea, como se observa en el notable Eaton Centre de Toronto).
Al mismo tiempo se activa un dispositivo algo diferente de
connotaciones mediante alusiones complejas (aunque puramente for-
males) de las propias instituciones del “star system”. El protagonista,
William Hurt, forma parte de una nueva generación de “estrellas” de
cine cuyo status difiere radicalmente del de la generación precedente
de superestrellas masculinas, tales como Steve McQueen o Jack Nicholson
(o, incluso más distante, Marlon Brando), así como de momentos
precedentes de la evolución de la institución del estrellato. La
generación inmediatamente precedente proyectaba sus diversos papeles
por intermedio de famosas personalidades “extracinematográficas”,
que a menudo tenían connotaciones de rebelión o inconformismo.
La más reciente generación de estrellas sigue garantizando las
funciones convencionales del estrellato (la más notable de las cuales
es la sexualidad), pero con absoluta ausencia de “personalidad” en el
antiguo sentido del término, y con algo del anonimato de la actuación
de carácter (que en actores como Hurt alcanza proporciones de virtuosismo,
y que, sin embargo, es muy diferente del antiguo virtuosismo
de Brando u Olivier). No obstante, esta “muerte del sujeto” en la institución
del estrellato abre las posibilidades para un juego de alusiones
históricas a papeles mucho más antiguos —en este caso, los asociados
con Clark Gable—, de modo que el propio estilo de actuación también
puede servir como “connotador” del pasado.)
Finalmente, la locación de la película ha sido estratégicamente
delimitada, con gran ingeniosidad, para ocultar la mayoría de las se-
ñales que normalmente revelan la contemporaneidad de los Estados
Unidos en la era multinacional: la ubicación del filme en un pueblo
pequeño le permite a la cámara eludir los rascacielos de los años setenta
y ochenta (aunque un episodio clave de la narrativa tiene que ver
con la despiadada destrucción de viejos edificios por parte de especuladores
en terrenos); mientras que el mundo de los objetos de actualidad
—artefactos y artículos electrodomésticos, e incluso los automó-
viles, cuyo estilo serviría de inmediato para ubicar las imágenes en el
tiempo— ha sido cuidadosamente excluido. Por tanto, todo en el filme
conspira para diluir su contemporaneidad oficial y para permitirle al
espectador recibir la narrativa como si la misma estuviera ubicada en
unos eternos años treinta, más allá del tiempo histórico real. El acercamiento
al presente mediante el lenguaje artístico del simulacro o del
41
pastiche de un pasado estereotípico dotan a la realidad actual, y a la
amplitud de la historia presente, del hechizo y la distancia de un satinado
espejismo. Pero este propio modo estético, con su poder hipnótico,
surgió como síntoma elaborado de la mengua de nuestra historicidad,
de nuestra posibilidad vital de experimentar la historia de manera
activa: por tanto, no se puede afirmar que produzca este extraño ocultamiento
del presente por su propio poder formal, sino sólo que lo hace
con el fin de demostrar, mediante estas contradicciones internas, la
enormidad de una situación en la que parecemos ser cada día más incapaces
de crear representaciones de nuestra propia experiencia actual.
El destino de la “verdadera historia”
En lo que concierne a la “verdadera historia” —el objeto tradicional,
defínasela como se le defina, de lo que solía ser la novela
histórica—, resultará más revelador retornar ahora a esa forma precedente
y desentrañar su destino posmoderno en la obra de uno de los
pocos novelistas de izquierda serios e innovadores de los actuales Estados
Unidos, cuyos libros se nutren de la historia en el sentido más
tradicional y que, hasta el momento, parece exponer sucesivos momentos
generacionales de la “épica” de la historia norteamericana.
Ragtime, de E. L. Doctorow, presenta oficialmente como un panorama
de las dos primeras décadas del siglo; la más reciente novela de
este escritor, Loon Lake, se ubica en los años treinta y la Gran Depresión;
mientras que The Book of Daniel nos muestra, en dolorosa yuxtaposición,
los dos grandes momentos de la Nueva y la Vieja Izquierdas,
del comunismo de los años treinta y cuarenta y del radicalismo de
los sesenta (se puede afirmar que hasta el oeste escrito a principios de
su carrera se ajusta a este esquema, y que designa, de manera menos
articulada y menos suelta desde un punto de vista formal, el fin de la
frontera de fines del siglo XIX).
42
The Book of Daniel no es la única de estas tres grandes novelas
históricas que establece un vínculo narrativo explícito entre el
presente del lector y del escritor y la realidad histórica precedente, que
es el tema de la obra; la sorprendente página final de Loon Lake, que
no voy a contar, hace lo mismo de manera muy diferente; resulta de
interés también recordar que la primera oración de la versión original
de Ragtime nos ubica explícitamente en nuestro propio presente, en la
casa del novelista en New Rochelle, Nueva York, que inmediatamente
se convierte en el escenario de su propio (e imaginario) pasado en los
primeros años del siglo. Este detalle ha sido suprimido del texto publicado,
en lo que equivale a un corte simbólico de las amarras de la novela
para permitirle flotar en un nuevo mundo de tiempo histórico pasado
cuya relación con los lectores resulta altamente problemática.
Sin embargo, la autenticidad de este gesto puede medirse por el evidente
hecho existencial de que ya no parece haber ninguna relación
orgánica entre la historia de los Estados Unidos que aprendemos en
los libros de texto y la experiencia de vida de la actual ciudad multinacional,
plagada de rascacielos y enferma de estagflación, la que aparece
en los periódicos y conforma nuestra vida diaria.
43
No obstante, una crisis de la historicidad se inscribe sintomá-
ticamente en diversas y curiosas características formales dentro del
texto. Su tema oficial es la transición de una política radical y obrera
previa a la Primera Guerra Mundial (las grandes huelgas), a la invención
tecnológica y la nueva producción de mercancías en los años
veinte (el surgimiento de Hollywood y de la imagen como mercancía):
la versión interpolada de Michael Kolhaas de Kleist, el extraño
y trágico episodio de la revuelta del protagonista negro, pueden concebirse
por un momento como relacionados con este proceso. Lo que
quiero plantear, sin embargo, no es una hipótesis relativa a la coherencia
temática de esta narrativa descentrada; en realidad, se trata de todo
lo contrario: el tipo de lectura que esta novela nos impone nos hace
prácticamente imposible aprehender y tematizar esos “temas” oficiales
que flotan sobre el texto, pero que no pueden integrarse en nuestra
lectura de las oraciones que lo conforman. En este sentido, no es sólo
que la novela se resista a la interpretación, sino que está sistemática y
formalmente organizada para establecer un cortocircuito con un tipo
más antiguo de interpretación social e histórica, que constantemente
nos muestra y después retira de nuestra vista. Cuando recordamos que
la crítica y el rechazo teóricos de la interpretación como tal son componentes
fundamentales de la teoría posestructuralista, resulta difícil
no sacar en conclusión que, de manera deliberada, Doctorow ha integrado
esta tensión, esta contradicción, en el flujo de las oraciones de
la su novela.
Como es de conocimiento general, el libro está repleto de
personajes históricos reales —desde Teddy Roosevelt hasta Emma
Goldman, desde Harry K. Thaw y Sandford White hasta J. Pierpont
Morgan y Henry Ford, para no hablar del papel mucho más central
que desempeña Houdini— que interactúan con la familia de ficción, a
cuyos miembros se designa solamente con los nombres de el Padre, la
Madre, el Hermano Mayor, etc. No hay dudas de que desde el propio
Scott, todas las novelas históricas, de una u otra manera, movilizan el
conocimiento histórico previo, adquirido generalmente partir de los libros
de texto de historia escritos con propósitos de legitimación por
esta o aquella tradición nacional, con lo que se crea una narrativa dialéctica
entre lo que ya “sabemos” sobre, por ejemplo, el Pretendiente,
y lo que lo vemos hacer concretamente en las páginas de la novela.
Pero el procedimiento de Doctorow parece ser mucho más extremo; y
yo plantearía que la designación de ambos tipos de personajes —nombres
históricos y vínculos familiares escritos con mayúsculas— opera
de manera sistemática y poderosa en la cosificación de todos estos
personajes y en imposibilitamos el recibir su representación sin la intercepción
previa del conocimiento ya adquirido o doxa.: todo ello dota
al texto de un extraordinario sabor de déjà vu y de una peculiar familiaridad
que el lector se siente tentado de asociar con el “regreso de
lo reprimido” de Freud en The Uncanny, y no con una sólida formación
historiográfica.
La pérdida del pasado radical
Entre tanto, las oraciones en las que todo esto tiene lugar poseen
su propia especificidad, que nos permitirá distinguir un tanto más
44
concretamente entre la elaboración por parte de los modernos de un
estilo personal y este nuevo tipo de innovación lingüística, que ya no
es, de ningún modo, personal, sino que tiene más bien un parentesco
con lo que hace ya mucho tiempo Barthes denominara “escritura blanca”.
En esta novela, Doctorow se ha impuesto un riguroso principio de
selección, por el que sólo utiliza oraciones enunciativas sencillas (predominantemente
regidas por los verbos “ser” o “estar”). El efecto, sin
embargo, no es el que nos produce la simplificación condescendiente
y el cuidado simbólico de la literatura infantil, sino algo mucho más
inquietante, una especie de sensación de profunda violencia subterrá-
nea ejercida contra el inglés de los Estados Unidos que, sin embargo,
no puede detectarse empíricamente en ninguna de las oraciones, gramaticalmente
perfectas, que componen la obra. Otras “innovaciones”
técnicas más visibles pueden proporcionar una pista acerca de lo que
sucede con el lenguaje en Ragtime: por ejemplo, resulta muy conocido
que la fuente de muchos de los efectos característicos de L’etranger,
la novela de Camus, se deben a la decisión concierne del autor de
emplear en todo el texto el tiempo verbal francés del passé composé,
en lugar de otros tiempos verbales del pasado que se emplean más
normalmente en la narración en ese idioma. Mi opinión es que se siente
como si algo semejante sucediera en este caso (no quiero hacer afirmaciones
más categóricas en lo que constituye sin dudas una comparación
extravagante); creo, entonces, que es como si Doctorow se hubiera
propuesto sistemáticamente producir el efecto, o el equivalente
en su idioma, de un tiempo verbal del pasado que el inglés no tiene: el
pretérito francés (o passé simple), cuyo movimiento “perfectivo”, como
nos enseñara Emile Benveniste, nos sirve para separar los acontecimientos
del presente en que se enuncian, y para transformar el curso
del tiempo y de la acción en objetos–acontecimiento terminados, completos,
aislados, puntuales, separados de cualquier situación presente
(incluso del acto de la narración o la enunciación).
