THORSTEIN
VEBLEN
TEORÍA DE LA CLASE OCIOSA
I. Introducción
La
institución de una clase ociosa se encuentra en su máximo desarrollo en los
estadios superiores de la cultura bárbara por ejemplo, en la Europa feudal o el
Japón feudal. En tales comunidades se observa con todo rigor la distinción
entre las clases; y la característica de significación económica más saliente
que hay en esas diferencias de clases es la distinción mantenida entre las
tareas propias de cada una de las clases. Las clases altas están
consuetudinariamente exentas o excluidas de las ocupaciones industriales y se
reservan para determinadas tareas a las que se adscribe un cierto grado de
honor. La más importante de las tareas honorables en una comunidad feudal es la
guerra; el sacerdocio ocupa, por lo general, el segundo lugar. Si la comunidad
bárbara no es demasiado belicosa, el oficio sacerdotal puede tener la
preferencia, pasando entonces el de guerrero a ocupar el segundo lugar. En
cualquier caso, con pocas excepciones, la regla es que los miembros de las
clases superiores -tanto guerreros como sacerdotes -estén exentos de tareas
industriales y que esa exención sea expresión económica de su superioridad de
rango. La India brahmánica ofrece un buen ejemplo de la exención de tareas industriales
que disfrutan ambas clases sociales. En las comunidades que pertenecen a la
cultura bárbara superior hay una considerable diferenciación de subclases
dentro de lo que puede denominarse -en términos amplios -la clase ociosa; hay
entre esas subclases una diferenciación paralela de ocupaciones. La clase
ociosa comprende a las clases guerrera y sacerdotal, junto con gran parte de
sus séquitos. Las ocupaciones de esa clase están diversificadas con arreglo a
las subdivisiones en que se fracciona, pero todas tienen la característica
común de no ser industriales. Esas ocupaciones no industriales de las clases
altas pueden ser comprendidas, en términos generales, bajo los epígrafes de
gobierno, guerra, prácticas religiosas y deportes.
En
una etapa anterior, pero no la primera, de la barbarie, encontramos la clase
ociosa menos diferenciada. Ni las distinciones de clase ni las que existen
entre las diversas ocupaciones de la clase ociosa, son tan minuciosas ni tan
intrincadas como en los estadios posteriores. Los isleños de la Polinesia
ofrecen en términos generales un buen ejemplo de esta etapa, con la salvedad de
que -debido a la ausencia de caza mayor -la profesión de cazador no ocupa en el
esquema de su vida el lugar de honor habitual. La comunidad islandesa de la
época de las sagas ofrece también un buen ejemplo de este tipo. En tales
comunidades hay una distinción rigurosa entre las clases y entre las
ocupaciones peculiares a cada una de ellas. El trabajo manual, la industria,
todo lo que tenga relación con la tarea cotidiana de conseguir medios de vida
es ocupación exclusiva de la clase inferior. Esta clase inferior incluye a los
esclavos y otros seres subordinados y generalmente comprende también a todas
las mujeres. Si hay varios grados de aristocracia, las mujeres de rango más
elevado están por lo general exentas de la realización de tareas industriales o
por lo menos de las formas más vulgares de trabajo manual. En cuanto a los
hombres de las clases superiores, no sólo están exentos de toda ocupación industrial,
sino que una costumbre prescriptiva lo descalifica para desempeñarlas. La serie
de tareas que tienen abiertas ante sí está rígidamente definida. Como en el
estadio superior de que ya se ha hablado, esas tareas son el gobierno, la
guerra, las prácticas religiosas y los deportes. Esas cuatro especies de
actividad rigen el esquema de la vida de las clases elevadas y para los
miembros de rango superior -los reyes o caudillos - son las únicas especies de
actividad permitidas por el sentido común o la costumbre de la comunidad.
Cuando el esquema está plenamente desarrollado, hasta los deportes son
considerados como de dudosa legitimidad para los miembros de rango superior.
Los grados inferiores de la clase ociosa pueden desempeñar otras tareas, pero
son tareas subsidiarias de algunas de las ocupaciones típicas de la clase
ociosa. Tales son, por ejemplo, la manufactura y cuidado de las armas y equipos
bélicos y las canoas de guerra, la doma, amaestramiento y manejo de caballos,
perros, halcones, la preparación de instrumentos sagrados, etc. Las clases
inferiores están excluidas de estas tareas honorables secundarias, excepto de
aquellas que son de carácter netamente industrial y sólo de modo remoto se
relacionan con las ocupaciones típicas de la clase ociosa.
Si
retrocedemos un paso más desde esta cultura bárbara ejemplar a etapas
inferiores de barbarie, ya no encontramos la clase ociosa en forma plenamente
desarrollada. Pero esta barbarie inferior muestra los usos, motivos y
circunstancias de las que ha surgido la institución de una clase ociosa e
indica los primeros pasos de su desarrollo. Son ejemplos de estas fases más
primitivas de la diferenciación varias tribus nómadas cazadoras de diversas
partes del mundo. Puede tomarse como ejemplo adecuado cualquiera de las tribus
cazadoras norteamericanas. No es posible afirmar que haya en esas tribus una
clase ociosa definida. Hay una diferenciación de funciones y una distinción de
clases basada en ella, pero la exención del trabajo de la clase superior no ha
avanzado aún lo suficiente para que pueda serle plenamente aplicable la
denominación de «Clase ociosa». Las tribus que se encuentran en este nivel
económico han llevado la diferenciación económica a un punto en que se hace una
distinción marcada entre las ocupaciones de los hombres y las de las mujeres y
esta distinción tiene carácter valorativo (invidious)[1].
En casi todas estas tribus las mujeres están adscritas, por una costumbre
prescriptiva, a aquellos trabajos de los que surgen, en el estadio siguiente,
las ocupaciones industriales propiamente dichas. Los hombres están exentos de
esas tareas vulgares y se reservan para la guerra, la caza, los deportes y las
prácticas devotas. En esta materia se hace con frecuencia una discriminación
rigurosa.
Esta
división del trabajo coincide con la distinción entre la clase trabajadora y la
clase ociosa, tal como aparece en la cultura bárbara superior. Al avanzar la
diversificación y especialización de ocupaciones, la línea divisoria así
marcada viene a separar las ocupaciones industriales de las no industriales. El
modelo de donde ha derivado la industria posterior no está constituido por las
ocupaciones propias del hombre en el anterior estadio bárbaro. En el desarrollo
posterior ese tipo sobrevive solamente en ocupaciones no clasificadas como
industriales; guerra, política, deportes, ciencia y el oficio sacerdotal.
Las
únicas excepciones notables son una parte de la industria pesquera y ciertas
ocupaciones ligeras que es dudoso puedan ser calificadas como industria, tales
como la manufactura de armas, juguetes e instrumentos para los deportes.
Virtualmente todas las tareas industriales son una excrecencia de lo que en la
comunidad primitiva bárbara se clasifica como trabajo de las mujeres.
En
la cultura bárbara inferior, el trabajo de los hombres no es menos
indispensable para la vida del grupo que el realizado por las mujeres. Es
incluso posible que el trabajo del hombre contribuya tanto como el de la mujer
al abastecimiento de alimentos y de las demás cosas que necesita consumir el
grupo. Tan evidente es este carácter «productivo» del trabajo de los hombres,
que en las obras corrientes de economía se considera el trabajo del cazador
como tipo de la industria primitiva. Pero no es así como opina el bárbaro. A
sus propios ojos no es un trabajador y no ha de clasificárselo a este respecto
junto con las mujeres; ni debe clasificarse tampoco su esfuerzo juntamente con
el tráfago (drudgery) de las mujeres, como trabajo o industria, de modo
que sea posible confundirlo con aquél. En todas las comunidades bárbaras hay un
profundo sentido de la disparidad existente entre el trabajo del hombre y el de
la mujer. El trabajo del hombre puede estar encaminado al sostenimiento del
grupo, pero se estima que lo realiza con una excelencia y eficacia de un tipo
tal que no puede compararse sin desdoro con la diligencia monótona de las
mujeres.
Si
retrocedemos un paso más atrás en la escala cultural encontramos -en los grupos
salvajes -que la diferenciación de tareas es aún menos complicada y la distinción
valorativa entre clases y tareas menos consistente y rigurosa. Es difícil
encontrar ejemplos inequívocos de una cultura salvaje primitiva. Son pocos los
grupos clasificados corno «salvajes» que no presentan rastros de una regresión
desde un estadio cultural más avanzado. Pero hay grupos -algunos de los cuales
no son, aparentemente, resultado de una regresión -que presentan, con alguna
fidelidad, los rasgos del salvajismo primitivo. Su cultura difiere de la
cultura de las comunidades bárbaras en la ausencia de una clase ociosa y en la
ausencia, en gran medida, del ánimo o actitud espiritual en que descansa la
institución de una clase ociosa.
Esas
comunidades de salvajes primitivos en las que no hay jerarquía de clases
económicas no constituyen sino una fracción pequeña y poco importante de la
raza humana. El mejor ejemplo de esta fase cultural lo ofrecen las tribus de
los andamanes y todas las de los Montes Nilguiri. El esquema de la vida de
estos grupos en la época de su primer contacto con los europeos parece haber
sido casi típico por lo que respecta a la ausencia de una clase ociosa. Pueden
citarse otros ejemplos, los aínos de Yezo y, aunque es más dudoso, algunos
grupos bosquimanos y esquimales. Ciertas comunidades de indios pueblo son
incluidas con menos seguridad, en la misma clase. Muchas de las comunidades
aquí citadas, si no todas, pueden muy bien ser casos de degeneración de una
barbarie superior más bien que portadoras de una cultura que no haya estado
nunca por encima de su nivel actual, Caso de ser así, sólo por extensión pueden
ser aceptados para nuestro actual propósito; pero pueden servir, a pesar de
todo, como ejemplo, de la misma manera que si fuesen realmente poblaciones
«primitivas» Estas comunidades que no tienen una clase ociosa definida
presentan también otras semejanzas en su estructura social y modo de vida. Son
grupos pequeños y de estructura (arcaica) simple; son, por lo general,
pacíficos y sedentarios; son pobres y la propiedad individual no es una
característica dominante de su sistema económico. Pero no se sigue de ello que
sean las comunidades más pequeñas que existen, ni que su estructura social sea,
en todos los aspectos, la menos diferenciada, ni tampoco que esta clase abarque
necesariamente a todas las comunidades primitivas que no tienen sistema
definido de propiedad individual. Lo que sí es de notar es que esta clase de
comunidades parece incluir los grupos pacíficos de hombres primitivos -acaso
todos los grupos característicos pacíficos-. El rasgo común más notable de los
miembros de tales comunidades es cierta ineficacia amable cuando se enfrentan
con la fuerza o con el fraude.
Los
datos que nos ofrecen los usos y los rasgos culturales de las comunidades que
se hallan en un estadio bajo de desarrollo indican que la institución de una
clase ociosa ha surgido gradualmente durante la transición del salvajismo
primitivo a la barbarie; o dicho con más precisión, durante la transición de
unos hábitos de vida pacíficos a unas costumbres belicosas. Las condiciones
necesarias al parecer para que surja una clase ociosa bien desarrollada son: 1)
la comunidad debe tener hábitos de vida depredadores (guerra, caza mayor, o
ambas a la vez); es decir, los hombres, que constituyen en estos casos la clase
ociosa en proceso de incoación, tienen que estar habituados a infligir daños
por la fuerza y mediante estratagemas; 2) tiene que haber posibilidades de
conseguir medios de subsistencia suficientemente grandes para permitir que una
parte considerable de la comunidad pueda estar exenta de dedicarse, de modo
habitual, al trabajo rutinario. La institución de una clase ociosa es la
excrecencia de una discriminación entre tareas, con arreglo a la cual algunas
de ellas son dignas y otras indignas. Bajo esta antigua distinción son tareas
dignas aquellas que pueden ser clasificadas como hazañas; indignas, las
ocupaciones de vida cotidiana en que no entra ningún elemento apreciable de
proeza.
Esta
distinción tiene escaso significado en una comunidad industrial moderna y ha
recibido, en consecuencia, poca atención por parte de los economistas. Vista a
la luz de ese sentido común moderno que preside los estudios de economía,
parece meramente formal y no sustancial. Pero persiste con gran tenacidad como
lugar común preconcebido incluso en la vida moderna, como se ve, por ejemplo,
en la aversión por las ocupaciones serviles. Es una distinción de tipo
personal, de superioridad e inferioridad. En los estadios culturales primitivos
en los que la fuerza del individuo contaba de modo más inmediato y evidente en
la modelación del curso de los acontecimientos, la hazaña tenía un gran valor
en el esquema general de la vida cotidiana. El interés se centraba en mayor
grado alrededor de este hecho. En consecuencia, una distinción basada en estos
fundamentos parecía más imperativa y definitiva entonces que hoy. Por ello, en
cuanto hecho que forma parte de la secuencia del desarrollo, la distinción es
sustancial y descansa en bases suficientemente válidas y poderosas.
El
fundamento en que se basa habitualmente cualquier discriminación entre hechos
cambia con el interés que determina el modo de considerar esos hechos. Son
sobresalientes y sustanciales los hechos iluminados por el interés dominante en
la época. Cualquier base de distinción resultará, en apariencia, sin importancia
para quienquiera que habitualmente considere los hechos de que se trate desde
un punto de vista distinto y los evalúe para una finalidad diferente. El hábito
de distinguir y clasificar los diversos fines y direcciones de actividad
prevalece necesariamente siempre y en todas partes, porque es indispensable
para elaborar una teoría o esquema general de la vida que sea útil en la
práctica. El punto de vista particular o la especial característica que se toma
como definitiva en la clasificación de los hechos de la vida depende del
interés en consideración al cual se trata de hacer la discriminación de los
hechos. Por consiguiente, los fundamentos de la discriminación y las formas de
procedimiento para hacer la clasificación cambian según avanza el desarrollo de
la cultura, porque cambia también la finalidad en gracia a la cual son
aprehendidos los hechos de la vida y, en consecuencia, el punto de vista
adoptado. Así, las características que se reconocen como sobresalientes y
decisivas de una serie de actividades o de una clase social en un estadio de
cultura no conservarán la misma importancia relativa para los propósitos de la
clasificación en ningún estadio subsiguiente.
Pero
el cambio de tipos y punto de vista es gradual y rara vez produce la subversión
o la supresión total de un punto de vista que ha sido aceptado en un momento
dado. De ordinario, se hace una distinción entre ocupaciones industriales y no
industriales, y esta distinción moderna es una forma trasmutada de la
distinción bárbara entre hazaña y tráfago. El juicio popular siente como
intrínsecamente distintas tareas como la guerra, la política, el culto y las
diversiones públicas, de un lado, y el trabajo relacionado con la elaboración u
obtención de los medios materiales de vida, de otro. La línea de demarcación no
es la misma que existía en el esquema bárbaro, pero la distinción fundamental
no ha caído en desuso.
En
efecto, la distinción tácita -de sentido común -hoy practicada consiste en que
sólo debe considerarse como industrial un esfuerzo cuya finalidad última sea la
utilización de algo no humano. No se cree, por ejemplo, que la utilización
coactiva del hombre por el hombre sea función industrial, pero se clasifica
como actividad industrial todo esfuerzo encaminado a elevar la vida humana
aprovechando el medio ambiente no humano. Los economistas que mejor han
conservado y adaptado la tradición clásica postulan generalmente el «poder del
hombre sobre la naturaleza» como hecho característico de la productividad
industrial. Este poder industrial sobre la naturaleza incluye el poder del
hombre sobre las bestias y sobre todas las fuerzas elementales. De este modo se
traza una línea entre la humanidad y el resto de la creación.