E. L. Doctorow es el poeta épico de la desaparición del pasado
radical de los Estados Unidos, de la supresión de tradiciones y momentos
previos de tradición radical norteamericana; nadie que tenga
inclinaciones de izquierda puede leer estas espléndidas novelas sin ex-
45
perimentar una aguda zozobra, y ello equivale a una vía auténtica para
analizar nuestros dilemas políticos actuales. Sin embargo, lo que resulta
interesante desde un punto de vista cultural, es que se vio obligado
presentar formalmente este gran tema (dado que la mengua del
contenido es precisamente su tema) y, aún más, que tuvo que elaborar
su obra por intermedio de la propia lógica cultural del posmodernismo,
que es la marca y el síntoma de su dilema. Loon Lake hace uso
de modo mucho más obvio de las estrategias del pastiche (sobre todo
en la reinvención de Dos Passos), pero Ragtime sigue siendo el monumento
más peculiar y deslumbrante de la situación estética engendrada
por la desaparición del referente histórico. Esta novela histórica
ya no puede proponerse representar el pasado histórico; sólo puede
“representar” nuestras ideas y estereotipos sobre ese pasado (que se
convierte por ello, de inmediato, en “historia pop”). De este modo, la
producción cultural resulta encerrada en un espacio mental que ya no
es el del antiguo sujeto monádico, sino el de una especie de degradado
“espíritu objetivo” colectivo: ya no puede referirse a un mundo real
putativo, a una reconstrucción de la historia pasada que fuera en cierto
momento un presente; más bien, como en la caverna de Platón, debe
trazar nuestras imágenes mentales de este mundo en los muros que la
limitan. Por tanto, si es que queda aquí algún realismo, es el derivado
del asombro al comprender ese confinamiento, y de la lenta toma de
conciencia de una nueva y original situación histórica en que nos vemos
condenados a partir en busca de la Historia mediante nuestras
propias imágenes pop y simulacros de esa historia, que se mantiene
siempre fuera de nuestro alcance.
46
III
La ruptura de la cadena
de significantes
47
La crisis de la historicidad impone un retorno de nuevo tipo a
la cuestión de la organización temporal del campo de fuerzas posmoderno
y, de hecho, al problema de la forma que podrán adoptar el
tiempo, la temporalidad y lo sintagmático en una cultura creciente
mente dominada por el espacio y la lógica espacial. Si en realidad el
sujeto ha perdido su capacidad de extender activamente sus pro–ten
siones y sus re–tensiones en las diversas dimensiones temporales, y de
organizar su pasado y su futuro en forma de experiencia coherente, se
hace muy difícil pensar que las producciones culturales de ese sujeto
puedan ser otra cosa que “montones de fragmentos” y una práctica de
lo heterogéneo y lo fragmentario al azar, así como de lo aleatorio. Sin
embargo, estos son precisamente algunos de los términos que se ha
preferido en el análisis de la producción cultural posmodernista (y con
los que la han defendido sus apologistas). No obstante, aquéllos siguen
siendo rasgos de carácter negativo, las formulaciones más sustantivas
utilizan términos como textualidad, écritutre o escritura esquizofrénica,
y son estos los que analizaremos a continuación.
Me ha resultado útil sacar aquí a colación la descripción de la
esquizofrenia de Lacan, no porque tenga yo manera de saber si es correcta
desde un punto de vista clínico, sino fundamentalmente porque,
más como una descripción que como un diagnóstico, me parece que
ofrece un modelo estético sugerente. (Es obvio que estoy muy lejos de
pensar que los artistas posmodernistas más significativos —Cage,
Ashbey, Sollers, Roberto Wilson, Ishmael Reed, Michael Snow, Warhol
o incluso el propio Beckett— son esquizofrénicos en un sentido
clínico). Ni estoy tampoco proponiendo un diagnóstico cultural y de
personalidad de nuestra sociedad y su arte, como hacen críticos culturales
como Christopher Lasch en su influyente The Culture of narcissism,
del cual quiero desasociar radicalmente tanto el espíritu como
la metodología del presente trabajo: creo que se pueden decir cosas
mucho peores sobre nuestro sistema social que las que nos permiten
enunciar las categorías sicológicas.
En resumen, Lacan describe la esquizofrenia como una ruptura
en la cadena de significantes, o sea, en la serie sintagmática intervinculada
de significantes que constituye una expresión o un mensaje.
Me veo obligado a omitir el trasfondo sicoanalítico ortodoxo o familiar
de esta situación, que Lacan traslada al código del lenguaje, al
describir la rivalidad edípica no tanto en términos del individuo bioló-
gico que rivaliza por la atención de la madre, sino más bien de lo que
él denomina El–Nombre–del–Padre, o la autoridad paterna considerada
como función lingüística. Su concepto de cadena de significantes, presupone
esencialmente uno de los principios básicos (y uno de los
grandes descubrimientos) del estructuralismo saussureano; la afirmación
de que el mensaje no consiste en una relación simple entre significante
y significado, entre la materialidad del lenguaje, entre una palabra
o un nombre y su referente o concepto. De acuerdo con esta nueva
visión, el mensaje se genera en el movimiento de significante a significante:
lo que generalmente denominamos significado —el mensaje
o contenido conceptual de una expresión— tiene que ser considerado
ahora como un efecto–mensaje, como el espejismo objetivo de significación
generado y proyectado por la relación de los significantes entre
sí. Cuando esa relación se rompe, cuando se quiebra uno de los esla-
48
bones de la cadena de los significantes estamos en presencia de la esquizofrenia
en su forma de desechos de significantes distintos y no relacionados
entre sí. La conexión entre este tipo de defecto lingüístico
y la siquis del esquizofrénico puede entonces entenderse mediante una
afirmación dual: primero, que la identidad personal es el efecto de una
cierta unificación temporal del pasado y el futuro con el presente; y
segundo, que esa unificación temporal activa es una función del lenguaje,
o mejor aún de la oración, en su movimiento dentro de su círculo
hermenéutico a lo largo del tiempo. Si somos incapaces de unificar
el pasado, el presente y el futuro de nuestra propia experiencia bioló-
gica o nuestra vida síquica.
Por tanto, con la ruptura de la cadena de significantes, el esquizofrénico
se ve reducido a una experiencia de significantes puramente
materiales, o, en otras palabras, a una serie de presentes puros y
desconectados en el tiempo. Inmediatamente procederemos a plantearnos
preguntas sobre los resultados culturales o estéticos de tal situación;
antes quiero referirme a los sentimientos que provoca:
Recuerdo muy bien el día en que sucedió. Estábamos pasando
una temporada en el campo, y yo había salido a dar una caminata
sola, como hacía de vez en cuando. De repente, al pasar junto
a la escuela, oí una canción alemana; los niños recibían su lección
de canto. Me detuve a escuchar y en ese instante me sobrecogió
un extraño sentimiento, un sentimiento difícil de analizar,
pero semejante a algo que posteriormente llegaría a conocer
muy bien: una inquietante sensación de irrealidad. Me parecía
que ya no reconocía la escuela, que esta había crecido hasta hacerse
del tamaño de una barraca; los niños que cantaban eran
prisioneros a los que obligaban a cantar. Era como si la escuela
y el canto de los niños hubieran sido cortados del resto del mundo.
Al mismo tiempo, mis ojos tropezaron con un campo de trigo
cuyos límites no podía percibir. La vastedad amarilla, refulgente
bajo el sol, unida al canto de los niños aprisionados en la
escuela–barraca de lisas piedras, me llenaban de tal ansiedad que
rompí en sollozos. Regresé corriendo a nuestro jardín y empecé
a jugar “para hacer que las cosas tomaran su apariencia usual”, o
49
sea, para regresar a la realidad. Fue la primera aparición de esos
elementos que estuvieron siempre presentes en posteriores sensaciones
de irrealidad: vastedad ilimitada, luz brillante, y la lisura
y el lustre de las cosas materiales.3
En nuestro contexto actual, esta experiencia sugiere los siguientes
comentarios: primero, la ruptura de la temporalidad libera
súbitamente este presente del tiempo de todas las actividades e intenciones
que pudieran concentrarse y convertirlo en un espacio para la
praxis; así aislado, el presente engloba de repente al sujeto con una viveza
extraordinaria, con una materialidad de percepción realmente
abrumadora que subraya de manera efectiva el poder del significante
material —o mejor aún, literal— aislado. Este presente del mundo o
del significante material se le presenta al sujeto con una intensidad
acrecida, como portador de una misteriosa carga de afecto, descrito
aquí en los términos negativos de ansiedad y pérdida de la realidad,
pero que son igualmente imaginables en los términos positivos de euforia,
de borrachera, de intensidad producto de la alucinación o de las
drogas.
“China”
Lo que tiene lugar en el arte esquizofrénico o de la textualidad
resulta brillantemente ilustrado por estos recuentos clínicos, aún
cuando en el texto cultural el significante aislado ya no es un enigmático
estado del mundo o un fragmento del lenguaje incomprensible,
aunque hipnótico, sino algo que se asemeja más a una operación en libre
aislamiento. Piénsese, por ejemplo, en la experiencia de la música
de John Cage, en la que a una colección de sonidos materiales (en el
piano preparado, por ejemplo) sigue un silencio tan intolerable que el
que escucha no puede imaginar que surja otro acorde sonoro, y tam-
50
3 Marguerite Séchehaye: Autobiography of a Schizophrenic Girl, Trad. de G. Rubin,
Rabson, Nueva York, 1968, p.19.
poco puede recordar lo suficientemente bien el acorde previo como
para establecer una conexión con el próximo, si es que esta llega a
producirse. Algunas de las narraciones de Beckett son de este mismo
tipo, en especial Watt, donde una preponderancia de las oraciones en
presente desintegra despiadadamente el hilo narrativo que intenta formularse
a su alrededor. No obstante, el ejemplo que emplearé será menos
sombrío: se trata de un texto de un joven poeta de San Francisco
cuyo grupo o escuela —la llamada Poesía del Lenguaje o Nueva Oración—
parece haber adoptado la fragmentación esquizofrénica como
estética fundamental.
CHINA
Vivimos en el tercer mundo desde el sol.
Número tres. Nadie nos indica
qué hacer.
Los que nos enseñaron a contar eran
muy amables.
Siempre es hora de marcharse.
Si llueve, puede ser que tengas paraguas
o que no lo tengas.
El viento te vuela el sombrero.
También sale el sol.
Me gustaría que la descripción que
hacemos unos de otros no dependiera
de las estrellas; me gustaría que
fuéramos
nosotros mismos quienes nos
describiéramos.
Adelante a tu sombra.
La hermana que señala al cielo al menos
una vez en cada década es una buena
hermana.
Los vehículos de motor dominan el
paisaje.
El tren te lleva a su destino.
Puentes rodeados de agua.
51
Gente que se dispersa en vastas
extensiones de concreto, camino
al avión.