En
otros tiempos y entre los hombres imbuidos de prejuicios de tipo diferente, la
línea no se dibuja con tanta precisión como hoy. En la concepción de la vida
salvaje o bárbara, la línea divisoria se traza en sitio distinto y de modo
diferente. En todas las comunidades que se encuentran en el estadio del
salvajismo hay un sentido alerta y penetrante de la antítesis entre dos grupos
de fenómenos, en uno de los cuales se incluye a sí mismo el bárbaro, en tanto
que en el otro coloca sus medios de vida. Se siente que hay una antítesis entre
los fenómenos económicos y los no económicos, pero no se concibe a la manera
moderna; no es una antítesis entre el hombre y el resto de la creación, sino
entre las cosas animadas y las inertes.
Puede
que sea un exceso de precaución explicar hoy que la noción bárbara que se
intenta expresar aquí con el término «animado» no abarca todas las cosas vivas
y comprende, en cambio, muchas que no lo son. Fenómenos naturales
impresionantes, tales como una tormenta, una enfermedad, una catarata, son
considerados como «animados», en tanto que las frutas y las hierbas e incluso
animales poco notorios como moscas, gusanos, turones, ovejas, etc., no son
aprehendidos de ordinario como animados, excepto cuando se los considera en
colectividad. Tal como aquí se emplea, el término no implica necesariamente que
more en esas cosas un alma o espíritu. El concepto incluye aquellas cosas que
el animista salvaje o bárbaro aprehende como formidables en virtud de un hábito
real o imputado de iniciar acciones. Esta categoría comprende un gran número de
objetos y fenómenos naturales. Tal distinción entre lo inerte y lo activo
persiste aún en los hábitos mentales de personas irreflexivas y afecta todavía
profundamente la teoría dominante de la vida humana y de los procesos
naturales; pero no penetra nuestra vida cotidiana con la extensión o
consecuencias prácticas de gran alcance, visibles en los estadios anteriores de
cultura y creencias.
Para
la mente del bárbaro la elaboración y utilización de lo que ofrece la
naturaleza inerte es una actividad que se encuentra en un plano totalmente
distinto de sus tratos con cosas y fuerzas «animadas». La línea de demarcación
podrá ser vaga y movible, pero la distinción general es suficientemente real e
imperativa para influir en el esquema bárbaro de la vida. La fantasía bárbara
imputa a la clase una actividad dirigida a algún fin. Es este desarrollo
teleológico de una actividad lo que constituye un objeto de fenómeno en hecho
«animado». Dondequiera que el ingenuo salvaje o bárbaro se encuentra con una
actividad que lo estorba, la interpreta en los únicos términos que están a su
alcance -los términos dados inmediatamente en su conciencia de sus propios
actos-. Asimila, pues, esa actividad a la acción humana y los objetos activos
al agente humano. Los fenómenos de este carácter - en especial aquellos
notablemente formidables o desconcertantes -tienen que ser afrontados con un
espíritu diferente y una habilidad de distinta especie de los requeridos para
manejar cosas inertes. Ocuparse con éxito de tales fenómenos es más bien hazaña
que industria. Es demostración de pureza, no de diligencia.
Guiada
por esta discriminación ingenua entre lo inerte y lo animado, las actividades
del grupo social primitivo tienden a dividirse en dos clases, que en términos
modernos pueden denominarse hazaña e industria. La industria es el esfuerzo
encaminado a crear una cosa nueva con una finalidad nueva que le es dada por la
mano moldeadora de quien la hace empleando material pasivo («bruto»); mientras
que la hazaña, en cuanto produce un resultado útil para el agente, es la
conversión hacia sus propios fines de energías anteriormente encaminadas por
otro agente a algún otro fin. Hablamos aún de «materia bruta» con algo de la
concepción bárbara que da un profundo significado al término.
La
distinción entre hazaña y tráfago coincide con una diferencia entre los sexos.
Difieren éstos no sólo en estatura y fuerza muscular, sino -acaso más
decisivamente -en temperamento, y esta diferencia tiene que haber dado origen,
desde tiempos muy remotos, a una división del trabajo correspondiente a
aquélla. La serie de actividades que en términos generales caen bajo la
denominación de hazaña corresponden al varón como más fuerte, más robusto y más
capaz de una tensión violenta y repentina, y más fácilmente inclinado a la
autoafirmación, la emulación activa y la agresión. Las diferencias de robustez,
de carácter fisiológico y de temperamento que hay entre los miembros del grupo
primitivo pueden ser pequeñas; de hecho, en algunas de las comunidades más
arcaicas que -conocemos como por ejemplo, las tribus de los andamanes-, parecen
ser relativamente pequeñas y sin importancia. Pero en cuanto ha comenzado una
diferenciación de funciones basada en las líneas marcadas por esta diferencia
de físico y de ánimo, se amplía la diferencia originaria de sexos. Se produce
entonces un proceso acumulativo de adaptación selectiva a la nueva distribución
de tareas, especialmente si el habitat o la fauna con que el grupo está
en contacto son de un tipo que exige el ejercicio de las virtudes más
vigorosas. La persecución habitual de la caza mayor exige un empleo frecuente
de las cualidades viriles de robustez, agilidad y ferocidad y, por tanto,
difícilmente puede dejar de apresurar y ensanchar la diferencia de funciones
entre los sexos. Y en cuanto el grupo entra en contacto hostil con otros
grupos, la divergencia de función adoptará la forma desarrollada de una
distinción entre lo que es hazaña y lo que es industria.
En
tal grupo depredador de cazadores, la lucha y la caza vienen a constituir el
oficio de los hombres físicamente aptos. Las mujeres hacen el resto del trabajo
que hay que realizar -los demás miembros del grupo que no son aptos para llevar
a cabo el trabajo propio de los hombres son clasificados a este propósito con
las mujeres-. Ahora bien, la lucha y la caza a que se dedican los hombres son
dos tareas que tienen el mismo carácter general. Ambas son de naturaleza
depredadora; tanto el guerrero como el cazador cosechan donde no han sembrado.
Su demostración agresiva de fuerza y sagacidad difiere evidentemente de la
asidua y rutinaria transformación de materiales que realizan las mujeres; no
puede calificarse de trabajo productivo sino más bien de adquisición de
sustancias por captura. Siendo ésta el trabajo del hombre bárbaro en su forma
más desarrollada y más diferenciada del trabajo de las mujeres, todo esfuerzo
que no implique una proeza visible viene a ser indigno del varón. Conforme va
ganando consistencia la tradición, el sentido corriente de la comunidad le
exige un canon de conducta, de tal modo que en ese estadio cultural para el
hombre que se respete no es moralmente posible ninguna tarea ni adquisición que
no tenga por base una proeza -fuerza o fraude-. Cuando mediante una muy
prolongada costumbre se consolidan en el grupo unos hábitos de vida
depredadores, la matanza y destrucción de los competidores en la lucha por la
existencia que tratan de resistirlo o burlarlo, el domeñar y reducir a
subordinación aquellas fuerzas extrañas que no se presentan en el medio como
refractarias a su voluntad se convierten en el oficio acreditado del hombre
cabal dentro de la economía social. Esta distinción teórica entre la hazaña y
el tráfago está tan tenaz y escrupulosamente arraigada en muchas tribus
cazadoras, que el hombre no puede llevar al hogar la caza que ha matado, sino
que tiene que enviar a su mujer para que realice esa tarea inferior.
Como
ya se ha indicado, la distinción entre hazaña y tráfago es una distinción entre
ocupaciones que tiene carácter valorativo. Aquellas ocupaciones clasificadas como
proezas son dignas, honorables y nobles; las que no contienen ese elemento de
hazaña y especialmente aquellas que implican servidumbre o sumisión son
indignas, degradantes e innobles. Los conceptos de dignidad, valor u honor,
aplicados a las personas o a las conductas, tienen una importancia de primer
orden en el desarrollo de las clases y las distinciones de clase y es, por
tanto, necesario decir algo acerca de su origen y significado. Su base
psicológica puede ser expuesta esquemáticamente como sigue:
Por
necesidad selectiva el hombre es un agente. Es, a su propio juicio, un centro
que desarrolla una actividad impulsora -actividad «teológica»-. Es un agente
que busca en cada acto la realización de algún fin concreto, objetivo e
impersonal. Por el hecho de ser tal agente tiene gusto por el trabajo eficaz y
disgusto por el esfuerzo fútil. Tiene un sentido del mérito de la utilidad (serviceability)
o eficiencia y del demérito de lo fútil, el despilfarro o la incapacidad. Se
puede denominar a esta actividad o propensión «instinto del trabajo eficaz» (instinct
of workmanship)[2].
Donde quiera que las circunstancias o tradiciones de la vida llevan a una
comparación habitual de una persona con otra en punto a eficacia, el instinto
del trabajo eficaz tiende a crear una comparación valorativa o denigrante. La
medida en que se produzca este resultado depende, en gran parte, del
temperamento de la población. En toda comunidad en donde se hacen habitualmente
tales comparaciones valorativas, el éxito patente se convierte en un fin
buscado por su propia utilidad como base de estimación. Se consigue la estima y
se evita el desdoro poniendo de manifiesto la propia utilidad, El resultado es
que el instinto del trabajo eficaz se exterioriza en una demostración de fuerza
que tiene sentido emulativo.
Durante
aquella fase primitiva de desarrollo social en que la comunidad es aún
habitualmente pacífica, acaso sedentaria, y no tiene un sistema desarrollado de
propiedad individual, la eficiencia del individuo se demuestra de modo especial
y más consistente en alguna tarea que impulse la vida del grupo. La emulación
de tipo económico que se produzca en tal grupo será, sobre todo, emulación en
el terreno de la utilidad industrial. A la vez, el incentivo que impulsa a la
emulación no es fuerte ni su alcance grande.
Cuando
la comunidad pasa del salvajismo pacífico a una fase de vida depredadora,
cambian las condiciones de la emulación. Aumenta el alcance y la urgencia de
las oportunidades y los incentivos de la emulación. La actividad de los hombres
toma cada vez más el carácter de hazaña; y se hace cada vez más fácil y
habitual la comparación valorativa de un cazador o guerrero con otro. Los
trofeos -prueba tangible de las proezas -encuentran un lugar en los hábitos
mentales de los hombres como accesorios que adornan la vida. El botín, los
trofeos de la caza o de la razzia pasan a ser considerados como
demostración de fuerza preeminente. La agresión se convierte en forma
acreditada de acción y el botín sirve - prima facie -como prueba de una
agresión afortunada. En este estadio cultural la forma acreditada y digna de
autoafirmación es la lucha; y los objetos o servicios útiles obtenidos por
captura o coacción sirven de prueba convencional de que la lucha ha tenido un
desenlace feliz. Como consecuencia de ello -y por contraste -la obtención de
cosas por medios distintos a la captura viene a ser considerada como indigna de
un hombre en su mejor condición. Por la misma razón la práctica del trabajo
productivo o la ocupación en servicios personales caen bajo la misma odiosidad.
Surge de este modo una distinción denigrante entre la hazaña y la adquisición
por captura, de un lado, y el trabajo industrial, de otro. El trabajo se hace
tedioso por virtud de la indignidad que se le imputa.
Para
el bárbaro primitivo -antes de que esa noción simple haya sido oscurecida por
sus propias ramificaciones y por el desarrollo secundario de ideas con ella
emparentadas- «honorable» parece no comportar otra cosa sino una afirmación de
superioridad de fuerzas.
«Honorable»
es «formidable»; «digno» es «prepotente». Un acto honorífico no es, en último
término, otra cosa sino un acto de agresión de éxito reconocido; allí donde la
agresión implica lucha con hombres o con bestias, la actividad que implica la
demostración de una mano fuerte se convierte en honorable de modo especial y
primordial. El hábito ingenuo y arcaico de interpretar todas las
manifestaciones de fuerza en términos de personalidad o «fuerza de voluntad»
robustece en gran medida esta exaltación convencional de la mano fuerte. Los
epítetos honoríficos, tan comunes entre las tribus bárbaras como entre los
pueblos de cultura elevada, llevan comúnmente el cuño de este sentido ingenuo
del honor. Los epítetos y títulos usados para dirigirse a los caudillos y para
propiciarse la voluntad de los dioses y reyes imputan con frecuencia a los
destinatarios una propensión a la violencia avasalladora y una fuerza
devastadora irresistible. En algún sentido esto es también cierto de las
comunidades más civilizadas de hoy día. La predilección mostrada en las divisas
heráldicas por las bestias más rapaces y las aves de presa refuerza la misma
opinión.
Con
esta apreciación que hace el sentido común bárbaro de la dignidad o el honor,
disponer de las vidas -matar competidores formidables, sean brutos o seres
humanos -es honorable en el mayor grado. Y este alto oficio del autor de la
matanza, expresión de la prepotencia del matador, arroja sobre todo acto de
matanza y sobre todos los instrumentos y accesorios del mismo una aureola
mágica de dignidad. Las armas son honorables y su uso, aunque sea para
perseguir a las criaturas más miserables de los campos, se convierte en un
empleo honorífico. Paralelamente la ocupación industrial pasa a ser odiosa y,
en la apreciación común, el manejo de herramientas y útiles industriales
resulta inferior a la dignidad de los hombres cabales. El trabajo se hace
tedioso.
Se
supone aquí que, en la secuencia de la evolución cultural, los grupos humanos
primitivos han pasado de una etapa inicial pacífica a otro estadio subsiguiente
en el que la lucha es la ocupación reconocida y característica del grupo. Pero
ello no implica que haya habido una transición brusca de la paz y buena
voluntad inquebrantadas a una fase de vida, posterior o superior, en la cual
aparece por primera vez el combate. Tampoco implica que con la transición a la
fase cultural depredadora desaparezca toda industria pacífica. Es seguro que en
todo estadio temprano del desarrollo social hubo de producirse alguna lucha.
Tuvieron que presentarse, con mayor o menor frecuencia, luchas motivadas por la
competencia sexual. Los hábitos conocidos de los grupos primitivos, lo mismo
que los de los antropoides y el testimonio de los impulsos de la naturaleza
humana sirven como refuerzo a esta opinión.
Puede,
por tanto, objetarse que no es posible que haya existido un estadio inicial de
vida pacífica como el aquí supuesto. No hay en la evolución cultural un punto
antes del cual no se produzcan luchas. Pero el punto que se debate no es la
existencia de luchas, ocasionales o esporádicas, ni siquiera su mayor o menor
frecuencia y habitualidad. Es el de si se produce una disposición mental
habitualmente belicosa -un hábito de juzgar de modo predominante los hechos y
acontecimientos desde el punto de vista de la lucha-. La fase cultural
depredadora se alcanza sólo cuando la actitud depredadora se ha convertido en
la actitud espiritual habitual y acreditada de los miembros del grupo; cuando
el combate ha pasado a ser la nota dominante de la teoría normal de la vida;
cuando, finalmente, la apreciación vulgar de los hombres y las cosas ha llegado
a ser una apreciación orientada hacia la lucha.
La
diferencia sustancial entre la fase cultural pacífica y la depredadora es, por
tanto, una diferencia espiritual, no mecánica. El cambio de actitud espiritual
es el resultado de un cambio en los hechos materiales de la vida del grupo y se
advierte, de modo gradual, conforme se van produciendo las circunstancias
materiales favorables a una actitud depredadora. El límite inferior de la
cultura depredadora es un límite industrial. La depredación no puede llegar a
ser el recurso convencional, habitual de ningún grupo o clase hasta que el
desarrollo de los métodos industriales haya alcanzado un grado tal de eficacia
que, por encima de la subsistencia de quienes se ocupan de conseguir los medios
para ella, quede un margen por el que merezca la pena luchar. La transición de
la paz a la depredación depende, pues, del desarrollo de los conocimientos
técnicos y del uso de herramientas. En consecuencia, en las épocas primitivas,
mientras no se hayan desarrollado las armas hasta el punto de hacer del hombre
un animal formidable, imposible una cultura depredadora. Naturalmente, el
desarrollo primero de las herramientas y las armas es el mismo hecho, sólo que
contemplado desde puntos de vista diferentes.