No olvides el aspecto que tendrán tu
sombrero y tus zapatos cuando
no aparezcas.
Hasta las palabras que flotan en el aire
tienen sombras azules.
Si tiene buen sabor, lo comeremos.
Las hojas caen. Señala las cosas.
Escoge lo necesario.
Oye, ¿a que no adivinas? ¿Qué? Aprendí
a hablar. Muy bien.
La persona cuya cabeza estaba
incompleta se echó a llorar.
¿Qué podía hacer la muñeca al caer?
Nada.
Ve a dormir.
Te ves muy bien en shorts. Y la bandera
también se ve muy bien.
Todo el mundo disfrutó las explosiones.
Hora de levantarse.
Pero mejor acostúmbrate a soñar.
Bob Perelman, tomado de Primer,
This Press, Berkeley.
Se podrían decir muchas cosas sobre este interesante ejercicio
de discontinuidades: una, no poco paradójica, es el surgimiento, en
medio de estas oraciones desconectadas, de un mensaje global unificado.
De hecho, en la medida en que de cierta manera curiosa y secreta
este es un poema político, parece capturar algo del entusiasmo que
produce el inmenso e inconcluso experimento social que se desarrolla
en la Nueva China —que no tiene paralelo en la historia mundial—, el
inesperado surgimiento, entre las dos superpotencias, de un “número
tres”, la frescura de todo un nuevo mundo de objetos producidos por
seres humanos que ejercen una nueva forma de control sobre su desti-
52
no colectivo, el importante acontecimiento, sobre todo, que implica
una colectividad que se ha convertido en un nuevo “sujeto de la historia”,
y que, después de una larga sujeción al feudalismo y al imperialismo,
vuelve a encontrar su propia voz, como si fuera por primera
vez.
Sin embargo, lo fundamental que quería señalar es la manera
en que lo que he venido llamando disyunción esquizofrénica o écriture
al generalizarse como estilo cultural, deja de mantener necesariamente
una relación con el contenido mórbido con el que generalmente
asociamos términos como esquizofrenia, y se abre a intensidades más
alegres, o sea, precisamente a esa euforia que vimos desplazar a los
afectos previos de la ansiedad y la alienación.
Considérese, por ejemplo, los comentarios de Sartre sobre
una tendencia similar en Flaubert:
Su oración se cierra sobre el objeto, lo agarra, lo inmoviliza y
lo quebranta, lo envuelve, lo convierte en piedra y petrifica. Es
ciega y muda, carece de sangre, no tiene un aliento de vida; un
profundo silencio la separa de la oración siguiente; cae eternamente
al vacío y arrastra consigo a su presa en esa caída infinita.
Toda realidad, una vez descrita, es aniquilada. [Jean Paul
Sartre: ¿Qué es la literatura?]
53
Sin embargo, me siento tentado a interpretar esta lectura como
una especie de ilusión óptica (o la ampliación fotográfica) de tipo
involuntariamente genealógica, en la cual ciertos rasgos latentes o subordinados,
propiamente posmodernistas, del estilo de Flaubert, son
elevados de manera anacrónica a un primer plano. No obstante, ello
nos proporciona otra interesante lección sobre la periodización y sobre
la restructuración dialéctica de los dominantes y los subordinados culturales.
Porque en Flaubert, estos rasgos eran síntomas y estrategias
de toda esa vida póstuma y ese resentimiento de la praxis que se denuncia
(con creciente simpatía) en las tres mil páginas de El idiota de
la familia, de Sartre. Cuando tales rasgos se convierten en norma cultural,
se despojan de todas esas formas de afecto negativo y se prestan
a otros usos más decorativos.
Pero con esto no hemos agotado totalmente los secretos estructurales
del poema de Perelman, que resulta tener poco que ver con
el referente llamado China. En realidad, el autor relata cómo, deambulando
por el barrio chino, se encontró un álbum de fotos cuyos ideogramas
le resultaban totalmente incomprensibles (o quizás debiera decirse
que eran un significante material). Las oraciones del poema son
los comentarios de Perelman a esas fotografías; sus referentes, otra
imagen, otro texto ausente; y no hay que seguir buscando la unidad
del poema en su lenguaje, sino fuera del poema mismo, en la unidad
de otro libro ausente. Nos encontramos ante un sorprendente paralelo
con la dinámica del llamado fotorrealismo, que pareció ser un regreso
a la representación y la figuración después de la prolongada hegemonía
de la estética de la abstracción, hasta que se hizo evidente que sus
objetos tampoco se encontraban en el “mundo real”, sino que eran fotografías
de ese mundo real, que ahora se transformaba en imágenes
de las cuales el “realismo” de la pintura fotorrealista es el simulacro.
Collage y diferencia radical
54
Estos comentarios sobre la esquizofrenia y la organización
temporal podrían haberse formulado de manera distinta, por lo que
proponemos regresar a la noción de Heidegger de brecha o grieta,
aunque con un enfoque que habría escandalizado a su creador. En realidad,
me gustaría caracterizar la experiencia posmodernista en la forma
con que confío que resulte una frase paradójica: la de que “lo diferente
se parece”. La crítica más reciente, a partir de Macherey, se ha
ocupado de subrayar la heterogeneidad y las profundas discontinuidades
de la obra de arte, que ya no es unificada u orgánica, sino que se
ha convertido en un revoltijo, en una mezcla sin orden ni concierto de
subsistemas descoyuntados y materias e impulsos de todo tipo reunidos
por azar. En otras palabras, la antigua obra de arte se ha transformado
en un texto cuya lectura se realiza sobre la base de la diferenciación
y no de la unificación. Sin embargo, las teorías de la diferencia
han tendido a enfatizar la disyunción hasta el punto de que los materiales
del texto, incluidas sus palabras y oraciones, tienden a disper-
sarse en una pasividad casual e inerte, y a conformar un conjunto de
elementos que guardan unos con otros separaciones puramente externas.
Sin embargo, en las obras posmodernistas más interesantes
se puede detectar una visión más positiva de las relaciones, que devuelve
su tensión propia a la noción misma de diferencias. Este nuevo
modo de relación mediante la diferencia puede ser en ciertas ocasiones
un nuevo y original modo de pensar y percibir, plenamente logrado;
más a menudo adopta la forma de un imperativo imposible; alcanzar
esa nueva mutación en lo que quizás ya no se pueda llamar conciencia.
Creo que el emblema más llamativo de este nuevo modo de
concebir las relaciones se encuentra en la obra de Nam June Paik, cuyas
pantallas de televisión, apiladas unas encima de otras, o colocadas
al azar en medio de una frondosa vegetación, o que nos contemplan
desde un techo de nuevas y extrañas estrellas de video, repiten una y
otra vez secuencias o ciclos de imágenes predeterminadas que retornan
en momentos asincrónicos a las diversas pantallas. Son los espectadores
los que practican la vieja estética, ya que, atónitos ante esta
variedad discontinua, deciden concentrarse en una sola pantalla, como
si la imagen relativamente carente de valor que se muestra en la misma,
tuviera algún valor orgánico en sí. Sin embargo, al espectador posmoderno
se le exige que haga lo imposible: que siga la mutación evolutiva
de David Bowie en The man who Fell to Earth, y que se eleve
hasta el nivel en que la percepción vivida de la diferencia radical se
convierte por y para sí en nuevo modo de aprehender lo que solía llamarse
relación: algo para lo cual la expresión collage sigue siendo un
nombre muy pobre.
55
IV
Lo Sublime histérico
57
Necesitamos ahora completar esta exploración del espacio y
el tiempo posmodernistas con un análisis final de esa euforia o esas
intensidades que parecen caracterizar tan a menudo la nueva experiencia
cultural. Enfaticemos una vez más la enormidad de una transición
que deja tras sí la desolación de los edificios de Hopper o la pura sintaxis
del Medio Oeste de las formas de Sheeler, para sustituirlas por
las extraordinarias superficies del paisaje urbano fotorrealista, donde
incluso los automóviles destruidos brillan con una especie de resplandor
alucinatorio. El alborozo que producen estas nuevas superficies es
tanto más paradójico si se tiene en cuenta que su contenido esencial,
la propia ciudad, se ha deteriorado y desintegrado hasta un grado sin
duda aún inconcebible en los primeros años del siglo XX, para no hablar
de épocas anteriores. Cómo la pobreza urbana puede ser un deleite
para la vista cuando se expresa como conversión en mercancías, y
cómo un salto cuántico sin paralelo en el proceso de alienación de la
vida diaria de la ciudad puede ahora experimentarse en forma de un
nuevo y extraño regocijo alucinatorio, son algunas de las cuestiones
que nos salen al paso en este momento de nuestra pesquisa. Y no se
debe excluir de la investigación a la figura humana, aunque parece
evidente que la nueva estética ha llegado a sentir como incompatible
con la representación del espacio la del cuerpo humano: se trata de
una especie de división estética del trabajo mucho más pronunciada
que cualquiera de las concepciones genéricas previas de paisaje, además
de constituir un síntoma realmente ominoso. El espacio preferido
del nuevo arte es radicalmente antropomórfico, como muestran los ba-
ños vacíos que aparecen en la obra de Doug Bond. Sin embargo, la fetichización
contemporánea última del cuerpo humano toma una dirección
muy diferente en las estatuas de Duane Hanson: aquí se trata de
lo que he llamado el simulacro, cuya función peculiar reside en lo que
Sartre habría denominado la desrealización del mundo circundante de
la realidad cotidiana. El momento de duda y vacilación acerca de la
vitalidad y el calor de estas figuras de poliester, en otras palabras,
tiende a revertirse sobre los seres humanos que recorren el museo, y a
transformarlos a ellos también, por un breve instante, en simulacros
inanimados de color carne. El mundo pierde momentáneamente su
profundidad y amenaza con convenirse en una superficie brillosa, una
ilusión estereoscópica, un flujo de imágenes fílmicas carentes de densidad.
Pero ¿es esta una experiencia regocijante o aterradora?
58
Se ha comprobado cuan fructífero resulta reflexionar sobre
esta experiencia en términos de lo que Susan Sontag denominara
“camp” en cierta ocasión. Yo propongo un análisis algo diferente, derivado
del término igualmente de moda de “lo sublime”, tal como este
ha sido redescubierto en las obras de Edmund Burke y Kant; o quizás
sería deseable unir los dos conceptos para llegar a una especie de
sublime “camp” o “histérico”. Como se recordará, para Burke lo sublime
era una experiencia que bordeaba el terror; era el atisbo, cercado
de asombro, estupor y horror, de aquello que resultaba tan enorme
como para poder aplastar totalmente la vida humana; esta descripción
fue refinada posteriormente por Kant al incluir la cuestión de la representación,
de modo que el objeto de lo sublime ya no es meramente
un problema de poderío, de la inconmensurabilidad física del organismo
humano con respecto a la naturaleza, sino también de los límites
de la figuración y de la incapacidad de la mente humana para representar
esas fuerzas enormes. Burke, en su momento histórico de inicios
del estado burgués moderno, sólo pudo conceptualizar esas fuerzas
en términos de lo divino; por su parte, Heidegger continúa manteniendo
una relación puramente mental con un paisaje campesino precapitalista
orgánico y una sociedad aldeana, que es la forma final de la
imagen de la Naturaleza en nuestro tiempo.