Se
puede caracterizar como pacífica la vida de un grupo dado mientras el recurso
habitual al combate no grupo haya colocado la lucha en el primer plano de los
pensamientos cotidianos del hombre como rasgo dominante de su vida. Es evidente
que un grupo puede llegar a un grado mayor o menor de plenitud de esa actitud
depredadora, en tal forma que su esquema general de vida y sus cánones de
conducta puedan estar regidos en mayor o menor extensión por el ánimo
depredador. Se concibe, pues, que la fase cultural depredadora adviene
gradualmente, a través de un desarrollo de actitudes, hábitos y tradiciones
depredadoras producidas por acumulación, y que este desarrollo se debe a que
las circunstancias de la vida del grupo sufren un cambio de un tipo adecuado
para desarrollar y conservar aquellos rasgos de conducta que favorecen más bien
una vida depredadora que una existencia pacífica.
Las
pruebas de la hipótesis de que ha habido tal estadio pacífico en la cultura
primitiva derivan en gran parte de la psicología más bien que de la etnología y
no pueden ser detalladas aquí. Se aducen parcialmente en un capítulo posterior
en el que se estudia la supervivencia de rasgos arcaicos de la naturaleza humana
en la cultura moderna.
II. Emulación pecuniaria
En
el proceso de la evolución cultural, la aparición de una clase ociosa coincide
con el comienzo de la propiedad. Es necesario que así ocurra porque ambas
instituciones son resultado de la misma conjunción de fuerzas económicas. En la
fase preliminar de su desarrollo no son sino aspectos diferentes de los mismos
hechos generales de la estructura social.
El
ocio y la propiedad nos interesan para nuestro propósito en cuanto elementos de
la cultura social -hechos convencionales-. El desprecio habitual del trabajo no
constituye una clase ociosa, como tampoco constituye propiedad el hecho
mecánico del uso y el consumo. El presente estudio no se ocupa, por tanto, del
comienzo de la indolencia ni del comienzo de la apropiación de artículos útiles
para el consumo individual. De lo que se trata es, por una parte, del origen y
naturaleza de una clase ociosa convencional, y por otra, de los comienzos de la
propiedad individual como derecho convencional o pretensión considerada como
equitativa.
La
diferenciación primera, de donde surgió la distinción entre una clase ociosa y
otra trabajadora, es la que se produce en los estadios inferiores de la
barbarie entre el trabajo del hombre y de la mujer. De modo análogo, la forma
primera de propiedad es una propiedad constituida por las mujeres y disfrutada
por los hombres físicamente aptos de la comunidad. Pueden expresarse los hechos
en términos más generales -y más ciertos por lo que respecta a la importancia
de la teoría bárbara de la vida -diciendo que se trata de una propiedad de la
mujer por el hombre.
Indudablemente
hubo algunas apropiaciones de artículos útiles antes de que surgiese la
costumbre de apropiarse de las mujeres. Los usos de las comunidades arcaicas o
existentes en las que las mujeres no constituyen propiedad son prueba de tal
aserto. En todas las comunidades los miembros, tanto varones como hembras, se
apropian habitualmente para su uso individual de una serie de cosas útiles; pero
esas cosas útiles no son pensadas como propiedad de la persona que se las
apropia y que las consume. La apropiación y el consumo habituales de ciertos
efectos personales de poca importancia no plantean el problema de la propiedad,
es decir, de una pretensión convencional a poseer cosas exteriores, considerada
como equitativa.
La
propiedad de las mujeres comienza en los estadios inferiores de la cultura
bárbara aparentemente con la aprehensión de cautivas. La razón originaria de la
captura y apropiación de las mujeres parece haber sido su utilidad como trofeos.
La práctica de arrebatar al enemigo las mujeres en calidad de trofeos dio lugar
a una forma de matrimonio propiedad, que produjo una comunidad doméstica con el
varón por cabeza. Fue seguida de una extensión del matrimonio- propiedad a
otras mujeres, además de las capturadas al enemigo. El resultado de la
emulación en las circunstancias de una vida depredadora ha sido, por una parte,
una forma de matrimonio basado en la coacción y, por otra, la costumbre de la
propiedad. En la fase inicial de su desarrollo no es posible distinguir ambas
instituciones: las dos surgen del deseo que tiene el hombre afortunado de poner
en evidencia sus proezas, exhibiendo un resultado perdurable de sus hazañas.
Ambas sirven a esa propensión de dominio que penetra la vida toda de las
comunidades depredadoras. El concepto de propiedad se extiende a los productos
de su industria y surge así la propiedad de cosas a la vez que la de personas.
De
este modo se establece gradualmente un sistema bien trabado de propiedad de
bienes. Y aunque en los últimos estadios de desarrollo la utilidad de las cosas
para el consumo se ha convertido en el elemento predominante de su valor, la
riqueza no ha perdido, en modo alguno, su utilidad como demostración honorífica
de la prepotencia del propietario.
Dondequiera
que existe la institución de la propiedad privada, aunque sea en forma poco
desarrollada, el proceso económico presenta como característica una lucha entre
los hombres por la posesión de bienes. Ha sido costumbre en la teoría económica
-y especialmente en aquellos economistas que se adhieren con menos titubeos al
conjunto de teorías clásicas modernizadas -interpretar en lo sustancial esta
lucha por la riqueza como una lucha por la existencia. Tal es, también, su carácter
en todos los casos en que la «sordidez de la naturaleza» es tan estricta que no
ofrece a la comunidad sino medios de vida muy escasos como contrapartida de una
aplicación celosa e incansable a la tarea de conseguir medios de subsistencia.
Pero en todas las comunidades progresivas se avanza más allá de ese estadio de
desarrollo tecnológico. La eficacia industrial se lleva a un punto que permite
a los que intervienen en el proceso de la industria conseguir algo más que los
medios mínimos de subsistencia. No ha sido raro en la teoría económica hablar
de la lucha ulterior por la riqueza sobre esta nueva base industrial como de
una competencia por el aumento de las comodidades de la vida, y primordialmente
por el sensible aumento de las comodidades físicas que permite lograr el
consumo de bienes.
Se
sostiene convencionalmente que el fin de la adquisición y acumulación es el
consumo de los bienes acumulados -tanto si se trata del consumo directo por
parte del dueño de los bienes, como si se trata del consumo hecho por la
comunidad doméstica a él unida y teóricamente identificada a este propósito con
él-. Al menos, se cree que ésta es la finalidad económica legítima de la
adquisición, única que la teoría debe tomar en cuenta. Puede, desde luego,
concebirse tal consumo como encaminado a satisfacer las necesidades físicas del
consumidor -su comodidad física- o las denominadas necesidades superiores
-espirituales, estéticas, intelectuales, etc-; la última clase de necesidades
se satisface indirectamente mediante un gasto de bienes en la forma que es
familiar para todos los lectores de obras de economía.
Pero
sólo cuando se toma en un sentido muy alejado de su significado ingenuo puede
decirse que ese consumo de bienes ofrece el incentivo del que deriva
invariablemente la acumulación. El móvil que hay en la raíz de la propiedad es la
emulación; y el mismo móvil de la emulación sigue operando en el desarrollo
ulterior de la institución a la que ha dado origen y en el desarrollo de todas
aquellas características de la estructura social a las que afecta esta
institución de la propiedad. La posesión de la riqueza confiere honor; es una
distinción valorativa (invidious distinction). No es posible decir nada
parecido del consumo de bienes ni de ningún otro incentivo que pueda concebirse
como móvil de la acumulación y en especial de ningún incentivo que impulse a la
acumulación de riqueza.
No
debe, desde luego, pasarse por alto el hecho de que en una comunidad donde casi
todos los bienes son de propiedad privada, la necesidad de ganarse la vida es
un incentivo poderoso y omnipresente para los miembros más pobres de ella. La
necesidad de la subsistencia y de un aumento de comodidad física puede ser
durante algún tiempo el móvil dominante de la adquisición realizada por
aquellas clases que hacen habitualmente un trabajo manual y cuya subsistencia tiene
una base precaria; que poseen poco y ordinariamente acumulan poco; pero en el
curso de este estudio se verá que, incluso por lo que se refiere a esas clases
carentes de medios, el predominio del móvil de la necesidad física no es tan
claro como a veces se supone.
Por
otra parte, por lo que respecta a aquellos miembros y clases de la comunidad
ocupados principalmente en acumular riqueza, el incentivo de la subsistencia o
la comodidad física no desempeña nunca un papel considerable. La propiedad nació
y llegó a ser una institución humana por motivos que no tienen relación con el
mínimo de subsistencia. El incentivo dominante fue, desde el principio, la
distinción valorativa unida a la riqueza y, salvo temporalmente y por excepción,
ningún otro motivo le ha usurpado la primacía en ninguno de los estadios
posteriores de su desarrollo.
La
propiedad comenzó por ser el botín conservado como trofeo de una expedición
afortunada. Mientras el grupo se separó poco de la primitiva organización
comunal y mientras estuvo en contacto íntimo con otros grupos hostiles, la
utilidad de las personas o cosas objeto de propiedad descansaba principalmente
en una comparación valorativa entre el poseedor y el enemigo al que se había
despojado. El hábito de distinguir entre los intereses del individuo y los del grupo
a que pertenece corresponde, al parecer, a una etapa posterior. La comparación
valorativa dentro del grupo entre el poseedor del botín honorífico y sus
vecinos menos afortunados figura, sin duda, en época temprana como elemento de
la utilidad de las cosas poseídas, aunque en un principio no fuera el elemento
principal de su valor. La proeza del hombre era aún proeza del grupo y el
poseedor del botín se sentía primordialmente como guardián del honor de su
grupo. Encontramos también esta apreciación de la hazaña desde el punto de
vista de la comunidad sobre todo por lo que se refiere a los laureles bélicos
en estadios posteriores del desarrollo social.
Pero
en cuanto comienza a tener consistencia la costumbre de la propiedad
individual, empieza a cambiar el punto de vista adoptado al hacer la
comparación valorativa sobre la que descansa la propiedad privada. En realidad,
un cambio es reflejo del otro. La fase inicial de la propiedad -la fase de
adquisición por la aprehensión y la conversión ingenuas- comienza a pasar al
estadio subsiguiente de una organización incipiente de la industria sobre la
base de la propiedad privada (de esclavos); la horda se desarrolla hasta convertirse
en una comunidad industrial más o menos autosuficiente; las posesiones empiezan
a ser valoradas no tanto como demostración de una incursión afortunada, cuanto como
prueba de la prepotencia del poseedor de esos bienes sobre otros individuos de
la comunidad. La comparación valorativa pasa a ser primordialmente una
comparación entre el propietario y los otros miembros del grupo. La propiedad tiene
aún carácter de trofeo, pero con el avance cultural se convierte cada vez más
en trofeo de éxitos conseguidos en el juego de propiedad, practicado entre
miembros del grupo, bajos los métodos cuasi pacíficos de la vida nómada.
Gradualmente,
y conforme la actividad industrial va desplazando, en la vida cotidiana de la
comunidad y en los hábitos mentales de los hombres, a la actividad depredadora,
la propiedad acumulada reemplaza cada vez en mayor grado los trofeos de las
hazañas depredadoras como exponente convencional de prepotencia y éxito. Con el
desarrollo de la industria establecida, la posesión de riqueza gana, pues, en importancia
y efectividad relativas, como base consuetudinaria de reputación y estima. No
es que deje de concederse esa estima sobre la base de otras pruebas más
directas de proezas, ni que la agresión depredadora o bélica afortunada deje de
suscitar la aprobación y la admiración de la multitud, ni de provocar la
envidia de los competidores menos afortunados; lo que ocurre, es que se hacen
menores el alcance y frecuencia de las oportunidades de conseguir distinguirse
por medio de esta manifestación directa de una fuerza superior. A la vez, las
oportunidades de realizar una agresión industrial y de acumular propiedad por
los métodos cuasi pacíficos de la industria nómada aumentan en radio de acción
y facilidad. Y lo que es más importante, la propiedad se convierte ahora en la
prueba más fácilmente demostrable de un grado de éxito honorable, a diferencia
del hecho heroico o notable. Se convierte, por tanto, en la base convencional
de estimación. Se hace indispensable acumular, adquirir propiedad con objeto de
conservar el buen nombre personal. Cuando los bienes acumulados se han
convertido de este modo en prenda acreditada de eficiencia, la posesión de
riqueza asume el carácter de base de estimación independiente y definitiva. La
posesión de bienes, adquiridos agresivamente por medio de la hazaña personal o
pasivamente por título hereditario, se convierte en base convencional de
reputación. La posesión de riqueza, que en un principio era valorada
simplemente como prueba de eficiencia, se convierte, en el sentir popular, en
cosa meritoria en sí misma. La riqueza es ahora intrínsecamente honorable y
honra a su poseedor. La riqueza adquirida de modo de los antepasados o de otras
pasivo, por transmisión personas, se convierte, por un refinamiento ulterior, en
más honorífica que la adquirida por el propio esfuerzo del poseedor; pero esta
distinción corresponde a un estadio posterior de la evolución de la cultura
pecuniaria y se hablará de ella en su lugar adecuado.
La
proeza y la hazaña pueden seguir siendo la base del otorgamiento de la más alta
estima popular, aunque la posesión de riquezas haya pasado a ser la base de la
reputación corriente y de una situación social impecable. El instinto depredador
y la aprobación consiguiente de la eficiencia depredadora están profundamente
teñidos por los hábitos mentales de aquellos pueblos que han pasado por la
disciplina de una cultura depredadora prolongada. Con arreglo al criterio
popular, los honores máximos a que es posible aspirar pueden ser, incluso
entonces, los conseguidos desplegando una extraordinaria eficiencia depredadora
en la guerra, o una eficiencia casi depredadora en el arte política. Pero a efectos
de tener una posición decorosa ordinaria en la comunidad, esos medios de
conseguir reputación han sido reemplazados por la adquisición y acumulación de
bienes. Así como en el anterior estadio depredador el bárbaro necesita - para
estar bien situado a los ojos de la comunidad- llegar al nivel de fortaleza
física, astucia y habilidad que impera en la tribu, es necesario ahora llegar a
cierto nivel convencional y un tanto indefinido de riqueza. En un caso es
necesario cierto nivel de proeza como condición de respetabilidad; en el otro,
cierto nivel de riqueza. En ambos es meritorio todo lo que excede de esos
niveles normales.
Aquellos
miembros de la comunidad que no llegan a alcanzar ese grado normal y un tanto
indefinido de proeza o propiedad quedan rebajados a los ojos de sus congéneres
y, en consecuencia, se rebajan también en su propia estimación, ya que, por lo
general, la base del propio respeto es el respeto que le tienen a uno sus
prójimos. Sólo individuos de temperamento poco común pueden conservar, a la
larga, su propia estimación frente al desprecio de sus semejantes. Se encuentran
aparentes excepciones a la regla, especialmente en gente de fuertes
convicciones religiosas. Pero esas aparentes excepciones rara vez lo son en
realidad, ya que tales personas se apoyan en la aprobación putativa de algún
testigo sobrenatural de sus actos.
En
cuanto la posesión de propiedad llega a ser la base de la estimación popular,
se convierte también en requisito de esa complacencia que denominamos el propio
respeto. En cualquier comunidad donde los bienes se poseen por separado, el
individuo necesita para su tranquilidad mental poseer una parte de bienes tan
grande como la porción que tienen otros con los cuales está acostumbrado a
clasificarse; y es en extremo agradable poseer algo más que ellos. Pero en cuanto
una persona hace nuevas adquisiciones y se acostumbra a los nuevos niveles de
riqueza resultantes de aquéllas, el nuevo nivel deja de ofrecerle una
satisfacción apreciablemente mayor de la que le proporcionaba el antiguo. Es constante
la tendencia a hacer que el nivel pecuniario actual se convierta en punto de
partida de un nuevo aumento de riqueza; y a su vez esto da un nuevo nivel de
suficiencia y una nueva clasificación pecuniaria del individuo comparado con
sus vecinos. Por lo que respecta a nuestro problema actual, el fin perseguido
con la acumulación consiste en alcanzar un grado superior, en comparación con
el resto de la comunidad, por lo que se refiere a fuerza pecuniaria. Mientras la
comparación le sea claramente desfavorable, el individuo medio, normal, vivirá
en un estado de insatisfacción crónica con su lote actual; y cuando haya
alcanzado lo que puede denominarse el nivel pecuniario normal de la comunidad -o
de su clase dentro de la comunidad-, esta insatisfacción crónica cederá el paso
a un esfuerzo incesante encaminado a crear un intervalo pecuniario cada vez
mayor entre él y ese nivel medio. La comparación valorativa no puede llegar
nunca a ser tan favorable a quien la hace, que éste no desee colocarse en un
rango más elevado que sus competidores en la lucha por la reputación pecuniaria.
Por
la naturaleza del problema, es difícil que pueda saciarse nunca el deseo de
riqueza en ningún ejemplo individual y es evidente que la satisfacción del
deseo medio general de riqueza está fuera de toda posibilidad. Por amplia,
igual o «equitativamente» que pueda estar distribuida la riqueza de la comunidad,
ningún aumento general de ella puede avanzar un paso en dirección a saciar esta
necesidad cuyo fundamento es el deseo individual de exceder a cada uno de los demás
en la acumulación de bienes. Si, como se supone a veces, el incentivo para la
acumulación fuese la necesidad de subsistir o de comodidad física, sería
concebible que en algún momento futuro con el aumento de la eficiencia
industrial se pudiera satisfacer el conjunto de las necesidades económicas de
la comunidad; pero como la lucha es sustancialmente una carrera en pos de la
reputación basada en una comparación valorativa, no es posible aproximarse
siquiera a una solución definitiva.
Lo
que acaba de decirse no debe ser interpretado en el sentido de que no haya
otros incentivos para la adquisición y acumulación que este deseo de superar en
situación pecuniaria y conseguir así la estima y la envidia de los semejantes.
El deseo de una mayor comodidad y seguridad frente a la necesidad está presente
en todos y cada uno de los estadios del proceso de acumulación en una sociedad
industrial moderna; aunque el nivel de suficiencia en estos aspectos está
afectado, a su vez, en gran medida por el hábito de la emulación pecuniaria. En
gran parte esta emulación modela los métodos y selecciona los objetos de gasto
para la comodidad personal y la vida respetable.
Además
de esto, el poder conferido por la riqueza proporciona otro motivo para
acumularla. Esa propensión a la actividad encaminada a un fin y esa repugnancia
por todo esfuerzo fútil que corresponden al hombre por virtud de su carácter de
agente no lo abandonan cuando sale de la ingenua cultura comunal, en la que la
nota dominante de la vida es la solidaridad no analizada e indiferenciada del
individuo con el grupo al cual su vida se encuentra ligada.
Cuando
pasa al estadio depredador, en el que el egoísmo en el sentido más estricto se
convierte en nota dominante, esa propensión lo sigue acompañando como rasgo
penetrante que modela su esquema general de la vida. La propensión a lograr un
resultado y la repugnancia por el esfuerzo fútil siguen siendo el motivo
económico subyacente. La propensión cambia únicamente de forma de expresión y
de objetos próximos a los que se dirige la actividad del hombre. Bajo el
régimen de propiedad individual el medio más al alcance de la mano para
conseguir visiblemente una finalidad es el que ofrecen la adquisición y la
acumulación de bienes; en cuanto la antítesis egoísta entre hombre y hombre
alcanza plena conciencia, la inclinación a conseguir resultados -el instinto
del trabajo eficaz- tiende más y más a modelarse como esfuerzo para superar a
los demás en los resultados económicos logrados. El éxito relativo, medido por
una comparación favorable con los demás, se convierte en el fin del esfuerzo
que se acepta como legítimo y, por tanto, la repugnancia por la futilidad se
coliga en buena parte con el incentivo de la emulación. Viene a acentuar la
lucha por la respetabilidad pecuniaria al extender a todo fracaso, y a toda prueba
de fracaso en materia pecuniaria, una nota de desaprobación.
El
esfuerzo encaminado a lograr un fin viene a significar, primordialmente,
esfuerzo dirigido a una demostración de riqueza acumulada que aumente el grado
de reputación, o resultado de tal esfuerzo. Entre los motivos que llevan a los hombres
a acumular riqueza, continúa correspondiendo la primacía en alcance en
intensidad a este móvil de emulación pecuniaria.
Acaso
no sea necesario observar que al emplear el término invidious (valorativo)
no hay intención de exaltar ni lamentar ninguno de los fenómenos que vienen a caracterizarse
con la palabra. Se emplea el término en sentido técnico, para describir una
comparación de personas con objeto de escalonarlas y graduarlas con respecto a
la valía o valor relativos de cada una de ellas -en sentido estético o moral- y
conceder y definir así los grados relativos de agrado con que pueden ser
legítimamente contempladas por sí mismas y por las demás. Una comparación
valorativa es un proceso de valoración de las personas con respecto a su valía.
III. El ocio ostensible
El efecto inmediato de una lucha
pecuniaria como la que se ha descrito esquemáticamente sería -de no estar
modificada su influencia por otras fuerzas económicas u otras características del
proceso emulativo- hacer a los hombres industriosos y frugales. Este resultado
se produce en realidad, hasta cierto punto, por lo que se refiere a las clases
inferiores, cuyo medio ordinario de adquirir bienes es el trabajo productivo.
Ello puede afirmarse, sobre todo, de las clases trabajadoras de una comunidad
sedentaria que se encuentre en un estadio agrícola de desarrollo industrial, y
en la que haya una considerable subdivisión de propiedad, y en la que leves y
costumbres aseguren a esas clases una participación más o menos definida del
producto de su industria. Esas clases inferiores no pueden eludir en ningún
caso el trabajo, y la imputación del trabajo no es, en consecuencia,
especialmente denigrante para sus miembros, al menos dentro de su propia clase.
Por el contrario, siendo el trabajo su modo de vida reconocido y aceptado,
tienen un cierto orgullo emulativo en conseguir una reputación de eficiencia en
su trabajo, que es a menudo la única línea de emulación que está a su alcance.
En aquellas personas para quienes la adquisición y la emulación sólo son
posibles dentro del campo de la eficiencia productora y el ahorro, la lucha por
la respetabilidad pecuniaria operará en cierta medida en el sentido de aumentar
la diligencia y la sobriedad. Pero hay ciertas características secundarias del
proceso emulativo de las que no se ha hablado aún, que vienen a circunscribir y
a modificar la emulación practicada en esas direcciones tanto en las clases
pecuniariamente inferiores como en la clase superior.
Pero lo que nos importa aquí de modo
más inmediato es otro aspecto de la clase pecuniaria superior. Tampoco le falta
a esta clase el incentivo de la diligencia y el ahorro; pero su acción está
cualificada en tan gran medida por las demandas secundarias de la emulación
pecuniaria, que prácticamente cualquier emulación en este sentido está
superada, y cualquier incentivo de la diligencia viene a ser ineficaz. La más
imperativa de estas demandas secundarias de la emulación y a la vez la de
ámbito más extenso es la exigencia de abstenerse del trabajo productivo. Esto
es cierto de modo especial en el estadio bárbaro de la cultura. En la cultura depredadora,
el trabajo se asocia en los hábitos de pensamiento de los hombres con la
debilidad y la sujeción a un amo. Es, en consecuencia, una marca de
inferioridad y viene por ello a ser considerada como indigna de un hombre que ocupa
una buena posición. Por virtud de esta tradición se considera que el trabajo
rebaja y esta tradición no ha muerto nunca. Por el contrario, con el avance de
la diferenciación ha adquirido la fuerza axiomática que es consecuencia de una prescripción
de largo tiempo e indiscutida.
Para ganar y conservar la estima de los
hombres no basta con poseer riqueza y poder. La riqueza o el poder tienen que ser
puestos de manifiesto, porque la estima sólo se otorga ante su evidencia. Y la
demostración de la riqueza no sirve sólo para impresionar a los demás con la
propia importancia y mantener vivo y alerta su sentimiento de esa importancia,
sino que su utilidad es apenas menor para construir y mantener la complacencia
en uno mismo. En todos los momentos, salvo en los estadios culturales más bajos,
el hombre normalmente constituido se ve ayudado y sostenido en su propio
respeto por las «apariencias decentes» y la exención de «trabajos serviles».
Una desviación forzosa de su patrón habitual de decencia, tanto en lo accesorio
de la vida como en la clase y alcance de su actividad, se siente como un
desprecio de su dignidad humana, aun aparte de toda consideración consciente de
la aprobación o desaprobación de sus semejantes.
La arcaica distinción teórica entre lo
bajo y lo honorable en el modo de vida de un hombre conserva aún hoy mucha de
su antigua fuerza. Tanto es así que hay muy pocos miembros de la clase más elevada
que no tengan una repugnancia instintiva por las formas vulgares de trabajo.
Tenemos un fuerte sentido de suciedad ceremonial que tiene especial intensidad al
pensar en las ocupaciones asociadas en nuestros hábitos mentales con el trabajo
servil. Todas las personas de gusto refinado sienten que ciertos oficios -que
convencionalmente se consideran serviles- llevan unida con inseparabilidad una
cierta contaminación espiritual. Se condena y evita sin titubear un instante
las apariencias vulgares, las habitaciones mezquinas (es decir, baratas) y las
ocupaciones vulgarmente productivas. Son incompatibles con la vida en un plano
espiritual satisfactorio -con el «pensamiento elevado»-. Desde los días de los
filósofos griegos hasta los nuestros, los hombres reflexivos han considerado
siempre como un requisito necesario para poder llevar una vida humana digna,
bella o incluso irreprochable, un cierto grado de ociosidad y de exención de
todo contacto con los procesos industriales que sirven a las finalidades cotidianas
inmediatas de la vida humana. A los ojos de todos los hombres civilizados, la
vida de ociosidad es bella y ennoblecedora en sí misma y en sus consecuencias.
Este valor directo, subjetivo, del ocio
y de las otras demostraciones de riqueza es, en gran parte, sin duda,
secundario y derivado. Es, en cierta medida un reflejo de la utilidad del ocio
como medio de conseguir el respeto de los demás y, en otra parte, resultado de
una sustitución mental. La ejecución del trabajo ha sido aceptada como prueba
convencional de una inferioridad de fuerza; en consecuencia, viene a ser considerada,
utilizando un atajo mental, como baja.
Durante el estadio depredador
propiamente dicho, y en especial en las etapas primeras del desarrollo cuasi
pacífico de la industria que sigue al estadio depredador, una vida ociosa es la
demostración más sencilla y concluyente de fuerza pecuniaria y, por tanto, de
superioridad de poder, con tal de que el caballero ocioso pueda vivir siempre
con facilidad y desahogo manifiestos. En ese estadio, la riqueza consiste
principalmente en esclavos y los beneficios que deriva de la posesión de
riqueza y poder toman principalmente la forma de servicio personal. La
abstención ostensible del trabajo se convierte, por tanto, en marca
convencional de éxitos pecuniarios superiores y en índice convencional de reputación;
y recíprocamente, como la aplicación al trabajo productivo es un signo de
pobreza y sujeción, resulta incompatible con una situación respetable en la
comunidad, Por lo tanto, allí donde predomina la emulación pecuniaria no se
estimulan de modo uniforme los hábitos industriosos y frugales. Por el
contrario, esta especie de emulación desaprueba en forma indirecta la
participación en el trabajo productivo. El trabajo se convertiría inevitablemente
en deshonroso -en cuanto demostración de pobreza-, incluso aunque no hubiese
sido considerado ya como indecoroso bajo las tradiciones antiguas derivadas de
un estadio cultural anterior. La antigua tradición de la cultura depredadora
consiste en que hay que rehuir el trabajo productivo, como indigno de los
hombres cabales, y con el paso del estadio depredador a la forma casi pacífica
de vida esa tradición se refuerza en vez de ser desechada.
Incluso aunque no hubiese surgido una
clase ociosa unto con la aparición primera de la propiedad individual, hubiese
sido en cualquier caso -por la fuerza del deshonor unido a la ocupación
productiva- una de las primeras consecuencias de la propiedad. Y hay que notar
que mientras la clase ociosa existía en teoría desde el comienzo de la cultura depredadora,
la institución tomó un significado nuevo y más pleno con la transición del
estadio depredador a la siguiente etapa de cultura pecuniaria. Desde ese
momento existe una «clase ociosa» tanto en teoría como en la práctica. De ahí data
la institución de la clase ociosa en su forma consumada.
Durante la etapa depredadora
propiamente dicha, a distinción entre las clases ociosas y laboriosas es, en
cierto sentido, meramente ceremonial. El hombre cabal está celosamente apartado
de todo lo que es, en su concepto, trabajo rutinario y servil; pero su
actividad contribuye apreciablemente al sustento del grupo. El estadio
subsiguiente de industria casi pacífica se caracteriza generalmente por la existencia
de una esclavitud consolidada en la cual los esclavos son cosas, de rebaños de
ganado y de una clase servil de pastores y de vaqueros; la industria ha
avanzado hasta el punto de que la comunidad no depende ya para su subsistencia de
la caza ni de ninguna otra forma de actividad que pueda ser calificada
justamente de hazaña. Desde este momento el rasgo característico de la vida de
la clase ociosa es una exención ostensible de toda tarea útil.
Las ocupaciones normales y
características de esta clase en la fase madura de su historia a la que nos
estamos refiriendo son, desde el punto de vista formal, muy semejantes a las de
sus primeros tiempos. Esas ocupaciones son el gobierno, la guerra, los deportes
y las prácticas devotas. Personas exageradamente amigas de las sutilezas
teóricas complicadas pueden sostener que esas ocupaciones son aún «productivas»,
siquiera sea de modo incidental e indirecto, pero hay que notar como hecho
decisivo del problema que tratamos el de que el motivo ordinario y ostensible
que tiene la clase ociosa para ocuparse de esas tareas no es evidente mente un
aumento de riqueza por medio del esfuerzo productivo. En éste, como en
cualquier otro estadio cultural, se gobierna y se hace la guerra, al menos en
parte, en provecho pecuniario de quienes dirigen ambas actividades; pero es un provecho
conseguido mediante el método honorable de la captura y la conversión. Algo
semejante puede decirse de la caza, pero con una diferencia: cuando la
comunidad sale del estadio cazador, propiamente dicho, la caza viene a diferenciarse
de modo gradual en dos ocupaciones distintas. De un lado es una profesión,
ejercida principalmente con ánimo de lucro; falta en ella virtualmente el
elemento de hazaña o, en todo caso, no se da en grado suficiente para absolver
a quien la practica de la imputación de dedicarse a una industria lucrativa. Por
otra parte, la caza es también un deporte -un simple ejercicio del impulso
depredador. Como tal no ofrece un incentivo pecuniario apreciable, pero
contiene, en cambio, un elemento, más o menos ostensible, de hazaña. Es este
último aspecto de la caza -expurgado de toda imputación de constituir una
actividad lucrativa- el único meritorio y el único que corresponde al esquema
general de la vida de la clase ociosa desarrollada.
La abstención del trabajo no es sólo un
acto honorífico o meritorio, sino que llega a ser un requisito impuesto por el decoro.
La insistencia en la propiedad como base de la reputación es muy ingenua e
imperiosa durante los estadios primeros de la acumulación de riqueza. Abstenerse
del trabajo es la prueba convencional de la riqueza y, por ende, la marca
convencional de una buena posición social; y esta insistencia en lo meritorio
de la riqueza conduce a una insistencia más vigorosa en el ocio, Nota notae
est nota rei ipsius.