Hoy en día, sin embargo, en el momento del eclipse radical
de la propia naturaleza, resulta posible reflexionar sobre el asunto de
modo diferente; después de todo, el “camino campestre” de Heidegger
ha sido irremediable e irrevocablemente destruido por el capitalismo
tardío, por la revolución verde, por el neocolonialismo y la megalópolis,
que construye sus supercarreteras sobre los antiguos campos y solares
vacíos y convierte la “casa del ser” de Heidegger en condominios,
o en edificios paupérrimos, infestados de ratas y carentes de calefacción.
En ese sentido, el otro de nuestra sociedad ya no es la Naturaleza,
como lo era en las sociedades precapitalistas, sino algo distinto
que tenemos que identificar.
La apoteosis del capitalismo
Me parece de la mayor importancia no entender demasiado
apresuradamente esta otra cosa como la tecnología per se, y pretendo
demostrar que la tecnología es su corporización. No obstante, la tecnología
puede servir de símbolo adecuado para designar ese enorme
poder propiamente humano y antinatural de la fuerza de trabajo humano
inanimada almacenada en nuestras máquinas, una fuerza alienada,
lo que Sartre llama la contrafinalidad de lo práctico–inanimado, que se
vuelve hacia nosotros y contra nosotros en formas irreconocibles y parece
constituir el sólido horizonte distópico de nuestra praxis colectiva
e individual.
59
Sin embargo, de acuerdo con el punto de vista marxista, la
tecnología es el resultado del desarrollo del capital y no una causa primigenia
en sí misma. De ahí que resulte apropiado distinguir entre va-
rias generaciones de maquinarias, entre diversos estadios de la revolución
tecnológica en el propio seno del capital. Me adscribo en este
punto a la opinión de Ernest Mandel, que ha identificado tres de esas
rupturas o saltos cuánticos fundamentales en la evolución de la maquinaria
en las condiciones del capital:
“Las revoluciones fundamentales en la tecnología energética
—la tecnología de la producción de máquinas motrices por medio
de máquinas— se presentan así como los momentos fundamentales
de las revoluciones tecnológicas en su conjunto. La
producción maquinizada de los motores de vapor desde 1948;
la producción maquinizada de los motores eléctricos y de combustión
interna en la última década del siglo XIX; la producción
maquinizada de los aparatos movidos por energía nuclear
y organizados electrónicamente a partir de la década de los
años 40: en este siglo representan las tres revoluciones tecnoló-
gicas engendradas en el modo de producción capitalista desde
la revolución industrial “original” a fines del siglo XVIII.”*
La tesis general de Mandel, que aparece en su libro El Capitalismo
Tardío, está imbuida de un afán de periodización; el autor
sostiene que el capitalismo ha atravesado tres momentos fundamentales,
y que cada uno de ellos ha significado una expansión dialéctica en
relación con el período anterior: estos tres momentos son el capitalismo
de mercado, el estadio monopolista o del imperialismo, y nuestro
propio momento, al que erróneamente se denomina posindustrial, pero
para el cual un nombre mejor podría ser el de capitalismo multinacional.
Ya he señalado que la interpretación de Mandel sobre el estadio
posindustrial supone que lejos de resultar inconsecuente con el
grandioso análisis realizado por Marx en el siglo XIX, el capitalismo
tardío, o multinacional, o de consumo, constituye, por el contrario, la
forma más pura de capital que haya surgido, una prodigiosa expansión
del capital hacia zonas que no habían sido previamente convertidas en
mercancías. De aquí que este capitalismo más puro de nuestros días
60
* Pág. 115 de la Ed. española citada (N. del Ed.).
elimine los enclaves de organización precapitalista que hasta el momento
había tolerado y explotado de manera tributaria: se siente la
tentación de mencionar en este sentido una penetración y colonización
nuevas e históricamente originales de la naturaleza y el Inconciente:
me refiero a la destrucción de la agricultura precapitalista del tercer
mundo a manos de la Revolución Verde, y al auge de la industria de
los medios masivos y de la propaganda comercial. De cualquier modo,
habrá resultado evidente también que la periodización cultural que
he prepuesto, a saber, en los estadios del realismo, el modernismo y el
posmodernismo, está a la vez inspirada y confirmada en el esquema
tripartito de Mandel.
Por tanto, podemos hablar de nuestra época como de la Tercera
(o incluso la Cuarta) Edad de la Máquina; y es en este punto donde
debemos volver a introducir el problema de la representación esté-
tica, que ya ha sido explícitamente desarrollado en nuestro análisis
previo de lo sublime en Kant, dado que parecería lógico pensar que la
relación con la máquina y su representación se desplace dialécticamente
con cada uno de estos estadios cualitativamente diferentes del
desarrollo tecnológico.
61
Por ello, resulta apropiado recordar el gusto por la maquinaria
del momento precedente del capital, en especial el alborozo que reflejara
el futurismo y el canto a la ametralladora y al automóvil que
realizara Marinetti. Estos son aún emblemas visibles, nódulos esculturales
de energía que dotan de tangibilidad y figuración a las energías
mecánicas de ese momento temprano de la modernización. Se puede
apreciar el prestigio de esas formas aerodinámicas si se tiene en cuenta
su presencia metafórica en los edificios de Le Corbusier; que son
vastas estructuras utópicas que recorren, como gigantescos cruceros
de vapor, el escenario urbano de un planeta antiguo y privado de gracia.
La máquina ejerce otro tipo de fascinación para artistas como Picasso
y Duchamp, de los que no tengo tiempo de ocuparme aquí; pero
permítaseme mencionar, para no pecar de omisión, las formas en que
los artistas revolucionarios o comunistas de los años treinta también
trataron de reapropiarse de este alborozo que proveía la energía de la
máquina, con vistas a una reconstrucción prometida de toda la socie-
dad humana., como se aprecia en las obras de Fernand Léger y Diego
Rivera.
De aquí se desprende la observación inmediata de que la tecnología
de nuestro momento ya no posee esta misma posibilidad de
representación: ya no se trata de la turbina, o siquiera del elevador de
granos o las chimeneas de Sheeler, ni de la elaboración barroca de tuberías
o transportadores de cinta, o del perfil aerodinámico del ferrocarril
—todos ellos vehículos cuya velocidad permanece concentrada
incluso cuando están en reposo—, sino de la computadora, cuya cascara
más exterior carece de poder emblemático o visual, o de los muebles
que encierran a los diversos medios de comunicación masiva, como
es el caso del utensilio electrodoméstico llamado televisor que no
articula nada, sino que más bien implota, arrastrando hacia su interior
su plana superficie de imágenes.
Tales máquinas no son de producción, sino de reproducción,
y las demandas que le plantean a nuestra capacidad de representación
estética difieren mucho de las que dieran por resultado la idolatría relativamente
mimética de las antiguas máquinas en el momento futurista,
de una anterior escultura de la velocidad y la energía. En este caso,
lo que nos asalta no es tanto la energía cinética como todo tipo de
nuevos procesos de reproducción; y en las debilitadas producciones
del posmodernismo la personificación estética de esos procesos a menudo
tiende a desplazarse, de manera más cómoda, hacia una mera representación
temática del contenido: en otras palabras, a narrativas
acerca de los procesos de reproducción que incluyen cámaras de cine,
videos, grabadoras, en resumen, toda la tecnología de producción y
reproducción del simulacro. (Resulta paradigmático el desplazamiento
de la película modernista Blow–up, de Antonioni, a la posmodernista
Blow–up, de Brian de Palma.) Por ejemplo, cuando los arquitectos japoneses
diseñan un edificio que imita de manera decorativa varios
cassettes colocados unos encima de otros, nos encontramos ante una
solución que es, en el mejor de los casos, temática y alusiva, aunque a
menudo contiene también una dosis de humor.
No obstante, de los más enérgicos textos posmodernistas
tiende a desprenderse algo más, y ello es la sensación de que más allá
62
de todas las temáticas o contenidos, la obra parece nutrirse de las redes
de los procesos de reproducción, y que ello nos permite atisbar lo
sublime posmodernista o tecnológico, cuya autenticidad está avalada
por el éxito de dichas obras en evocar todo un nuevo espacio posmoderno
que surge a nuestro alrededor. En ese sentido, la arquitectura es
el lenguaje estético privilegiado; y el reflejo distorsionante y fragmentado
de una enorme superficie de cristal en otra igual puede considerarse
como paradigmático del papel central que desempeñan el proceso
y la reproducción en la cultura posmodernista.
No obstante, como ya he dicho, quiero evitar que se infiera
que la tecnología es “lo que en última instancia determina” nuestra vida
social cotidiana o nuestra producción cultural: esta tesis sería idéntica,
en última instancia, al concepto posmarxista de la sociedad “posindustrial”.
Más bien, lo que pretendo apuntar es que nuestras representaciones
defectuosas de una inmensa red de comunicaciones y de
computación no son más que una figuración distorsionada de algo
más profundo, a saber, todo el sistema internacional del capitalismo
multinacional de nuestros días. De aquí se desprende que la tecnología
de la sociedad contemporánea no es hipnótica y fascinante por sí misma,
sino porque parece brindarnos una forma rápida y fácil de comprender
para nuestras mentes e imaginaciones, ello es, toda la red
global descentralizada de la tercera etapa del capital. Este es un proceso
de figuración que se observa mejor en estos momentos en todo un
tipo de literatura contemporánea de entretenimiento, a la que se siente
la tentación de caracterizar como “paranoia de la tecnología sofisticada”,
en que los circuitos y redes de una computadora global putativa
se movilizan en la narración mediante conspiraciones laberínticas de
agencias de información autónomas, aunque trabadas en combate a
muerte, en medio de una complejidad argumental de tal magnitud que a
menudo desafía la capacidad del lector normal. Sin embargo, se debe
entender la teoría de la conspiración (y sus chillonas manifestaciones
narrativas) como un intento degradado —mediante la figuración de la
tecnología avanzada— de representarse mentalmente la imposible
totalidad del sistema internacional contemporáneo. Por tanto, estimo
que sólo en términos de esa otra realidad de instituciones económicas
63
y sociales enormes y amenazantes, aunque sólo muy ligeramente
percibibles, es que resulta posible plasmar teóricamente lo sublime
posmoderno.