Según las leyes permanentes de la
naturaleza humana, la prescripción se apodera de esta prueba convencional de
riqueza y la fija en los hábitos mentales de los hombres como algo
sustancialmente meritorio y ennoblecedor en sí; en tanto que el trabajo es
productivo, se convierte a la vez, por un proceso análogo, en intrínsecamente
indigno, y ello en un doble sentido. La prescripción acaba por hacer no sólo
que el trabajo sea deshonroso a los ojos de la comunidad, sino moralmente
imposible para quien ha nacido noble y libre, e incompatible con una vida
digna.
Este tabú opuesto al trabajo tiene otra
consecuencia ulterior respecto a la diferenciación industrial de las clases. Al
aumentar la densidad de la población y convertirse el grupo depredador en
comunidad industrial constituida, ganan en alcance y consistencia las
autoridades y costumbres establecidas que rigen la propiedad. Se hace
impracticable acumular riqueza por simple captura y, como lógica consecuencia,
la adquisición por la industria es igualmente imposible para hombros pobres y
orgullosos. Las alternativas que les quedan a estas personas son la mendicidad
y la privación. Dondequiera que el canon del ocio ostensible tenga
posibilidades de operar con libertad, surgirá una clase ociosa secundaria y en
cierto sentido espuria -despreciablemente pobre y cuya vida será precaria,
llena de necesidades e incomodidades; pero esa clase será moralmente incapaz de
lanzarse a empresas lucrativas-. El caballero venido a menos y la dama que ha conocido
días mejores no son, ni siquiera hoy, fenómenos desconocidos. Este penetrante
sentido de la indignidad del más ligero trabajo manual es familiar a todos los
pueblos civilizados, lo mismo que a pueblos que se encuentran en una cultura
pecuniaria menos avanzada. En personas de sensibilidad delicada que han testado
largo tiempo habituadas a las buenas formas, el sentido de lo vergonzoso del
trabajo manual puede llegar a ser tan fuerte que en coyunturas críticas supere
incluso al instinto de conservación. Así, por ejemplo, se cuenta de ciertos
jefes polinesios que bajo el peso de las buenas formas prefirieron morir de
hambre a llevarse los alimentos a la boca con sus propias manos. Es cierto que
esta conducta puede haber sido debida, al menos en parte, a una excesiva
santidad o tabú anejos a la persona del jefe. El contacto de sus manos habría
comunicado el tabú y habría hecho inapropiada para servir de alimento a cualquier
cosa tocada por él. Pero el tabú mismo es un derivado de la indignidad o la
incompatibilidad moral del trabajo, de modo que, aun interpretándola en ese
sentido, la conducta de los jefes polinesios es más fiel al canon del ocio honorífico
de lo que pudiera parecer a primera vista. Un ejemplo mejor, o al menos más
inequívoco, nos lo ofrece el caso de cierto rey de Francia de quien se cuenta
que perdió la vida por un exceso de fuerza moral en la observancia de las
buenas formas. En ausencia del funcionario cuyo oficio era trasladar el asiento
de su señor, el rey se sentó sin protesta ante el fuego, y permitió que su real
persona se tostase hasta un punto en que fue imposible curarle. Pero al hacerlo
así salvó a Su Majestad Cristianísima de la contaminación servil.
Summum
crede nefas animam praeferre pudori
Ea
propter vitam vivendi perdere causas.
Ya se ha notado que el término «ocio»,
tal como aquí se emplea, no comporta indolencia o quietud. Significa pasar el tiempo
sin hacer nada productivo: 1) por un sentido de la indignidad del trabajo
productivo, y 2) como demostración de una capacidad pecuniaria que permite una
vida de ociosidad. Pero la vida del caballero ocioso no se vive en su totalidad
ante los ojos de los espectadores a los que hay que impresionar con ese
espectáculo del ocio honorífico en que, según el esquema ideal, consiste su
vida. Alguna parte del tiempo de su vida está oculta a los ojos del público y
el caballero ocioso tiene que poder dar -en gracia a su buen nombre- cuenta
convincente de ese tiempo vivido en privado. Tiene que encontrar medios de
poner de manifiesto el ocio que no ha vivido a la vista de los espectadores.
Esto sólo puede hacerse de modo indirecto, mediante la exhibición de algunos
resultados tangibles y duraderos del ocio así empleado, de manera análoga a la
conocida exhibición de productos tangibles y duraderos del trabajo realizado
para el caballero ocioso por los artesanos y servidores que emplea.
La prueba duradera del trabajo
productivo consiste en su resultado material -generalmente algún artículo de
consumo-. De modo semejante, en el caso de la hazaña es posible y usual procurarse
algún resultado tangible que se pueda exhibir a modo de trofeo o botín. En una
fase posterior del desarrollo se acostumbra a emplear algún distintivo o
insignia de honor que sirva como marca convencionalmente aceptada de la hazaña
y que indique a la vez la cantidad o grado de hazaña que simboliza. Al aumentar
la densidad de población y hacerse más complejas y numerosas las relaciones humanas,
todos los detalles de la vida sufren un proceso de elaboración y selección y en
ese proceso de elaboración el uso de trofeos desarrolla un sistema de rangos,
títulos, grados y enseñas de los que son ejemplo típico los emblemas heráldicos,
las medallas y las condecoraciones honoríficas.
Desde el punto de vista económico, el
ocio, considerado como ocupación, tiene un parecido muy cercano con la vida de
hazañas; y los resultados que caracterizan una vida de ocio y que sirven como
criterios de decoro tienen mucho de común con los trofeos que resultan de las
hazañas. Pero el ocio en el sentido más estricto, a diferencia de la hazaña y
de todo esfuerzo productivo empleado en objetos que no son de utilidad
intrínseca, no deja ningún producto material. Los criterios demostrativos de
una ociosidad anterior toman, por tanto, generalmente la forma de bienes
«inmateriales». Ejemplo de tales pruebas inmateriales de ociosidad son tareas
casi académicas o casi prácticas y un conocimiento de procesos que no conduzcan
directamente al fomento de la vida humana. Tales, en nuestra época, el
conocimiento de las lenguas muertas y de las ciencias ocultas; de la
ortografía, de la sintaxis y la prosodia; de las diversas formas de música
doméstica y otras artes empleadas en la casa; de las últimas modas en materia
de vestidos, mobiliario y carruajes; de juegos, deportes y animales de lujo,
tales como los perros y los caballos de carrera. En todas estas ramas del
conocimiento, el motivo inicial de donde procede en un principio su adquisición
y de donde advino su boga puede haber sido algo por entero distinto del deseo
de mostrar que uno no había pasado el tiempo ocupado en tareas industriales;
pero a menos que esos conocimientos hubieran sido aprobados socialmente como
demostración de un empleo improductivo del tiempo, no habrían sobrevivido, ni
conservado su puesto como prendas convencionales de la clase ociosa.
Tales conocimientos pueden
clasificarse, en algún sentido, como ramas del saber. Además -y más allá- de
ellos hay toda una serie de hechos sociales que pasan imperceptiblemente de la
región del saber a la de los hábitos y la destreza físicas. Tales son los que
se conocen como modales y buena educación, usos corteses, decoro y, en términos
generales, las prácticas formales y ceremoniales. Esta clase de hechos se presentan
a la observación de modo más inmediato y directo; son por ello requeridos con
mayor insistencia como prueba necesaria de un grado respetable de ociosidad.
Merece la pena de observar que todas esas clases de prácticas ceremoniales a
las que se clasifica bajo el epígrafe general de modales tienen un mayor grado
de estimación entre los hombres en aquel estadio cultural en el que el ocio
ostensible tiene la máxima boga como signo de respetabilidad, que en etapas
posteriores del desarrollo cultural. El bárbaro del estadio de la industria
casi pacífica es un caballero bien nacido, de modo mucho más notorio en todo lo
que se refiere al decoro que los hombres de épocas posteriores, con excepción de
los más exquisitos. Es bien sabido -o al menos se cree por lo general- que los
modales se han ido pervirtiendo progresivamente conforme se alejaba la sociedad
del estadio patriarcal. Muchos caballeros de la vieja escuela se han visto obligados
a notar con tristeza que en las comunidades industriales modernas la gente de
nacimiento inferior observa los modales y costumbres de las clases mejores; y a
los ojos de todas las personas de sensibilidad delicada, la decadencia del
código ceremonial -o, dicho de otro modo, la vulgarización de la vida- entre
las clases industriales propiamente dichas es una de las más cimeras
enormidades de la civilización en los últimos tiempos. La decadencia que ha
sufrido el código en manos de la gente industriosa atestigua -dejando aparte
todo vituperio- que el decoro es un producto y un exponente de la vida de la
clase ociosa y sólo prospera de modo pleno en un régimen de status.
El origen -o, mejor dicho, la
procedencia- de los modales ha de buscarse, sin duda, en algo que no sea un
esfuerzo consciente por parte de las personas de buenas maneras encaminado a
demostrar que han gastado mucho tiempo en adquirirlo. El fin próximo de la
innovación y de su elaboración ulterior ha sido la superior eficacia de la
nueva invención en punto a belleza o expresividad. Como suponen habitualmente
antropólogos y sociólogos, el código ceremonial de los usos y costumbres
decorosos debe, en gran parte, su comienzo y desarrollo al deseo de conciliarse
a los demás o demostrarles buena voluntad, y este motivo inicial rara vez está
ausente -caso de que llegue a faltar en alguna ocasionen la conducta de las
personas de buenas maneras en cualquier estadio ulterior de desarrollo.
Los modales -se nos dice- son, en
parte, una estilización de los gestos y en parte supervivencias simbólicas y
convencionalizadas que representan actos anteriores de dominio o de servicio o
contacto personal. En gran parte son expresión de la relación de status -una
pantomima simbólica de dominación por una parte y de subordinación por otra-.
Allí donde en nuestros días son los hábitos mentales depredadores y la
actividad consiguiente de dominio y servidumbre los que imprimen carácter al
esquema general de la vida, la importancia de todos los puntillos de conducta
es extrema, y la asiduidad con la que se practica la observancia ceremonial de
rangos y títulos se aproxima mucho al ideal implantado por el bárbaro en la
cultura nómada cuasi pacífica. Algunos de los países del continente europeo
presentan buenos ejemplos de esta supervivencia espiritual. Esas comunidades se
aproximan también al ideal arcaico por lo que se refiere a la estimación
atribuida a los modales como hecho de valor intrínseco. Los modales comenzaron
por ser símbolo y pantomima y sólo tenían utilidad como exponente de los hechos
y cualidades simbolizados; pero sufrieron después la transmutación que suele
acompañar en el trato humano a los hechos simbólicos. Los modales vinieron a
tener -en el concepto popular- una utilidad per se, adquirieron un
carácter sacramental, independiente en gran medida de los hechos que
originariamente representaban. Las desviaciones del código del decoro han
pasado a ser odiosas per se a todos los hombres, y la buena educación no
es, en el concepto común, una mera marca adventicia de excelencia humana, sino
una característica que forma parte del alma digna. Hay pocas cosas que nos
provoquen tanta repugnancia instintiva como una infracción del decoro; y hemos
ido tan lejos en la dirección de imputar a las observancias ceremoniales de la
etiqueta una utilidad intrínseca, que pocos de nosotros, admitiendo que pueda
haber alguno, podamos asociar una falta de urbanidad de un sentimiento de la
indignidad fundamental del culpable. Puede perdonarse el quebrantamiento de la
palabra empeñada, pero una falta de decoro es imperdonable. «Los modales hacen
al hombre»
No obstante, aunque los modales tienen
esta utilidad intrínseca, tanto a juicio de quien los practica como del
observador, este sentido de la rectitud intrínseca del decoro no es más que el
fundamento próximo de la boga de los modales y la buena educación. Su
fundamento económico ulterior ha de buscarse en el carácter honorífico de ese
ocio o empleo no productivo del tiempo y el esfuerzo, sin el cual no se adquieren
los buenos modales. El conocimiento y hábito de las buenas formas no se
consigue sino mediante el uso largo y continuado. Gustos, modales y hábitos de
vida refinados son una prueba útil de hidalguía, porque la buena educación exige
tiempo, aplicación y gastos, y no puede, por ende, ser adquirida por aquellas
personas cuyo tiempo y energía han de emplearse en el trabajo. El conocimiento
de las buenas formas es a primera vista una prueba de que aquella parte de la
vida de una persona bien educada que no se desarrolla bajo las miradas del
espectador se ha empleado dignamente en adquirir conocimientos que no tienen
efecto lucrativo, En último análisis, el valor de los modales reside en el
hecho de que éstos son pregoneros de una vida ociosa. Por tanto -y recíprocamente-,
como el ocio es el medio convencional de conseguir reputación pecuniaria, la
adquisición de un conocimiento bastante profundo de lo relativo al decoro es
algo necesario para todo el que aspire a una mediana reputación desde el punto
de vista pecuniario.
Aquella parte de la vida ociosa
honorable que no se desarrolla a la vista de los espectadores puede servir a
las finalidades de reputación sólo en la medida en que deja tras sí un resultado
tangible, visible, que pueda ser exhibido, medido y comparado con productos de
la misma clase exhibidos por otros aspirantes que compiten en la lucha por la
reputación. Tal efecto se produce, en forma de modales y conducta de gente
ociosa, como consecuencia del simple hecho de una persistente abstención del
trabajo, aun cuando el interesado no piense en ello y no se preocupe de
adquirir un aire de opulencia y señorío debidos a la ociosidad. Parece ser
especialmente cierto que varías generaciones de ociosidad dejan un efecto
persistente y perceptible en la conformación de la persona, y aun mayor en su
conducta y modales habituales. Pero todas las sugestiones de una vida
persistentemente ociosa y todo el conocimiento de lo decoroso, que son
consecuencia de la habituación pasiva, pueden mejorarse aún más de modo
reflexivo mediante un esfuerzo asiduo por adquirir los signos distintivos de un
ocio honorable, haciendo de la exhibición ulterior de estos signos adventicios
de exención del trabajo útil, objeto de una disciplina vigorosa y sistemática.
No hay duda de que éste es un punto en el que una aplicación diligente de
esfuerzo y gastos puede fomentar de modo muy eficaz el logro de un dominio
decoroso de las facultades que distinguen a la clase ociosa. Recíprocamente, cuanto
mayor sea el grado de eficacia y más patentes las pruebas de un alto grado de
habituación a prácticas que no sirven a ningún propósito lucrativo o
directamente utilitario, mayor es el gasto de tiempo y materia implicados por
su adquisición y mayor la buena reputación que de ello resulta. De ahí que en
la lucha competitiva por el dominio de los buenos modales se tomen tantos
trabajos para cultivar los hábitos de conducta decorosa y de ahí que los
detalles de decoro se conviertan en una disciplina amplia a la que se requiere
que se conformen todos aquellos que aspiran a ser considerados como gente de
reputación impecable. Y de ahí también, por otra parte, que el ocio ostensible,
del que el decoro es una ramificación, se convierta gradualmente en una
instrucción laboriosa en materia de comportamiento y en una educación del gusto
y una discriminación respecto a cuáles de los artículos de consumo son
decorosos y a cuáles sean los métodos decorosos de consumirlos.
Merece la pena notar, en conexión con
esto, el hecho de que se ha utilizado la posibilidad de producir idiosincrasias
personales patológicas y de otro tipo y de trasmitir los modales característicos
mediante una imitación astuta y una educación sistemática para crear deliberadamente
una clase culta, a veces con resultados muy felices. De esta manera, mediante
el proceso vulgarmente conocido como esnobismo, se logra una evolución
sincopada de la hidalguía de nacimiento y educación de un buen número de
familias y linajes. Esta hidalguía sincopada da resultados que, desde el punto
de vista de la utilidad que presentan para la existencia de una clase ociosa en
la población, no son, en modo alguno, sustancialmente inferiores a otros que
han tenido una preparación más ardua en las conveniencias pecuniarias.