64
V
El posmodernismo
y la ciudad
65
Antes de tratar de ofrecer una conclusión un tanto más positiva,
quisiera realizar un breve análisis de un edificio posmodernista,
una obra que en muchos sentidos no resulta característica de esa arquitectura
posmoderna cuyos nombres más importantes son Robert
Venturi, Chales Moore, Michael Graves, y, más recientemente, Frank
Gehry, pero que considero que nos brinda información de interés acerca
de la originalidad del espacio posmodernista. Permítaseme ampliar
la idea que estaba presente en mis comentarios anteriores y hacerla
aún más explícita: lo que he querido plantear es que nos encontramos
ante una especie de mutación del propio espacio construido. De aquí
colijo que nosotros, los sujetos humanos que ocupamos este nuevo espacio,
no hemos mantenido el ritmo de esta evolución; se ha producido
una mutación del objeto, sin que hasta el momento haya ocurrido
una mutación equivalente del sujeto; todavía carecemos del equipamiento
de percepción que corresponda a este hiperespacio —lo denominaré
así—, en parte porque nuestros hábitos de percepción se formaron
en ese antiguo tipo de espacio al que he llamado el espacio del
momento cumbre del modernismo. Por tanto, la nueva arquitectura
—como muchos otros productos culturales que he mencionado en los
comentarios precedentes— viene a ser como un imperativo para que
creemos nuevos órganos, para que ampliemos nuestros sentidos y
nuestro cuerpo a nuevas dimensiones aún inimaginables y quizás imposibles
en última instancia.
El Hotel Bonaventura
El edificio cuyos rasgos describiré de manera muy somera es
el Hotel Bonaventura, construido en el corazón de Los Angeles por
el arquitecto y agente de terrenos John Portman, otras de cuyas obras
son diversos Hyatt Regencies, el Peachtree Center de Atlanta y el Reanissance
Center de Detroit. Ya he mencionado el aspecto populista
que contiene la defensa retórica del posmodernismo contra las austeridades
elitistas (y utópicas) del gran modernismo arquitectónico; en
otras palabras, se afirma generalmente que, por una parte, estos nuevos
edificios son obras populares; y, por otra, que representan lo vernáculo
del ambiente urbano norteamericano, o sea, que ya no intentan,
como lo hicieran las obras maestras y los monumentos de la cumbre
del modernismo, insertar un lenguaje diferente, diferenciado, elevado,
utópico, en el chillón y comercial sistema de signos de la ciudad que
los rodea, sino que, por el contrario, tratan de hablar en ese mismo
lenguaje, utilizando su léxico y su sintaxis, tal como estos, de manera
emblemática, se han “aprendido de Las Vegas”.
66
El Bonaventura de Portman confirma totalmente la primera
de estas afirmaciones: se trata de un edificio popular, que visitan con
entusiasmo tanto los habitantes de la ciudad como los turistas (aunque
los otros edificios de Portman han tenido incluso más éxito en este
sentido). Sin embargo, su inserción popular en el ambiente de la ciudad
es otra cuestión, y es por ella que comenzaremos. El Bonaventura
cuenta con tres vías de acceso, una por la calle Figueroa, y las otras
dos a través de jardines elevados que salen al otro lado del hotel,
construido en la pendiente que queda de lo que fuera Beacon Hill.
Ninguna de estas entradas recuerda las viejas marquesinas de los hoteles,
ni las puertas cocheras monumentales en las que los suntuosos
edificios del pasado solían enmarcar el paso del visitante de la calle a
los antiguos interiores. Los accesos al Bonaventura son laterales y recuerdan
las puertas traseras: los jardines de su parte posterior admiten
al visitante al sexto piso de las torres, e incluso una vez allí hay que
bajar un piso por escaleras para llegar al elevador mediante el cual se
alcanza el vestíbulo. Por otro lado, la entrada que podría sentirse la
tentación de considerar como la principal, la de Figueroa, admite al
visitante con su equipaje a la zona comercial del segundo piso, desde
donde tiene que tomar una escalera mecánica que lo conduce a la carpeta
principal. Regresaré de inmediato a estos elevadores y escaleras
mecánicas. Pero antes quiero adelantar la idea de que estas entradas
curiosamente carentes de sentido parecen haber sido impuestas por
una nueva categoría de cercado que gobierna el espacio interno del
hotel (mucho más allá de las limitaciones materiales con las cuales se
viera obligado a trabajar Portman). Creo que, al igual que otros edificios
posmodernos característicos, tales como el Beaubourg de París,
o el Eaton Centre de Toronto, el Bonaventura aspira a ser un espacio
total, un mundo completo en sí mismo, una especie de ciudad en
miniatura (y quisiera añadir que a este nuevo espacio total le corresponde
una nueva práctica colectiva, un nuevo modo de moverse y
congregarse los individuos, algo así como la práctica de una hipermultitud
nueva y de tipo históricamente original). En este sentido, idealmente,
la miniciudad que es el Bonaventura de Portman no debería tener
ninguna entrada, ya que los accesos son siempre las costuras que
unen el edificio al resto de la ciudad que lo circunda: pero en este caso,
él mismo no quiere ser parte de la ciudad, sino su equivalente y su
sustituto. Como esto, sin embargo, no resulta ni posible ni práctico, se
disimula y reduce hasta su mínima expresión la función de las entradas.
Pero esta disyunción con respecto a su entorno es muy diferente a
la que caracterizara a los grandes monumentos del Estilo Internacional:
en ellos, el acto de disyunción era violento, visible y tenía un significado
simbólico muy real, como se observa en los grandes pilotis
de Le Corbusier, cuyo gesto separa radicalmente el nuevo espacio utó-
67
pico de lo moderno, del ambiente degradado de la ciudad, al igual repudia
explícitamente de esta forma (aunque los modernos confiaban
en que este nuevo espacio utópico, con la virulencia de su novedad,
eliminaría y transformaría a ese ambiente por la sola fuerza de su nuevo
lenguaje espacial). Sin embargo, el Bonaventura se contenta con
“dejar que el degradado ambiente de la ciudad continúe siendo en su
ser” (para parafrasear a Heidegger); ni se esperan ni se desean otros
efectos o una más amplia transformación protopolítica utópica.
Considero que este diagnóstico se ve confirmado por la gran
superficie de vidrio que recubre el Bonaventura, cuya función interpretaré
ahora de modo un tanto diferente a como lo hacía hace unos
momentos, cuando veía el fenómeno del reflejo en general como el
desarrollo de la temática de la tecnología de la reproducción (aunque
las dos lecturas no resultan incompatibles). No obstante, en este caso
me siento más bien tentado a subrayar la manera en que este recubrimiento
de cristal rechaza a la ciudad de afuera: es una repulsión para
la que contamos con analogías en esos espejuelos de sol que le hacen
imposible al interlocutor ver los ojos de quien los lleva puestos, con lo
cual este logra asumir cierto aire de agresividad hacia el Otro y cierto
poder sobre él. De modo similar, la envoltura de cristal dota al Bonaventura
de un singular poder de desasociación con el vecindario que
lo alberga: no llega a ser ni siquiera un exterior, dado que cuando se
trata de contemplar las paredes exteriores del hotel, no es a este a
quien se ve, sino sólo las imágenes distorsionadas de lo que lo rodea.
68
Quisiera decir unas pocas palabras sobre las escaleras mecá-
nicas y los elevadores, dado que el verdadero favor de que gozan con
Portman, especialmente estos últimos, a los que el artista ha denominado
“gigantescas esculturas cinéticas”, y que de hecho son responsables
en buena medida del ambiente de espectáculo y el aire de novedad
de sus hoteles, especialmente de los Hyatt, donde suben y bajan
como grandes faroles japoneses o góndolas; dados también la deliberada
importancia que se les concede y el destacado plano que ocupan,
estimo que hay que considerar a estos “portadores de personas” (término
de Portman, tomado de otro de Disney) como algo más que simples
elementos funcionales o componentes mecánicos. Sabemos, ade-
más, que la más reciente teoría de la arquitectura ha comenzado a utilizar
términos del análisis narrativo en otros campos, y a tratar de explicar
nuestras trayectorias físicas a través de estos edificios como
verdaderas narraciones o cuentos, como vías dinámicas y paradigmas
narrativos que, como visitantes, se nos pide que realicemos y completemos
con nuestros cuerpos y nuestros movimientos. Sin embargo, en
el Bonaventura nos encontramos con un incremento dialéctico de este
proceso: me parece que en este caso las escaleras mecánicas y los
elevadores sustituyen al movimiento, pero que además, y sobre todo,
se designan a sí mismos como nuevos signos reflexivos y emblemas
del movimiento mismo (esto se hará evidente cuando analicemos en
su conjunto la cuestión de lo que queda de las antiguas formas de movimiento
en este edificio, sobre todo del acto de caminar). Aquí el paseo
narrativo ha sido subrayado, simbolizado, cosificado y sustituido
por una máquina que transporta, y que se convierte en el significante
alegórico del antiguo deambular, que ya no se nos permite realizar por
nuestros propios medios: esta es una intensificación dialéctica de la
autorreferencialidad de toda la cultura moderna, que tiende a volverse
sobre sí misma y a designar su producción cultural como su contenido.
Me resulta mucho más difícil explicar el hecho mismo, la experiencia
del espacio que se experimenta cuando se abandonan esos
aparatos alegóricos para pasar al vestíbulo o atrio, con su gran columna
central, rodeada por un lago en miniatura, todo lo cual está colocado
entre las cuatro torres residenciales simétricas con sus elevadores,
y rodeado por balcones cubiertos por una especie de techo–invernadero
al nivel del sexto piso. Me siento tentado a decir que este espacio
nos imposibilita seguir utilizando el lenguaje del volumen o de los volúmenes,
ya que estos no se pueden aprehender. Gallardetes colgantes
abarrotan este espacio vacío, de forma tal que distraen al espectador
sistemática y deliberadamente de la forma del espacio mismo, fuera
esta cual fuera; al mismo tiempo, un ir y venir constante nos produce
la sensación de que aquí el vacío está absolutamente lleno, que es un
elemento en el que el visitante está inmerso, sin que conserve la distancia
que antiguamente permitía la percepción de perspectiva y de
69
volumen. El espectador está totalmente inmerso en el hiperespacio; y
si antes podía parecer difícil que se lograra en la arquitectura la supresión
de la profundidad a la que yo hacía referencia en relación con la
pintura o la literatura posmodemas, quizás ahora estemos dispuestos a
aceptar que esta desconcertante inmersión es su equivalente formal en
esta manifestación.
Sin embargo, en este contexto la escalera mecánica y el elevador
son también contrarios dialécticos; y se podría sugerir que el
movimiento de los elevadores es también una compensación dialéctica
por el espacio atestado del atrio; nos brinda la oportunidad de tener
una experiencia espacial completamente diferente, aunque complementaria:
la de atravesar el techo con la velocidad de una flecha y salir
al exterior, a lo largo de una de las cuatro torres simétricas, donde
se extiende ante nuestros ojos el referente, Los Angeles, en una vista
que nos corta el aliento e incluso nos asusta. Pero hasta este movimiento
vertical es contenido: el elevador lleva a sus pasajeros a un bar
giratorio, en el cual estos, sentados de nuevo se convierten en el objeto
pasivo de la rotación del lugar, al tiempo que se les ofrece el espectáculo
de la ciudad, transformada ahora en sus imágenes, debido a las
ventanas de cristal a través de la cual la contemplan.
70
Permítaseme, para concluir este aspecto, volver al espacio
central del vestíbulo (al tiempo que hago la observación, al pasar, de
que las habitaciones del hotel están visiblemente marginadas: los pasillos
de las secciones residenciales tienen el techo bajo y son oscuros, y
exhiben un funcionalismo realmente deprimente; las habitaciones están
decoradas con el peor gusto). El descenso es verdaderamente impresionante:
una chica en picada que atraviesa el techo para precipitarse
en dirección al lago; una vez que se llega allí el panorama cambia
totalmente, y reina lo que sólo puedo describir como una completa
confusión; es una especie de venganza que este espacio les impone a
los que tratan de recorrerlo a pie. Dada la absoluta simetría de las cuatro
torres resulta imposible orientarse en el vestíbulo; recientemente
se han instalado señales de orientación de distintos colores, en un intento
lamentable y revelador, aunque desesperado por restaurar las coordenadas
de un espacio previo. Uno de los más dramáticos resultados
prácticos de esta mutación espacial es el dilema que se les ha planteado
a los tenderos de los diversos niveles de la zona comercial del hotel:
desde que este se abrió en 1977, resulta obvio que la localización
de estas tiendas es absolutamente imposible, y que incluso si se encuentra
la que se busca, resulta muy improbable tener la misma suerte
una segunda vez; como consecuencia, los comerciantes se sienten desesperados
y toda la mercancía está rebajada. Cuando se recuerda que
Portman es negociante además de arquitecto, que es un millonario que
se ocupa del desarrollo de parcelaciones de terrenos, que es a la vez
artista y capitalista, no se puede obviar la idea de que nos encontramos
ante un cierto “retorno de lo reprimido”.
De esta manera retomo mi argumento principal, de que esta
última mutación del espacio —el hiperespacio moderno— al fin ha logrado
trascender las capacidades del cuerpo humano individual para
ubicarse, para organizar mediante la percepción sus alrededores inmediatos,
y para encontrar su posición mediante la cognición en un mundo
exterior del cual se pueda trazar un mapa. Y ya he señalado que este
alarmante punto de disyunción entre el cuerpo y su ambiente construido
—que guarda la misma relación con el asombro inicial del antiguo
modernismo que las velocidades de los aviones con las del automóvil—
puede erigirse en el símbolo y la analogía de ese dilema aún
más agudo que consiste en la incapacidad de nuestra mentes, al menos
por el momento, para trazar el mapa de la gran red global multinacional
y de las comunicaciones descentralizadas en que nos encontramos
atrapados como sujetos individuales.
La Nueva Máquina
Pero deseo aclarar que el espacio de Portman no debe percibirse
como algo excepcional o aparentemente marginal y especializado
en la recreación, en el sentido en que Disneylandia lo está; de paso,
me gustaría yuxtaponer este espacio de recreación, autosatisfecho y
entretenido (aunque sorprendente), con su análogo en un campo muy
diferente, a saber, el espacio de la guerra posmoderna, especialmente
71
tal como este se revela en Dispatches, el espléndido libro de Michael
Herr, en el que evoca la experiencia de Vietnam. Las extraordinarias
innovaciones lingüísticas de esta obra pueden considerarse posmodernas
debido a la forma ecléctica en que su lenguaje funde de modo impersonal
todo un compendio de idiolectos colectivos contemporáneos,
en especial el lenguaje rock y el negro; pero esta fusión está dictada
por problemas de contenido. No se puede relatar la primera y terrible
guerra posmodernista con ninguno de los paradigmas tradicionales de
la novela o la película de guerra; de hecho, la quiebra de todos los paradigmas
narrativos previos, junto a la quiebra de cualquier lenguaje
compartido en el que un veterano pueda trasmitir esa experiencia, están
entre los temas principales del libro, y se podría afirmar que le
abren camino a una reflexión absolutamente nueva. Las reflexiones de
Benjamin sobre Baudelaire y sobre el surgimiento del modernismo a
partir de una nueva experiencia de tecnología urbana que trasciende
todos los antiguos hábitos de percepción corporal resultan aquí a la vez
particularmente relevantes y peculiarmente anticuadas, a la luz de este
nuevo y prácticamente inimaginable salto cuántico en el proceso de
alienación tecnológica.
Era alguien que creía que se debía sobrevivir como un blanco
viviente en continuo movimiento, un verdadero hijo de la
guerra, porque excepto en las contadas ocasiones en que te encontrabas
encerrado o perdido en un rincón desconocido, el sistema
estaba montado para mantenerte en movimiento, si eso
era lo que creías desear. Como técnica de supervivencia parecía
tan sensata como cualquiera otra, dado, naturalmente, que,
en primer lugar, estuvieras allí, y que quisieras verla terminar;
comenzaba sobre bases sólidas, pero a medida que avanzaba,
formaba una especie de cono, porque mientras más se andaba,
más se veía, mientras más se veía, más se arriesgaba aparte de
la muerte o la mutilación, y mientras más riesgos de este tipo
se corrían, más era aquello a lo que tendría que renunciar el
“sobreviviente” algún día. Algunos de nosotros nos movíamos
dentro de la guerra como locos, hasta que perdíamos de vista
por completo hacia dónde nos llevaban nuestros pasos, y sólo
72
quedaba la guerra con toda su superficie y con penetraciones
ocasionales e inesperadas. Mientras tuviéramos helicópteros
como taxis era necesario un verdadero agotamiento, o una depresión
cercana al colapso, o una docena de pipas de opio para
damos aunque fuera una apariencia de tranquilidad, y seguíamos
yendo de un lado a otro dentro de nuestra piel, como si algo
nos estuviera persiguiendo, ja ja, La Vida Loca.
4 En los primeros
meses después de mi regreso, los cientos de helicópteros
en los cuales había volado comenzaron a reunirse hasta formar
un megahelicóptero colectivo, y me parecía que ese aparato era
lo más sensual que conocía; salvador–destructor, proveedor–
malgastador, mano derecha–mano izquierda, veloz, fluido, sagaz
y humano: acero caliente, grasa, borde de lona saturada de
selva, sudor que se enfría y vuelve a entibiarse, rock and roll
de cassette en un oído y disparos en el otro, combustible, calor,
vitalidad y muerte, la muerte misma ya no más una intrusa5
En esta nueva máquina que ya no representa el movimiento,
como la antigua maquinaria modernista simbolizada por la locomotora
o el aeroplano, sino que solo puede ser representada en movimiento,
se concentra algo del misterio del nuevo espacio posmodernista.
4 En español en el original (N. de trad.).
5 Michael Herr, Dispatches, Nueva York. p. 8-9.
73
VI
La abolición de la
distancia crítica
El concepto de posmodernismo que he propuesto aquí es más
bien histórico que meramente estilístico. Nunca enfatizaré bastante sobre
la diferencia radical que existe entre el punto de vista que considera
al posmodernismo como un estilo (opcional) entre otros muchos
posibles, y al que trata de entenderlo como la dominante cultural de la
lógica del capitalismo tardío: estos dos enfoques dan lugar, de hecho,
a dos maneras muy diferentes de conceptualizar el fenómeno en su
conjunto: de una parte a juicios morales (resulta indiferente si son positivos
o negativos), y de la otra, a un intento realmente dialéctico por
reflexionar sobre nuestro presente temporal como inserto en la Historia.
Hay poco que decir sobre ciertas evaluaciones, morales positivas
del posmodernismo: la satisfecha (aunque delirante) loa que llevan
a cabo los fieles de este nuevo mundo estético (loa en que incluyen
sus dimensiones social y económica, saludadas con igual entusiasmo
bajo el denominador de “sociedad posindustrial”) es ciertamente
inaceptable, aunque puede resultar menos obvio el grado hasta
75
el cual ciertas fantasías vigentes acerca de la naturaleza salvadora de
la tecnología sofisticada, desde los microelementos de computación
hasta los robots —fantasía que comparten gobiernos de izquierda y de
derecha que se encuentran en apuros, como muchos intelectuales— son
esencialmente lo mismo que otras apologías más vulgares del posmodernismo.
Pero resulta igualmente lógico rechazar las condenaciones
moralizantes del posmodernismo y su trivialidad esencial, cuando se
les compara con la “elevada seriedad” utópica de los grandes modernismos:
estos son juicios que aparecen tanto entre la Izquierda como
entre la Derecha radical. Y no hay dudas de que la lógica del simulacro,
con su transformación de más antiguas realidades en imágenes de
televisión, no se limita a replicar la lógica del capitalismo tardío, sino
que la refuerza y la intensifica. Mientras tanto, a los grupos políticos
que tratan de intervenir activamente en la historia y modificar su pasividad
actual (sea con vistas a canalizarla hacia la transformación socialista
de la sociedad o a encaminarla al restablecimiento regresivo
de un pasado fantástico menos complejo que el presente) tiene que resultarles
deplorable y reprensible una forma cultural de adicción a la
imagen que, mediante la transformación de espejismos visuales, estereotipos
o textos del pasado, elimina afectivamente todo sentido práctico
del futuro y del proyecto colectivo, con lo que la reflexión sobre
el cambio futuro se limita a fantasías sobre catástrofes y cataclismos
inevitables que abarcan desde visiones de “terrorismo” hasta el temor
al cáncer del individuo. Sin embargo, si se considera el posmodernismo
como un fenómeno histórico, el intento de conceptualizarlo en
términos de juicios morales o moralizantes tiene que ser considerado,
de una vez por todas, como un error de categorización. Todo ello se
hace más evidente cuando nos interrogamos sobre la posición del crí-
tico y moralista cultural: este último, junto al resto de nosotros, se encuentra
tan inmerso en el espacio posmodernista, tan profundamente
sofocado e infectado por sus nuevas categorías culturales, que el lujo
de la crítica ideológica pasada de moda, de la indignada denuncia moral
del otro, desaparece como opción.
76
La distinción que propongo aquí tiene forma canónica en la
diferencia establecida por Hegel entre la reflexión sobre la moralidad
o moralización individual (Moralität) y ese campo totalmente distinto
formado por los valores y las prácticas sociales colectivas (Sittlichkeit).