Hay, además, grados mensurables de
conformidad con el último código acreditado de puntillos relativos a los medios
decorosos y a los métodos de consumo. Pueden compararse las diferencias entre
una persona y otra en punto al grado de conformidad con el ideal en esos
aspectos, y es también posible graduar y clasificar a las personas con cierta exactitud,
con arreglo a una escala progresiva de modales y educación. La concesión de
reputación se hace a este respecto, por lo general, de buena fe, a base de la
conformidad con los cánones de gusto aceptados en las materias de que se trate,
y sin una consideración consciente de la situación pecuniaria o el grado de
ocio que ha disfrutado un determinado candidato a la reputación; pero los
cánones de gusto con arreglo a los cuales se hace esa concesión están
constantemente vigilados por la ley del ocio ostensible y sufren continuamente cambios
y revisiones encaminados a ponerles en consonancia más estricta con sus
exigencias. Por ello, aunque la base próxima a la discriminación pueda ser de
otra clase, el principio dominante y perdurable de la prueba de buena educación
es la exigencia de un gasto importante y evidente de tiempo. Dentro del ámbito
de aplicación de este principio, puede haber un grado considerable de variación
en los detalles, pero son variaciones de forma y expresión y no variaciones
sustanciales.
Gran parte de la cortesía del trato
cotidiano es, desde luego, expresión directa de consideración y buena voluntad y,
en su mayor parte, no es necesario hacer derivar este elemento de la conducta
de ninguna base subyacente de reputación para explicar su presencia a la
aprobación con que se le mira; pero no ocurre lo mismo con el código de las
conveniencias. Estas últimas son expresión del status. Desde luego, es
suficientemente claro, para cualquiera que se tome la molestia de observar, que
nuestra conducta con respecto a los servidores y a otras personas inferiores
que dependen pecuniariamente de nosotros es la conducta de una persona que se
encuentra en posición de superioridad dentro de una relación de status,
aunque esta manifestación se modifica con frecuencia suavizándose en gran
medida la expresión original de dominio puro. De modo semejante, nuestra
conducta respecto a los superiores, y en gran parte también respecto a los
iguales, expresa una actitud más o menos convencionalizada de subordinación.
Sirva de ejemplo la presencia señorial del caballero o la dama de alta
categoría, que atestiguan tanto el dominio e independencia de las
circunstancias económicas y que, a la vez, apelan con fuerza tan convincente a
nuestro sentido de lo correcto y amable. Es entre los miembros de la clase
ociosa más elevada, que no tienen superiores y que tienen pocos iguales, donde
el decoro encuentra su expresión más plena y madura; y es también esta clase
superior la que da al decoro la formulación definitiva que le hace servir como
canon de conducta para las clases inferiores. Y también aquí el código es
evidentemente un código de status y muestra de modo patente su
incompatibilidad con todo trabajo productivo vulgar. Una seguridad divina y una
complacencia imperiosa -como de quien está acostumbrado a exigir que se le
sirva y a no pensar en el mañana- constituyen el derecho innato y el criterio
distintivo del caballero en su mejor forma; y en el concepto popular, es aún
más que eso, porque este modo de conducta es aceptado como atributo intrínseco
de un valor superior, ante el cual el plebeyo de baja cuna se deleita en
inclinarse y someterse.
Como se ha indicado en un capítulo
anterior, hay razones para creer que la institución de la propiedad ha
comenzado por la propiedad de personas y en primer lugar de mujeres. Los
incentivos para adquirir tal propiedad han sido, al parecer: 1) una propensión
a dominar y coaccionar, 2) la utilidad de aquellas personas como demostración
de la proeza de su dueño y 3) la utilidad de sus servicios.
El servicio personal ocupa un lugar
peculiar en el desarrollo económico. Durante el estadio de la industria casi
pacífica y, en especial, en los primeros tiempos del desarrollo de la industria
dentro de los límites generales de esa etapa, el motivo dominante de la
adquisición de la propiedad de personas parece haber sido ordinariamente la
utilidad de sus servicios. Se valora a los siervos por sus servicios. Pero el predominio
de ese motivo no se debe a una decadencia de la importancia absoluta de las
otras dos utilidades que presentan los siervos. Lo que ocurre es, más bien, que
las nuevas circunstancias de la vida acentúan la utilidad de los siervos en el
último aspecto citado. Las mujeres y otros esclavos son valorados en mucho, no
sólo como evidencia de riqueza, sino como medio de acumularla. Si la tribu se
dedica al pastoreo, constituye, junto con el ganado, la forma usual de inversión
lucrativa. En la cultura casi pacífica, la esclavitud de la mujer impone hasta
tal punto su carácter a la vida económica, que la mujer llega a servir como
unidad de valor entre los pueblos que se encuentran en ese estadio cultural - como,
por ejemplo, en los tiempos homéricos-. Donde ocurre así no puede discutirse
que la base del sistema industrial es la esclavitud del tipo que considera a
los esclavos como cosas y que las mujeres son comúnmente esclavas. La gran relación
humana que penetra todo el sistema es la de amo y siervo. La prueba de riqueza
aceptada como indiscutible es la posesión de muchas mujeres y a la vez de otros
esclavos ocupados en servir a la persona del amo y en producir bienes para él.
Se establece entonces una división del
trabajo por la cual el servicio personal al amo se convierte en oficio especial
de una parte de los siervos, en tanto que los empleados en ocupaciones
industriales propiamente dichas se alejan cada vez más de toda relación
inmediata con la persona del señor. A la vez aquellos esclavos cuya tarea es el
servicio personal, incluyendo en ella las obligaciones domésticas, van siendo gradualmente
eximidos de la industria productiva encaminada a fines lucrativos.
Este proceso de exención progresiva
común de las tareas industriales corrientes comenzará generalmente por la esposa,
o la esposa principal. Una vez que la comunidad ha llegado a adquirir hábitos
de vida fijos, resulta impracticable la captura de esposas en tribus hostiles
como fuente consuetudinaria de aprovisionamiento de mujeres. Donde se ha logrado
este avance cultural la esposa principal es de ordinario de sangre hidalga, y
el hecho de que lo sea apresura su exención de las tareas vulgares. No podemos
estudiar aquí la manera cómo se origina el concepto de sangre hidalga ni el lugar
que ocupa en el desarrollo del matrimonio. Para nuestro propósito actual,
bastará con decir que la sangre hidalga es aquella que ha sido ennoblecida por
un contacto prolongado de la riqueza acumulada o con prerrogativas inquebrantadas.
Se prefiere para el matrimonio a la mujer que tiene esos antecedentes
familiares, tanto por la alianza con sus poderosos parientes que resulta de la
unión, como porque se siente que se hereda una sangre que ha estado asociada con
muchos bienes y gran poder. La esposa seguirá siendo propiedad de su marido, de
la misma manera que era propiedad de su padre antes de la compra, pero a la vez
es de la sangre hidalga de su padre; por ello, desde el punto de vista moral,
es incongruente que se ocupe en las tareas denigrantes que desempeñan sus
compañeras de servidumbre. Por completa que sea su sumisión al amo y por
inferior que sea la mujer a los miembros varones del estrato social en que la
colocó su nacimiento, el principio de que la hidalguía es transmisible operará
para colocarla por encima del esclavo corriente; y en cuanto el principio haya
adquirido autoridad prescriptiva, la investirá en cierta medida con la
prerrogativa del ocio que es el signo principal de hidalguía. Ayudada por este
principio de la hidalguía transmisible, si la riqueza del propietario de la
mujer lo permite, la exención de la esposa gana en alcance hasta llegar a
incluir la exención del servicio personal denigrante y no sólo del servicio
industrial. Al avanzar el desarrollo industrial y acumularse la propiedad en relativamente
pocas manos, se eleva el nivel convencional de riqueza de las clases
superiores. La misma tendencia a la exención del trabajo manual y, con el
transcurso del tiempo, del trabajo doméstico servil, se amplía más adelante
hasta incluir a las demás esposas, caso de haberlas, y también a otros siervos
que atienden directamente al amo. La exención es más tardía cuanto más remota
es la relación en que se encuentra el siervo con la persona del amo.
Si la situación pecuniaria del señor lo
permite, el desarrollo de una clase especial de servidores personales o
corporales se ve favorecido también por la gran importancia atribuida a este
tipo de servicio. Siendo la persona del amo la encarnación de la dignidad y el
honor, tiene el máximo interés. Tanto para su reputación con la comunidad como
para su propio respeto, es cuestión de gran consecuencia el hecho de tener a su
disposición servidores especializados y eficientes, cuyo cuidado directo de la
persona del amo no se vea distraído de este su oficio principal por ninguna
otra ocupación subsidiaria. Estos servidores especializados son más útiles por
la exhibición que representan que por el servicio efectivamente realizado. En
cuanto no se les tiene sólo para exhibirlos ofrecen al amo la satisfacción
deservir de campo de acción a la propensión del dueño hacia el dominio.
Ciertamente, el cuidado del aparato doméstico cada vez más grande puede
necesitar un aumento de trabajo; pero como el aparato aumenta generalmente con
objeto de servir de medio para la buena reputación, más que como medio de
comodidad, esta atenuación no es de gran peso. Todas estas clases de utilidad
se ven mejor servidas por un gran número deservidores altamente especializados.
Por tanto, se produce una creciente diferenciación y multiplicación
deservidores domésticos y personales junto con una concomitante exención progresiva
de tales servidores del trabajo productivo. En virtud de que se les utiliza
como demostración de la capacidad de pago, el oficio de tales servidores
domésticos tiende constantemente a incluir menos obligaciones y, de modo
paralelo, su servicio tiende a convertirse en meramente nominal. Ello es cierto
en especial de aquellos servidores que están dedicados de modo más inmediato y ostensible
al cuidado del amo. Su utilidad viene así a consistir en gran parte en su
exención notoria del trabajo productivo y en la demostración de la riqueza y el
poder del señor que tal expansión proporciona.
Después de haber progresado bastante la
práctica de emplear un cuerpo especial de servidores que viven en esta situación
de ocio ostensible, se empezó a preferir a los hombres para servicios en los
que se ve de modo destacado a quien los practica. Las razones, en especial los
de apariencia robusta y decorativa, tales como los escuderos y otros
sirvientes, deben ser, y son sin duda, más vigorosos y costosos que las
mujeres. Son más aptos para esta tarea, ya que demuestran un gasto mayor de
tiempo y de energía humana. Por ello, en la economía de la clase ociosa la
esposa siempre afanada de los primeros tiempos patriarcales, con su séquito de
doncellas trabajadoras, cede el puesto a la dama y al lacayo.
En todos los grados y pasos de la vida
y en todos los estadios del desarrollo económico el ocio de la dama y el lacayo
difiere del ocio del caballero que lo es por derecho propio, puesto que el
primero es aparentemente una ocupación de tipo laborioso. En gran parte, toma
la forma de un cuidado minucioso y atento al servicio del amo o al
mantenimiento y elaboración de los accesorios v adornos domésticos, de modo que
esta clase ociosa sólo merece este calificativo en cuanto que realiza poco o
ningún trabajo productivo, pero no en el sentido de que evite toda apariencia de
trabajo. Las tareas realizadas por la dama o por los servidores domésticos son,
con frecuencia, bastante arduas y están encaminadas, también con frecuencia, a
fines considerados como extremadamente necesarios para la comodidad de toda la
familia. Hasta el punto en que tales servicios conducen a la eficiencia física
o a la comodidad del amo y del resto de las personas de la casa, han de ser
considerados como trabajo productivo. Sólo el residuo de actividades que queda
una vez deducido este trabajo efectivo debe clasificarse como ociosidad.
Pero muchos de los servicios
clasificados como cuidados domésticos en la vida cotidiana moderna y muchos de los
bienes requeridos por el hombre civilizado para llevar una existencia agradable
tienen carácter ceremonial. Han de ser clasificados, por tanto, como ociosidad
en el sentido en que aquí se usa esta palabra. Pueden, a pesar de ello, ser
imperativamente necesarios desde el punto de vista de una existencia decorosa;
pueden, incluso, ser necesarios para la comodidad personal aunque su carácter
sea principal o totalmente ceremonial. Pero en cuanto comparten este carácter son
imperativos y necesarios porque se nos ha enseñado a exigirlos, so pena de
incurrir en indignidad o suciedad ceremoniales. Nos sentimos incómodos en el
caso de que nos falten, pero no porque su ausencia produzca una incomodidad física
de modo directo, ni porque un gusto no educado para discriminar entre lo que se
considera desde el punto de vista convencional como bueno y como malo pudiera
sentirse molesto por su omisión. En la medida en que esto ocurre, el trabajo
empleado en estos servicios ha de clasificarse corno ocio, y cuando lo realizan
personas ente libres ni dirigen el establecimiento, debe clasificarse como ocio
vicario (vicarious leisure).
El ocio vicario al que dedican su
tiempo las esposas y criados -y al que se clasifica como cuidados domésticos
puede convertirse, con frecuencia, en tráfago rutinario y penoso, en especial
cuando la competencia por la reputación es viva y dura. Así ocurre con
frecuencia en la vida moderna. Donde ello sucede, el servicio doméstico que
comprende los deberes de esta clase servil puede denominarse con más propiedad esfuerzo
derrochado que ocio vicario. Pero este último término tiene la ventaja de que
indica la línea de donde derivan estos oficios domésticos a la vez que sugiere
cuál es la base económica sustancial de su utilidad, ya que estas ocupaciones son
principalmente útiles como método de atribuir al amo o a la casa una reputación
pecuniaria fundándose en que se gasta en ella una cantidad notoria de tiempo y
esfuerzo.
De este modo surge, pues, una clase
ociosa subsidiaria o derivada, cuya tarea es la práctica de un ocio vicario
para mantener la reputación de la clase ociosa primaria o auténtica. Esta clase
ociosa vicaria se distingue de la auténtica por un rasgo característico de su
modo habitual de vida. El ocio de la clase señora consiste, al menos
ostensiblemente, en ceder a una inclinación a evitar el trabajo, y se presume
que realza el bienestar y la plenitud de vida del amo; pero el ocio de la clase
servil exenta del trabajo productivo es, en cierto modo, un esfuerzo que se le
exige y que no está dirigido de modo primordial o normal a la comodidad de
quienes pertenecen a ella. La ociosidad del criado no es su propia ociosidad. Hasta
el punto en que es un servidor en el pleno sentido de esta palabra, y no es a
la vez un miembro de un grado inferior a la clase ociosa propiamente dicha, su
ocio se produce a guisa de servicio especializado, encaminado a favorecer la
plenitud de vida de su amo. La evidencia de esta relación de servidumbre
aparece, sin duda, en el porte y modo de vida del sirviente. Lo mismo puede
decirse, a menudo, de la esposa en el largo estadio económico durante el cual
es aún primordialmente sierva -es decir, mientras sigue en vigor la comunidad
doméstica encabezada por el varón-. Para satisfacer las exigencias del esquema
de vida de la clase ociosa, el sirviente debe no sólo mostrar una actitud de
subordinación, sino también los efectos de una educación especial y una
práctica de esa subordinación. El sirviente o esposa debe no sólo desempeñar
ciertos oficios y mostrar una disposición servil, sino que es imperativo que dé
muestras de una facilidad adquirida en la práctica de la subordinación -de una conformidad,
debida a una larga preparación, con los cánones de la subordinación efectiva y
notoria-. Incluso hoy día son esta aptitud y esta habilidad adquiridas en la
manifestación formal de la relación servil lo que constituye el elemento principal
de utilidad de nuestros criados bien pagados, así como una de las principales
cualidades que adornan a la esposa bien educada.
El primer requisito de un buen
sirviente consiste en saber con claridad cuál es su sitio. No basta que sepa
cómo conseguir ciertos resultados mecánicos deseados; tiene, por encima de
todo, que saber cómo conseguir esos resultados en la forma debida. Puede
decirse que el servicio doméstico es una función más bien espiritual que
mecánica. Se desarrolla gradualmente un sistema complicado de buenas formas que
regulan de modo específico la manera como ha de practicarse esa ociosidad
vicaria de la clase sirviente. Debe repudiarse toda desviación de esos cánones
formales, no tanto porque sea prueba de una falta de eficiencia mecánica, o incluso
porque ponga de manifiesto una ausencia de la actitud, y temperamentos
serviles, sino porque, en último término, demuestra la ausencia de una
preparación especial. La preparación especial para el servicio personal cuesta
tiempo y esfuerzo y, allí donde es ostensible en alto grado, demuestra que el
criado que la posee no se ocupa ni se ha ocupado habitualmente de ninguna tarea
productiva. Es una presunción de una ociosidad vicaria que data de mucho tiempo
atrás. De ese modo el servicio así preparado es útil no sólo en cuanto
satisface la preferencia instintiva del amo por el trabajo hábil y bien hecho,
así como su tendencia a un dominio ostensible sobre las personas cuyas vidas
sirven a la suya, sino que tiene también la utilidad de poner en evidencia un
consumo de servicio humano mucho mayor del que mostraría el mero ocio
ostensible practicado por una persona sin la debida preparación. Es una falta
grave que el mayordomo o lacayo cumpla sus deberes en la mesa o el carruaje de
su señor con tan mal estilo que aparentemente su ocupación habitual haya podido
ser la labranza o el pastoreo. Tal trabajo torpemente realizado implicaría la
incapacidad del amo para procurarse los servicios de sirvientes especialmente preparados;
es decir, implicaría incapacidad de pagar el gasto de tiempo, esfuerzo e instrucción
requeridos para capacitar a un sirviente preparado para el servicio especial de
que se trate, con arreglo a un código formal rígido. Si la actuación del criado
hace suponer falta de medios por parte del amo, contradice la finalidad
sustancial del servicio, ya que la utilidad principal del criado es la
demostración que supone la capacidad de pago de su amo.
Lo que se acaba de decir podría
interpretarse en el sentido de que la falta de un criado mal preparado consiste
en la sugestión directa de que sus servicios son baratos o útiles, Pero, desde
luego, no ocurre así. La conexión es mucho menos inmediata. Lo que ocurre aquí
es lo que acontece de modo general. Cualquier cosa que aprobamos en su
comienzo, sea cual sea el motivo de la aprobación, acaba por aparecérsenos como
justificada por sí sola; acaba por ser clasificada en nuestros hábitos mentales
como sustancialmente buena. Mas para que un canon específico de conducta pueda
mantener su boga, tiene que continuar estando apoyado por el hábito o actitud que
constituye la norma de su desarrollo, o al menos tiene que no ser incompatible
con él. La necesidad de un ocio vicario o un gasto ostensible de servicios es
un incentivo dominante en el sostenimiento de sirvientes. Mientras esto siga
siendo cierto, puede decirse, sin provocar mucha discusión, que se considerará
insoportable todo apartamiento de los usos aceptados que pueda sugerir un
aprendizaje abreviado del servicio. La exigencia de una ociosidad vicaria
costosa actúa indirectamente, de modo selectivo, guiando la formación de
nuestros gustos -de nuestro sentido de lo correcto en tales materias-, y
produce también la exclusión de ciertas desviaciones al no dar a éstas la aprobación
necesaria.
Al ascender el nivel de riqueza
reconocido por el consenso común, la posesión y explotación de sirvientes como medio
de exhibir superfluidad experimenta un refinamiento. La posesión y
mantenimiento de esclavos en la producción de bienes es signo de riqueza y
hazaña, pero el mantenimiento de sirvientes que no producen nada es signo de
una riqueza y una posición aún mayores. Bajo este principio surge una clase de
criados, cuanto más numerosa mejor, cuya única ocupación es servir sin objeto
especial a la persona de su amo y poner así de manifiesto la capacidad de éste
de consumir improductivamente una gran cantidad de servicio. Con ello
sobreviene una nueva división del trabajo: surgen los servidores o dependientes
cuya vida se emplea en mantener el honor del caballero ocioso. Mientras un
grupo produce bienes para él, otro, encabezado generalmente por la esposa, o
por la esposa principal, consume para él viviendo en ociosidad ostensible,
demostrando con ello su capacidad de soportar un gran quebranto pecuniario, sin
poner en peligro su opulencia superior.
Este bosquejo -¿un tanto idealizado y
esquemático?- del desarrollo y naturaleza del servicio doméstico es más cercano
a la verdad en aquella etapa cultural que hemos denominado estadio industrial
«casi pacífico». En ese estadio el servicio personal se eleva por primera vez a
la categoría de institución económica, y es en ese estadio donde ocupa un mayor
lugar en el esquema general de vida de la comunidad. En la secuencia cultural,
el estadio casi pacífico sigue al estadio depredador y los dos son fases
sucesivas de la vida bárbara. Su rasgo característico es una observancia formal
de la paz y el orden, pero la vida tiene todavía en él mucho de coacción y
antagonismo de clase para que se la pueda llamar pacífica, en el pleno sentido
de la palabra. Para muchos propósitos, y desde puntos de vista distintos del
económico, podría denominársele también etapa del status. Este término
resume bien el método de relación humana durante esa etapa y la actitud
espiritual de los hombres en ese nivel de cultura. Pero como término descriptivo
que caracterice los métodos dominantes en la industria, a la vez que para
indicar la tendencia del desarrollo industrial en ese punto de la evolución humana,
parece preferible el término casi pacífico. Por lo que hace a las comunidades
de la cultura occidental, esta fase del desarrollo económico pertenece
probablemente al pasado; salvo para una fracción numéricamente pequeña, aunque muy
notoria, de la comunidad, en la cual los hábitos de pensamiento peculiares a la
cultura bárbara no han sufrido más que una pequeña desintegración.
El servicio personal sigue siendo un
elemento de gran importancia económica, especialmente por lo que se refiere a la
distribución y consumo de bienes, pero su relativa importancia, incluso en esta
dirección, es, sin duda, menor de lo que fue antaño. El mejor momento de esta
ociosidad vicaria pertenece al pasado y no al presente, y su mejor expresión actual
ha de encontrarse en el esquema general de vida de la clase ociosa superior. La
cultura moderna debe mucho a esta clase en lo que respecta a la conservación de
tradiciones, usos y hábitos mentales que pertenecen a un plano cultural más
arcaico, por lo que hace a su más amplia aceptación y a su desarrollo más
efectivo.
En la comunidad industrial moderna se
han desarrollado mucho las invenciones mecánicas de que se puede disponer para
la utilidad y comodidad de la vida cotidiana. Tanto es así que los servidores
personales, o incluso los domésticos de cualquier clase, serían muy poco
empleados a no ser por la base del canon de respetabilidad arrastrado por la
tradición del uso anterior. La única excepción serían los sirvientes empleados
para cuidar inválidos y débiles mentales. Pero tales servidores entran más bien
en el epígrafe de enfermos especiales que en el de servidores domésticos y son,
por lo tanto, una excepción más aparente que real a la regla.
La razón próxima de tener servidores
domésticos, por ejemplo, en la casa medianamente acomodada de hoy día, es (ostensiblemente)
la de que los miembros de la familia no pueden realizar, sin incomodidad, el
trabajo que es necesario en esa institución moderna. Y la razón de no poderlo
realizar es: 1) que tienen demasiados «deberes sociales», y 2) que el trabajo
que es necesario realizar es demasiado duro y abundante. Estas dos razones pueden
expresarse también en otra forma: 1) bajo un código imperativo de
conveniencias, el tiempo y esfuerzo de los miembros de tal familia han de emplearse
ostensiblemente en la práctica de la ociosidad notoria, en forma de visitas,
paseos, clubes, círculos de costura, deportes, organizaciones de caridad y
demás funciones sociales análogas. Aquellas personas cuyo tiempo y energía se
emplean en estas tareas confiesan en privado que todas estas prácticas, así
como la atención incidental que hay que dedicar al vestido y otros gastos
ostensibles, son muy pesados pero totalmente inevitables; 2) bajo la necesidad
del consumo ostensible de bienes, el aparato de la vida se ha hecho tan
complicado y engorroso, por lo que se refiere a habitaciones, muebles,
antigüedades, guardarropa y comida, que los consumidores de tales cosas no
pueden utilizarlas del modo requerido sin ayuda de otras personas. El contacto personal
con los individuos contratados para que ayuden a cumplir con la rutina impuesta
por el decoro es considerado, por lo general, como desagradable para los
ocupantes de la casa, pero se tolera y se paga su presencia para delegarles una
parte de este consumo oneroso de bienes de la familia. La presencia de los
servidores domésticos y, sobre todo, de la clase especial de servidores
personales es una concesión que hace la comodidad física a la necesidad moral
del decoro pecuniario.
La manifestación más amplia del ocio
vicario en la vida moderna está formada por los denominados deberes domésticos.
Estos deberes se están convirtiendo rápidamente en una clase de servicios
realizados, no tanto en beneficio personal del cabeza de familia, cuanto en pro
de la reputación de la familia como unidad corporativa -grupo del que la esposa
es miembro en un pie de igualdad ostensible-. Con la misma velocidad con que la
familia para la cual se realiza se aleja de su base arcaica de
matrimonio-propiedad, estos deberes domésticos tienden naturalmente a salir de
la categoría de ocio vicario en el sentido original de esta fórmula, excepto en
cuanto son realizados por servidores pagados para ello. Es decir, que como la
ociosidad vicaria es posible únicamente a base de status o servicio
pagado, la desaparición de la relación de status en el trato humano
lleva consigo la desaparición de la ociosidad vicaria en la misma proporción en
que se va produciendo aquélla. Pero hay que añadir, como cualificación de este
aserto, que mientras subsista la familia, incluso con una doble cabeza, esa
clase de trabajo no productivo, realizado para mantener la reputación familiar,
tiene que seguir siendo clasificado como ociosidad vicaria, aunque en un
sentido ligeramente modificado. Es un ocio practicado en interés de la familia
tomada corporativamente, en vez de serlo, como antes, en beneficio del cabeza y
propietario de la comunidad familiar.
IV. Consumo ostensible
En lo dicho acerca de la evolución de
la clase ociosa vicaria, y su diferenciación del conjunto de las clases ociosas
en general, se ha hecho referencia a una ulterior división del trabajo -la que
hay entre las diversas clases serviles-. Una parte de la clase sirviente,
especialmente aquellas personas cuya ocupación es la ociosidad vicaria, asume
nuevas obligaciones subsidiarias -el consumo vicario de bienes-. La forma más
patente de realizar este consumo se ve en el uso de libreas y la de espaciosas
habitaciones destinadas a los criados. Otra forma apenas menos visible o eficaz
de consumo vicario y mucho más extendida que la anterior es el consumo de alimentos,
vestidos, habitación y mobiliario hecho por la dama y el resto del personal que
compone la comunidad doméstica.
Pero ya en un punto de la evolución muy
anterior al momento en que aparece la dama había empezado a producirse, de modo
más o menos sistemático, el consumo especializado de bienes como prueba de
fortaleza pecuniaria. El comienzo de una diferenciación en el consumo antecede incluso
a la aparición de todo lo que pueda ser denominado propiamente fortaleza
pecuniaria. Se encuentra ya en la fase inicial de la cultura depredadora y hasta
hay indicios de que se encuentra una incipiente diferenciación en este sentido antes
de los comienzos de la vida depredadora. La diferencia más primitiva en el
consumo de bienes se parece a la diferenciación posterior que nos es familiar
en que es en gran parte de carácter ceremonial, pero, al revés que la última,
no descansa en una diferencia de riqueza acumulada. La utilidad del consumo
como demostración de riqueza ha de clasificarse como proceso derivado. Es una
adaptación a un nuevo fin, por un proceso selectivo de una distinción ya
existente y bien cimentada en los hábitos mentales humanos.
En las primeras fases de la cultura
depredadora la única diferencia económica es una distinción tosca entre una
clase superior honorable, compuesta de los hombres cabales, por una parte, y,
por otra, de una clase inferior baja, compuesta de mujeres trabajadoras. De
acuerdo con el esquema ideal de vida en rigor en esa época, corresponde a los
hombres consumir lo que las mujeres producen. El consumo que corresponde a las
mujeres es meramente incidental en relación cor su trabajo, es un medio para
que continúen en el mismo y no un consumo encaminado a su propia comodidad y la
plenitud de su vida. El consumo improductivo de bienes es honorable, primordialmente,
como signo de proeza y prenda de la dignidad humana; de modo secundario llega a
ser honorable en sí, en especial por lo que se refiere a las cosas más
deseadas. El consumo de artículos alimenticios escogidos, y con frecuencia
también el de artículos raros de adorno, se convierte en tabú para las mujeres
y los niños; de haber una clase baja (servil) de hombres, el tabú rige también
para los incluidos en ella. Con un avance cultural ulterior ese tabú puede
convertirse en una simple costumbre de carácter más o menos riguroso, pero
cualquiera que sea la base teórica de la distinción mantenida, tanto si es tabú
o una convención más amplia, las características del esquema convencional de consumo
no cambian fácilmente. Cuando se llega al estadio industrial casi pacífico, con
su institución fundamental de la esclavitud que considera a los siervos como
cosas, el principio general mas o menos rigurosamente aplicado es el de que la
clase industrial baja debe consumir únicamente lo necesario para su
subsistencia. Por la naturaleza de las cosas, el lujo y las comodidades de la
vida pertenecen a la clase ociosa. El tabú reserva muy estrictamente, para el
uso de la clase superior, ciertas vituallas y de modo más especial ciertas
bebidas.
La diferenciación ceremonial en materia
de alimentos se ve con más claridad en el uso de bebidas embriagantes y narcóticas.
Si esos artículos de consumo son costosos se consideran como nobles y
honoríficos. Por ello las clases bajas, y de modo primordial las mujeres,
practican una continencia forzosa por lo que se refiere a esos estimulantes, salvo
en los países donde es posible conseguirlos a bajo costo. Desde la época
arcaica, y a lo largo de toda la época patriarcal, ha sido tarea de las mujeres
preparar y administrar esos artículos de lujo y, privilegio de los hombres de
buena cuna y educación, consumirlos. Por ello, la embriaguez y demás
consecuencias patológicas del uso inmoderado de estimulantes tienden, a su vez,
a convertirse en honoríficos, como signo en segunda instancia del status superior
de quienes pueden costearse ese placer. En esos pueblos las enfermedades que
son consecuencia de tales excesos son reconocidas francamente como atributos
viriles. Ha llegado incluso a ocurrir que el nombre de ciertas enfermedades corporales
derivadas de tal origen, haya pasado a ser en el lenguaje cotidiano sinónimo de
«noble» o «hidalgo». Sólo en un estadio cultural relativamente primitivo se
aceptan los síntomas del vicio caro, como signo convencional de un status superior
y tienden así a convertirse en virtudes y a merecer la deferencia de la
comunidad; pero la reputación que va unida a ciertos vicios costosos conserva
durante mucho tiempo tanta fuerza que disminuye de modo apreciable la desaprobación
suscitada por el abuso de placeres por parte de los hombres de la clase noble
acaudalada. La misma distinción valorativa añade fuerza a la desaprobación
corriente de todo exceso de este tipo por parte de las mujeres, los menores y,
en general, los inferiores. Esta distinción valorativa tradicional no ha perdido
su fuerza ni siquiera en los pueblos contemporáneos más avanzados. Allí donde
el ejemplo dado por la clase ociosa conserva su fuerza imperativa en la
regulación de las convenciones, se observa que las mujeres siguen practicando
en gran parte la misma continencia tradicional en lo que se refiere al uso de
estimulantes.