Pero ella encuentra su forma definitiva en la demostración de
Marx de lo dialéctico materialista, especialmente en esas páginas clá-
sicas del Manifiesto que nos enseñan la difícil lección que implica la
necesidad de buscar una manera más genuinamente dialéctica de reflexionar
sobre el desarrollo y el cambio históricos. Por supuesto, el
tópico de la lección es el desarrollo histórico del propio capitalismo y
la diseminación de una cultura burguesa específica. En un pasaje famoso,
Marx nos insta a realizar lo imposible: a reflexionar sobre este
desarrollo de manera positiva y negativa al mismo tiempo; en otras
palabras, a alcanzar un modo de pensar que sea capaz de aprehender
de manera simultánea los rasgos funestos del capitalismo y su extraordinario
y liberador dinamismo, en una misma reflexión, y sin atenuar
la fuerza de ninguno de los dos juicios. De alguna manera, se nos pide
que alcemos nuestras mentes a un punto desde el cual nos resulte posible
comprender que el capitalismo era a la vez lo mejor y lo peor
que le había sucedido a la humanidad. El abandono de este austero
imperativo dialéctico en favor de una más cómoda posición, consistente
en adoptar posturas morales, es corriente y muy humano: no
obstante, la urgencia del tema demanda de nosotros que realicemos al
menos un esfuerzo por reflexionar dialécticamente sobre la evolución
cultural del capitalismo tardío, para entenderla al mismo tiempo como
una catástrofe y un progreso.
Ese esfuerzo sugiere de inmediato dos preguntas, con las
cuales concluiremos estas reflexiones. ¿Podemos identificar algún
“momento de verdad” en medio de los más evidentes “momentos de
falsedad” de la cultura posmoderna? Y en caso de que ello sea así, ¿el
punto de vista dialéctico del desarrollo histórico propuesto antes no
tiene hasta cierto punto un efecto paralizante; ¿no tiende acaso a desmovilizarnos
y a hacernos ceder a la pasividad y la inacción, al esconder
sistemáticamente las posibilidades de acción bajo la niebla impenetrable
de la inevitabilidad histórica? Viene al caso aquí analizar estos
dos temas (relacionados) en términos de las posibilidades actuales
77
de una política cultural contemporánea efectiva y de la creación de
una genuina cultura política.
Enfocar así el problema supone, por supuesto, plantear de inmediato
el más genuino tema del destino general de la cultura, y de la
función específica de la cultura, como un nivel o instancia social, en
la era posmoderna. Todo lo expuesto en el análisis anterior apunta a
que lo que hemos denominado posmodernismo resulta inseparable de
la hipótesis de una mutación fundamental de la esfera de la cultura (en
especial el ensayo clásico de Marcuse sobre “El carácter afirmativo de
la cultura”) han insistido en lo que en lenguaje diferente se denominaría
la “semiautonomía” del terreno cultural: su existencia fantasmal,
aunque utópica, para bien o para mal, por encima del mundo práctico
de lo existente, cuya imagen refleja en formas que varían desde la legitimación
del parecido adulador hasta las denuncias impugnadoras
planteadas por la crítica satírica o el dolor utópico.
78
Lo que tenemos que preguntarnos ahora es si no es precisamente
esta “semiautonomía” de la esfera cultural lo que ha sido destruido
por la lógica del capitalismo tardío. No obstante, plantear que
ya no disfruta de la relativa autonomía de que gozara como un nivel
entre otros niveles en momentos anteriores del capitalismo (para no
hablar de las sociedades precapitalistas) no implica necesariamente su
desaparición o extinción. Por el contrario, tenemos que apresurarnos a
afirmar que la disolución de una esfera autónoma para la cultura más
bien debe ser imaginada en términos de una explosión: de una prodigiosa
expansión de la cultura por todo el terreno social, hasta el punto
de que se puede afirmar que toda nuestra vida social —desde el valor
económico y el poder estatal hasta las prácticas y la propia estructura
de la misma siquis— se han tomado “culturales” en cierto sentido original
que la teoría aún no ha descrito. Este planteamiento, que quizá
puede provocar sorpresa es, sin embargo, muy coherente en su esencia
con el diagnóstico previo de una sociedad de la imagen o el simulacro,
y de una transformación de lo “real” en un conjunto de seudoacontecimientos.
También sugiere que algunas de nuestras concepciones más
caras y consagradas por el tiempo acerca de la naturaleza de la política
cultural pueden, por ende, estar ya superadas. Por muy diferentes
que hayan sido estas concepciones —van desde denuncias de negatividad,
oposición y subversión hasta la crítica y la reflexión—, todas
compartían un presupuesto, eminentemente espacial, que pueden resumirse
en la fórmula igualmente consagrada por el tiempo de la “distancia
crítica”. Ninguna teoría de la política cultural vigente hoy en
día en la Izquierda ha podido prescindir de la noción de cierta distancia
estética mínima, de la posibilidad de ubicar el acto cultural fuera
del Ser inmenso del capital, con lo cual el primero se convierte en
punto de apoyo de Arquímedes para asaltar al segundo. No obstante, el
grueso de nuestra demostración anterior sugiere que, en general, esa
distancia (en especial la “distancia crítica”) ha sido precisamente abolida
en el nuevo espacio del posmodernismo. Estamos sumergidos en
sus volúmenes abigarrados y atestados hasta el punto de que nuestros
cuerpos posmodernos se ven privados de coordenadas espaciales y
son prácticamente incapaces de establecer una distancia (para no hablar
de su incapacidad teórica); al mismo tiempo, ya se ha observado
cómo la prodigiosa expansión del capital multinacional termina por
penetrar y colonizar los enclaves marcadamente precapitalistas (la Naturaleza
y el Inconciente) que ofrecían asideros extraterritoriales y arquimédicos
a la efectividad crítica. Por esta razón, el lenguaje taquigráfico
de la “coptación” resulta omnipresente en el seno de la Izquierda;
pero el mismo ofrece una base teórica muy inadecuada para
comprender una situación en la cual todos, de una u otra manera, sentimos
vagamente que no solo formas contraculturales puntuales y locales
de resitencia y guerra de guerrillas culturales, sino incluso abiertas
intervenciones políticas como las presentes en The Clash son de
alguna forma secretamente desarmadas y reabsorbidas por un sistema
del que pueden considerarse parte, dado que no logran tomar distancia
de él.
Lo que debemos afirmar ahora es que precisamente todo ese
nuevo espacio global, extraordinariamente desmoralizante y deprimente,
es lo que constituye el “momento de verdad” del posmodernismo.
Lo que ha sido llamado lo “sublime” posmodernista no es más
que el momento en que este contenido se ha hecho mas explícito, se
ha desplazado más hacia la superficie de la conciencia, como un nue-
79
vo tipo de espacio coherente en sí mismo, aún cuando todavía se observa
un cierto ocultamiento o disfraz de figuración, en especial en las
temáticas relativas a la tecnología sofisticada, en las que todavía se
dramatiza y expresa el nuevo contenido espacial. No obstante, los rasgos
del posmodernismo que enumeramos antes pueden comprenderse
ahora como aspectos parciales (aunque constitutivos) del mismo objeto
espacial general.
Los argumentos a favor de cierta autenticidad en estas producciones
(producciones que son, por otra parte, evidentemente ideológicas)
dependen del planteamiento anterior de que lo que hemos estado
denominando espacio posmoderno (o multinacional) no es meramente
una ideología o fantasía cultural, sino que está dotado de una
genuina realidad histórica (y socioeconómica) en términos de una tercera
y original expansión del capitalismo a escala global (posterior a
las expansiones del mercado nacional y del antiguo sistema imperialista,
que tuvieron ambas su propia especificidad cultural y generaron
nuevos tipos de espacio adecuados a su dinámica). Los intentos distorsionados
e irreflexivos de la más nueva producción cultural de explorar
y expresar este nuevo espacio tienen entonces que ser considerados,
a su manera, como nuevos acercamientos a la representación de
una (nueva) realidad (para hacer uso de un lenguaje más anticuado).
Por paradójicos que puedan resultar los términos, y siguiendo una opción
clásica de interpretación, pueden, por tanto, interpretarse como
nuevas y peculiares formas de realismo (o al menos de mímesis de la
realidad), al tiempo que pueden igualmente analizarse como intentos
por distraernos y apartamos de esa realidad o de disfrazar sus contradicciones
y resolverlas bajo el manto de diversas mistificaciones formales.
80
Sin embargo, en lo que concierne a esa propia realidad —el
espacio original, aún no descrito por la teoría, de un nuevo “sistema
mundial” del capitalismo multinacional o tardío (un espacio cuyos aspectos
negativos o incluso funestos resultan obvios)—, la dialéctica
requiere de nosotros que realicemos también una evaluación positiva
o “progresista” de su surgimiento, como hiciera Marx en el caso del
espacio entonces recientemente unificado de los mercados nacionales,
o Lenin en lo relativo a la red global imperialista anterior a nuestros
tiempos. Ni para Marx ni para Lenin el socialismo consistía en el regreso
a sistemas más reducidos (y por tanto menos represivos y abarcadores)
de organización social; más bien, entendían las dimensiones
alcanzadas por el capital en sus épocas respectivas como la promesa,
el marco y la precondición para el logro de un socialismo nuevo y más
abarcador. ¿Cuánto más no será así con el espacio más global y totalizador
del nuevo sistema mundial, que exige la invención y el desarrollo
de un internacionalismo de tipo radicalmente nuevo? En apoyo de
esta posición pude citarse el realineamiento de la revolución socialista
con los nacionalismos de más vieja data, cuyos resultados han llevado
a la Izquierda, por necesidad, a reflexionar seriamente sobre el problema
en los últimos tiempos.
La Necesidad de Mapas
Pero si esto es así, entonces se evidencia al menos una posible
forma que podría adoptar una nueva política cultural radical, con
una salvedad estética que debe exponerse de inmediato. Los productores
y teóricos culturales de izquierda, especialmente aquellos que se
han formado en las tradiciones culturales burguesas derivadas del romanticismo,
y que valoran las formas espontáneas, instintivas o inconcientes
del “genio” —aunque ello se deba también a razones históricas
obvias como el zdanovismo* o las lamentables consecuencias de
la intromisión de la política o los partido en el arte—, a menudo, por
reacción, han permitido que les intimidara el repudio de la estética
burguesa, y en especial la del momento cumbre del modernismo, por
una de las más antiguas funciones del arte: la pedagógica y didáctica.
Sin embargo, en épocas clásicas siempre se puso énfasis en la función
de enseñanza que cumplía el arte (aunque tomara fundamentalmente
la forma de lecciones morales); al tiempo que la prodigiosa obra de
Brecht, todavía no comprendida en su totalidad, reafirma, de manera
formalmente innovadora y original, en el momento del modernismo,
* Relativo al funcionario soviético Andrei A. Zhadanov (1896-1948), ideólogo del
“realismo socialista” en la época staliniana (N. del Ed.).
81
una nueva y compleja concepción de la relación entre cultura y pedagogía.
El modelo cultural que propondré lleva también a un primer
plano las dimensiones cognitiva y pedagógica del arte y la cultura políticas,
dimensiones que fueran subrayadas de maneras muy diferentes
tanto por Lukacs como por Brecht (en los momentos del realismo y
del modernismo, respectivamente).
Sin embargo, no podemos retrotraemos a prácticas estéticas
elaboradas sobre la base de situaciones y dilemas históricos que ya no
son los nuestros. Al mismo tiempo, la concepción de espacio que hemos
desarrollado aquí sugiere que un modelo de cultura política apropiado
para nuestra situación tendrá por necesidad que plantear las
cuestiones espaciales como sus preocupaciones organizativas fundamentales.
Por ello, definiré provisionalmente la estética de esta forma
cultural nueva (e hipotética) como una estética de trazado de mapas
cognitivos.
82
En una obra clásica, The Image of the City, Kevin Lynch
nos reveló que la ciudad alienada es sobre todo un espacio en el que
las personas son incapaces de representarse (mentalmente) su propia
posición o la totalidad urbana en la que se encuentran: los tréboles de
carreteras de New Jersey, en los que no existen ninguna de las señales
tradicionales (monumentos, límites naturales, construcciones que
brinden perspectiva) resultan los más obvios ejemplos de ello. Por
tanto, la desalienación en la ciudad tradicional supone la real reconquista
de un sentido de lugar, y la construcción o recostrucción de un
conjunto interrelacionado que pueda ser retenido en la memoria, y que
el sujeto individual pueda trazar y volver a trazar en un mapa en los
momentos de trayectorias alternativas. La obra de Lynch se ve limitada
por su deliberada restricción de su tópico a los problemas de la forma
urbana como tal; no obstante, se vuelve extraordinariamente sugerente
cuando la proyectamos hacia afuera, sobre algunos de los más
vastos espacios nacionales y globales que hemos mencionado. Tampoco
debe asumirse con demasiada prisa que su modelo —si bien plantea
problemas centrales a la representación como tal— resulta fácilmente
viciado por las críticas posestructuralistas convencionales de la
“ideología de la representación” o mímesis. El mapa cognitivo no es
exactamente mimético, en ese sentido antiguo del término; de hecho,
los problemas teóricos que plantea nos permiten recomenzar el análisis
de la representación a un nivel más alto y mucho más complejo.
Por ejemplo, existe una interesantísima convergencia entre
los problemas empíricos abordados por Lynch en términos del espacio
urbano y la gran redefinición althusseriana (y lacaniana) de la tecnología
como “la representación de la relación imaginaria del sujeto con
sus reales condiciones de existencia”. Esto es exactamente lo que se
requiere del mapa cognitivo, en el más estrecho marco de la vida cotidiana
de la ciudad física: permitir una representación situacional por
parte del sujeto individual de esa más vasta totalidad imposible de representar
que es el conjunto de la estructura de la ciudad como un todo.
Sin embargo, la obra de Lynch también sugiere otra línea de
desarrollo, en la misma medida en que la propia cartografía constituye
su instancia mediadora clave. Un vistazo a la historia de esta ciencia
(que es también un arte) nos muestra que el modelo de Lynch todavía
no se corresponde, en realidad, con lo que llegará a ser el trazado de
mapas. Los sujetos de Lynch se dedican más bien a operaciones precartográficas
cuyos resultados se describen tradicionalmente como itinerarios
y no como mapas; son diagramas organizados alrededor del
viaje todavía centrado en el sujeto o el viaje existencial, y que señalan,
además, diversas características claves significativas: oasis, cadenas
montañosas, ríos, monumentos, etc. La forma más desarrollada de
tales diagramas es el itinerario náutico, la carta marina o portulans,
donde se señalan los rasgos de la costa para uso de los navegantes del
Mediterráneo, que rara vez se aventuran a salir al mar abierto.
83
No obstante, la brújula introduce de inmediato a las cartas
náuticas una nueva dimensión, que transformará totalmente la problemática
del itinerario, y que nos permitirá plantear el problema del trazado
de un verdadero mapa cognitivo de manera mucho más compleja.
Porque los nuevos instrumentos —la brújula, el sextante y el teodolito—
no se corresponden meramente con nuevos problemas geográficos
y de navegación (la difícil cuestión de determinar la longitud, en
especial en la superficie curva del planeta, por oposición a la más sim-
ple cuestión de la latitud, que los navegantes europeos todavía pueden
determinar empíricamente mediante la simple inspección ocular de la
costa africana); también introducen una coordenada totalmente nueva:
la de la relación con la totalidad, especialmente en la medida en que
resulta mediada por las estrellas y por nuevas operaciones tales como
la de la triangulación. En este punto, el trazado de un mapa cognitivo
en su sentido más amplio requiere la coordinación de los datos existenciales
(la posición empírica del sujeto) con concepciones no vividas,
abstractas, de la totalidad geográfica.
Por último, con el primer globo terráqueo (1490) y la invención
de la proyección de Mercator, más o menos en el mismo período,
surge una tercera dimensión de la cartografía, que plantea de inmediato
lo que hoy llamaríamos la naturaleza de los códigos de representación,
las estructuras intrínsecas de los diversos medios, la primera
intervención en concepciones más ingenuas y miméticas de trazado
de mapas, toda la cuestión fundamental de los propios lenguajes de representación;
y, en especial, el dilema imposible de resolver (casi heisenbergiano)
de la transferencia del espacio curvo a cartas planas: en
ese momento se hace evidente que no pude haber verdaderos mapas
(al mismo tiempo en que se hace también evidente que puede haber
progreso científico, o mejor aún, avance dialéctico, en los diversos
momentos históricos del trazado mapas).
Cartografía social y símbolo
84
Se experimenta la necesidad de señalar dos cosas al traducir
todo esto al código de la muy diferente problemática de la definición
althusseriana de ideología. La primera es que el concepto de Althusser
nos permite ahora repensar estas cuestiones específicas de geografía y
cartografía en términos del espacio social, en términos, por ejemplo,
de las clases sociales y del contexto nacional o internacional, en términos
de las maneras en que todos, necesariamente, también trazamos
mapas cognitivos de nuestra relación social con las realidades clasistas
local, nacional e internacional. Sin embargo, reformular el problema
de esta manera supone también enfrentarse cara a cara con esas
mismas dificultades en el trazado de mapas que plantea de manera
aguda y original el propio espacio global del momento multinacional
o posmodernista que hemos analizado aquí. Estas cuestiones no son
meramente teóricas, sino que tienen consecuencias políticas prácticas
de la mayor prioridad: ello se evidencia en la sensación convencional
de los sujetos del Primer Mundo de que existencialmente (o “empíricamente”)
habitan en realidad una “sociedad industrial”, de la que ha
desaparecido la producción tradicional, y en la que las clases sociales
del tipo clásico ya no existen, convicción que tiene efectos inmediatos
sobre la praxis política.
La segunda observación consiste en que un retorno a las precisiones
hechas por Althusser a la teoría de Lacan nos puede proporcionar
un enriquecimiento metodológico útil y sugerente. La formulación
de Althusser vuelve a poner sobre el tapete una antigua y desde
siempre clásica distinción de Marx entre ciencia e ideología, que sigue
teniendo valor para nosotros. En la fórmula de Althusser, lo existencial
—la ubicación del sujeto individual, la experiencia de la vida cotidiana,
el “punto de vista” monádico del mundo al que como sujetos
biológicos nos vemos necesariamente restringidos— se opone implícitamente
al reino del conocimiento abstracto, un reino que, como nos
recuerda Lacan, nunca está ubicado en ningún sujeto concreto, ni es
nunca hecho realidad por este, sino por ese vacío estructural llamado
“le sujet supposé savoir”, “el sujeto que se supone que sepa”, un sujeto–lugar
de conocimiento: lo que se afirma no es que no podamos conocer
el mundo en su totalidad de manera abstracta o “científica”: la
“ciencia” de Marx nos proporciona precisamente una manera de conocer
y conceptualizar el mundo de manera abstracta, en el sentido en
que, por ejemplo, el espléndido libro de Mandel ofrece un conocimiento
rico y complejo sobre el sistema internacional global, del cual
nunca se ha afirmado aquí que sea incognoscible, sino sólo que resultaba
irrepresentable, que es un a muy diferente cuestión. En otras palabras,
la fórmula de Althusser apunta a una brecha, una grieta entre la
experiencia existencial y el conocimiento científico: de aquí que la
ideología asuma la función de inventar alguna forma de articular entre
sí esas dos dimensiones distintas. Lo que querría agregar a esta “defi-
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nición” un punto de vista historicista es que tal coordinación, la producción
de ideologías vivas y actuantes, es diferente en las distintas
situaciones históricas, pero, sobre todo, que puede haber situaciones
históricas en las que ello resulte absolutamente imposible: esta parecería
ser nuestra situación en la crisis actual.
Pero el sistema de Lacan no es dualista, sino que consta de
tres partes. A la oposición de Marx y Althusser entre ideología y ciencia
le corresponden sólo dos de las tres funciones de Lacan. Lo Imaginario
y lo Real, respectivamente. Sin embargo, nuestra digresión acerca
de la cartografía, con su revelación final de una verdadera dialéctica
de la representación de los códigos y capacidades de los lenguajes
o medios individuales, nos recuerda que lo que se ha omitido hasta el
momento ha sido la dimensión de lo Simbólico en Lacan.
Una estética del trazado de mapas cognitivos —una cultura
política pedagógica que trate de proporcionarle al sujeto individual un
nuevo y más elevado sentido del lugar que ocupa en el sistema global—
tendrá necesariamente que respetar esta dialéctica de la representación
que es ya enormemente compleja, y tendrá también que intentar
formas radicalmente nuevas a fin de hacerle justicia. Este no es
pues, evidentemente, un llamado al retorno a un tipo más antiguo de
maquinarias, a un espacio nacional más viejo y transparente, o a un
enclave más mimético o tradicional y portador de una perspectiva más
tranquilizante: el nuevo arte político —si es que este arte resulta posible—
tendrá que asimilar la verdad del posmodernismo, esto es, de su
objeto fundamental —el espacio mundial del capital multinacional—
al tiempo que logre abrir una brecha hacia un nuevo modo aún inimaginable
de representarlo, mediante el cual podremos nuevamente comenzar
a aprehender nuestra ubicación como sujetos individuales y
colectivos y a recobrar la capacidad para actuar y luchar que se encuentra
neutralizada en la actualidad por nuestra confusión espacial y
social. La forma política del posmodernismo, si es que va a existir,
tendrá como vocación la invención y proyección del trazado de un
mapa cognitivo global, a escalas social y espacial.
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