Esta caracterización de la mayor
continencia en el uso de estimulantes practicada por las mujeres de las clases
bien reputadas, puede parecer un refinamiento lógico excesivo realizado a expensas
del sentido común. Pero hechos que están al alcance de quien quiera tomarse la
molestia de observarlos nos dicen que la mayor abstinencia practicada por las
mujeres se debe en parte, a un convencionalismo imperativo; y ese
convencionalismo es, de modo general, más fuerte, allí donde la tradición
patriarcal -la tradición de que la mujer es una cosa- ha conservado su
influencia con mayor vigor. En cierto sentido, que ha sido muy atenuado en
alcance y rigor, pero que no ha perdido en manera alguna su significado ni
siquiera hoy, esa tradición dice que como la mujer es una cosa, debe consumir
únicamente lo necesario para su sustento -excepto en la medida en que su
consumo ulterior contribuye a la comodidad o la buena reputación de su amo-. El
consumo de cosas lujosas en el verdadero sentido de la palabra es un consumo
encaminado a la comodidad del propio consumidor y es, por tanto, un signo
distintivo del amo. Todo consumo semejante hecho por otras personas no puede
producirse más que por tolerancia de aquél. En las comunidades donde la
tradición patriarcal ha modelado profundamente los hábitos mentales populares,
podemos encontrar supervivencias del tabú sobre los artículos de lujo, al menos
en una condena convencional de su uso por las clases serviles y dependientes.
Esto es verdad, en particular, por lo que se refiere a ciertos artículos de
lujo, cuyo uso por las clases dependientes privaría a sus amos de comodidad o placer,
o que son considerados como de dudosa legitimidad por cualquier otro motivo. A
juicio de la gran clase media conservadora de la civilización occidental, el
uso de esos diversos estimulantes es perjudicial, al menos para uno, sí no para
los dos, de esos objetivos; y el hecho de que sea precisamente entre las clases
medias de cultura germánica donde sobrevive un fuerte sentido de las
conveniencias de la época patriarcal, donde las mujeres están sometidas en
mayor escala a un tabú calificado respecto a los narcóticos y bebidas alcohólicas,
es demasiado significativo para pasarlo por alto. Con muchas reservas -tantas
más cuanto más se ha ido debilitando la tradición patriarcal- se considera como
buena y obligatoria la regla de que las mujeres sólo deben consumir en
beneficio de sus amos. Se presenta, naturalmente, la objeción de que el gasto de
los vestidos femeninos y los accesorios domésticos es una evidente excepción a
esta regla; pero como se verá por lo que sigue, tal excepción es mucho más visible
que fundamental.
Durante las primeras etapas del
desarrollo económico, el consumo ilimitado de bienes, en especial de los bienes
de mejores calidades -idealmente todo consumo que exceda del mínimo de
subsistencia- corresponde de modo normal a la clase ociosa. Esa restricción
tiende a desaparecer, al menos formalmente, una vez que se ha llegado al
estadio pacífico posterior de propiedad privada de los bienes y de un sistema industrial
basado en el trabajo asalariado o en la economía de la comunidad doméstica
pequeña. Pero durante el estadio cuasi pacífico anterior -en el que estaban
tomando fuerza y consistencia tantas de las tradiciones a través de las cuales
ha afectado a la vida económica de las épocas posteriores la institución de la
clase ociosa- ese principio ha tenido la fuerza de una norma convencional. Ha
servido de norma con la que tendía a conformarse el consumo y toda desviación apreciable
de ella se consideraba como una forma de aberración, que el desarrollo ulterior
había de eliminar, con toda seguridad, más pronto o más tarde.
Así, pues, el caballero ocioso del
estadio casi pacífico no sólo consume las cosas de la vida por encima del
mínimo exigido para la subsistencia y la eficiencia física, sino que su consumo
sufre también una especialización por lo que se refiere a la calidad de los
bienes consumidos. Gasta sin limitaciones bienes de la mejor calidad en
alimentos, bebidas, narcóticos, habitación, servicios, ornamentos, atuendo,
armas y equipo, diversiones, amuletos e ídolos o divinidades. En el proceso de
mejora gradual que se produce en los artículos de consumo, el principio motivador
y la finalidad próxima a la innovación es, sin duda, la mayor eficiencia de los
productos mejores y más elaborados para la comodidad y bienestar personales.
Pero no es ése el único propósito de su consumo. Está presente aquí el canon de
reputación y se apodera de las innovaciones que con arreglo al patrón por él establecido
son aptas para sobrevivir. Dado que el consumo de esos bienes de mayor
excelencia supone una muestra de riqueza, se hace honorífico; e inversamente,
la imposibilidad de consumir en cantidad y calidad debidas se convierte en signo
de inferioridad y demérito.
El desarrollo de esta discriminación
puntillosa respecto a la excelencia cualitativa, del comer, el beber, etcétera,
afecta no sólo el modo de vida, sino también la educación y la actividad intelectual
del caballero ocioso. Ya no es sólo el macho agresivo y afortunado -el hombre
que posee fuerza, recursos e intrepidez-. Para evitar el embrutecimiento, tiene
que cultivar sus gustos, pues le corresponde distinguir con alguna finura entre
los bienes consumibles y los no consumibles. Se convierte en connaisseur de
viandas de diverso grado de mérito, de bebidas y brebajes masculinos, de
adornos y arquitectura agradables, de armas, caza, danza y narcóticos. Este
cultivo de la facultad estética exige tiempo y aplicación y las demandas a que
tiene que hacer frente el caballero en este aspecto tienden, en consecuencia, a
cambiar su vida de ociosidad en una aplicación más o menos ardua a la tarea de aprender
a vivir una vida de ocio ostensible de modo que favorezca a su reputación.
Íntimamente relacionada con la exigencia de que el caballero consuma sin trabas
y consuma bienes de la mejor calidad, está la exigencia de que sepa consumirlos
en la forma conveniente. Su vida de ocio debe ser llevada del modo debido. Por
ello surgen los buenos modales, en la forma señalada en un capítulo anterior.
Los modales y modos de vida educados son casos de conformidad con la norma del
ocio y el consumo ostensibles.
El consumo ostensible de bienes
valiosos es un medio de aumentar la reputación del caballero ocioso. Al
acumularse en sus manos la riqueza, su propio esfuerzo no bastaría para poner
de relieve por este método su opulencia. Recurre, por tanto, a la ayuda de
amigos y competidores ofreciéndoles regalos valiosos, fiestas y diversiones
caras. Los regalos y las fiestas tuvieron probablemente un origen distinto de
la ostentación ingenua, pero adquirieron muy pronto utilidad para este
propósito y han conservado este carácter hasta el presente; de tal modo, que su
utilidad a este respecto ha sido durante mucho tiempo la base en que se apoyan
tales usos. Las diversiones costosas tales como el potlach[3]
y el baile están especialmente adaptadas para servir a este fin. Con este método
se obliga al competidor con quien el anfitrión desea establecer una comparación
a servir de medio para el fin propuesto. El competidor realiza un consumo
vicario en beneficio de su huésped, a la vez que es testigo del consumo del
exceso de cosas buenas que el anfitrión no puede despachar por sí solo, y se le
hace ver, además, la desenvoltura de aquél en materia de etiqueta.
En el ofrecimiento de diversiones
costosas hay, desde luego, otros motivos de tipo más cordial. La costumbre de las
reuniones festivas se originó probablemente por motivos sociables y religiosas;
esas razones siguen estando presentes en el desarrollo ulterior, pero ya no son
los únicos motivos. Las fiestas y diversiones de la clase ociosa de fecha
posterior pueden seguir sirviendo, en un grado muy ligero, a la necesidad religiosa,
y en un grado mayor a las de recreo y sociabilidad, pero sirven también a un
propósito valorativo, y no lo sirven con menor eficacia por el hecho de que
tengan una base no valorativa en esos móviles más confesables. Pero el efecto
económico de esas diversiones sociales no se disminuye con ello, ni por lo que
respecta al consumo vicario ni en lo relativo a la exhibición de habilidades de
adquisición difícil y costosa en materia de etiqueta.
Conforme se acumula riqueza, se va
desarrollando cada vez más la clase ociosa por lo que se refiere a su
estructura y funciones y surge una diferenciación dentro de ella. Hay un sistema
más o menos complicado de rango y grados. Esa diferenciación se fomenta por la
herencia de riquezas y la herencia, consiguiente a ella, de hidalguía. Con la
herencia de la hidalguía va unida la herencia de la ociosidad obligatoria; pero
puede heredarse una hidalguía suficientemente fuerte para comportar una vida de
ocio y que no vaya acompañada de la herencia de riqueza necesaria para mantener
un ocio dignificado. La sangre hidalga puede trasmitirse sin trasmitir a la vez
bienes suficientes para permitir un consumo sin restricciones en una escala que
sirva para mantener la reputación. Resulta de ahí una clase de caballeros
ociosos que no poseen riqueza, a la que nos hemos referido ya de modo incidental.
Esos caballeros ociosos de media casta entran en un sistema de gradaciones
jerárquicas. Los que están más cerca de los grados superiores de la clase
ociosa rica -en punto a cuna, a riqueza o a ambas cosas- tienen rango superior a
los más alejados de ellas por su origen y a los económicamente más débiles.
Esos grados inferiores, y en especial los caballeros ociosos carentes de
riquezas -o marginales- se afilian a los más grandes mediante un sistema de
dependencia o feudalidad. Al hacerlo así, consiguen un incremento en su
reputación o en los medios de llevar una vida ociosa, derivado de su patrón. Se
convierten en cortesanos o miembros de su séquito –servidores- y al ser
alimentados y sostenidos por su patrón, son índices del rango de éste y consumidores
vicarios de su riqueza superflua. Muchos de esos caballeros ociosos afiliados a
un patrón son a la vez hombres importantes -de grado menor- por derecho propio;
de tal modo que algunos de ellos no pueden ser considerados, en modo alguno,
como consumidores vicarios, y otros solo en parte caben dentro de esa
categoría. Pero los que forman el séquito y los dependientes del patrono pueden
ser clasificados como consumidores vicarios sin ninguna clase de atenuaciones.
A su vez muchos de éstos, y también muchos otros de los aristócratas de grado
inferior, tienen unido a sus personas un grupo más o menos numeroso de
consumidores vicarios en las personas de sus esposas e hijos, criados, etcétera.
Dentro de todo este esquema graduado de
ociosidad y consumo vicarios, impera la regla de que esos oficios han de desempeñarse
de tal manera o en tales circunstancias o con tales símbolos, que indiquen
claramente quién sea el amo al que deba imputarse ese ocio o consumo a quien
corresponde de derecho, en consecuencia, el incremento de buena reputación resultante
de aquellos. El consumo y el ocio practicados por esas personas para su amo o
patrono representan, por parte de éste, una inversión hecha con vistas a
aumentar su buena fama. Ello es evidente en el caso de las fiestas y larguezas,
y la atribución al huésped o patrono de la reputación resultante se realiza
aquí de modo inmediato, a base de la notoriedad del hecho. Allí donde vasallos
y gente del séquito practican el ocio y el consumo vicarios, la imputación al
patrono de la reputación resultante se produce por el hecho de que esos
consumidores viven cerca de su persona de tal modo que es indudable para todos
la fuente de la ociosidad y el consumo. Al hacerse más amplio el grupo cuya
buena estimación se trata de asegurar de este modo, se necesitan medios más
patentes para indicar la imputación del mérito correspondiente al ocio
disfrutado y a esta finalidad se debe la boga de uniformes, distintivos y libreas.
El uso de uniformes y libreas implica un grado considerable de dependencia, y
hasta puede decirse que es un signo de servidumbre, real u ostensible. Los
portadores de los uniformes o libreas pueden dividirse grosso modo en
dos clases: libres y serviles, o nobles y villanos. De modo análogo, los
servicios por ellos prestados son también divisibles en nobles e innobles. Es,
desde luego, cierto que la distinción no se observa en la práctica con estricto
rigor; los servicios menos humillantes de los incluidos en el grupo de innobles
y las menos honoríficas de las funciones nobles se reúnen con frecuencia en la
misma persona. Pero no debe por ello pasarse por alto la distinción general. Lo
que puede producir alguna perplejidad es el hecho de que esta distinción
fundamental entre noble e innoble que descansa en la naturaleza del servicio
ostensible realizado choca con una distinción secundarla entre lo honorífico y,
humillante, basada en el rango de la persona para quien se realiza el servicio
o cuya librea se usa. Así aquellos servicios que son por derecho propio la
ocupación adecuada de la clase ociosa son nobles; tales el gobierno, la lucha,
la caza, el cuidado de armas y equipos -en una palabra, aquellos que pueden
clasificarse como ocupaciones ostensiblemente depredadoras-. Por el contrario,
aquellas tareas que caen dentro del terreno propio de la clase industriosa son
innobles; tales el artesanado o cualquier otro trabajo productivo, los
servicios de los criados, etc. Pero un servicio bajo prestado a una persona de grado
muy alto puede convertirse en un oficio muy honorífico; por ejemplo, el cargo
de doncella de honor o dama de compañía de la reina, o el de caballerizo o
montero mayor del rey. Los dos últimos oficios citados sugieren un principio que
tiene un alcance de una cierta generalidad. Cuando, como ocurre en esos casos,
la tarea servil de que se trata tiene directamente algo que ver en las
ocupaciones primarias de la clase ociosa -lucha y caza- adquiere fácilmente
carácter honorífico reflejo. De tal modo puede llegar a atribuirse gran honor a
un empleo que por su propia naturaleza pertenece a la especie inferior.
En el desarrollo ulterior de la
industria pacífica, decae gradualmente la costumbre de emplear un cuerpo ocioso
de hombres de armas uniformados. El consumo vicario hecho por gente que depende
de un patrono o señor, cuyas insignias llevan, se reduce a un cuerpo
deservidores de librea. En un grado posterior, la librea viene a ser prenda de
servidumbre, o más bien, de la condición servil. La librea del servidor armado
tenía un cierto carácter honorífico, pero ese carácter desapareció cuando la
librea pasó a ser distintivo exclusivo de los servidores domésticos. La librea
se convierte en denigrante para casi todos aquellos a quienes se obliga a llevarla.
Estamos aún tan poco alejados de un estadio de esclavitud efectiva, que somos
plenamente sensibles a lo que tenga el más tenue olor de su imputación de
servilismo. La antipatía se produce incluso cuando se trata de las libreas o
uniformes que algunas corporaciones y sociedades prescriben como traje
distintivo de sus empleados. En los Estados Unidos, la aversión llega hasta
desacreditar -de modo tenue e incierto- a aquellos empleos oficiales, tanto
militares como civiles, que exigen el uso de una librea o uniforme.
Con la desaparición de la servidumbre
tiende, en conjunto, a decrecer el número de consumidores vicarios unidos a
cada caballero. Lo mismo puede decirse -y acaso en mayor grado- del número de
personas de él dependientes que llevan en su nombre una vida de ocio vicario.
De modo general, aunque no total ni consistente, ambos grupos coinciden. La persona
dependiente del señor en quien primero se delegaron esos deberes fue la esposa
o la esposa principal y, como sería lógico esperar, cuando en el desarrollo
ulterior de la institución se reduce de modo gradual el número de personas que
tienen consuetudinariamente esas obligaciones, la esposa es la última en
desaparecer de esa categoría. En las clases más elevadas de la sociedad se
necesita una proporción amplía de ambas clases de servicios; la esposa se ve ayudada
aún en su tarea por un cuerpo más o menos numeroso de sirvientes. Pero conforme
descendemos en la escala social se llega a un punto en el que las obligaciones
del ocio y el consumo vicario recaen sólo sobre la esposa. En las comunidades de
la cultura occidental este punto se encuentra, en la actualidad, en la clase
media inferior.
Y aquí se produce una inversión
curiosa. Es un hecho de observación corriente que en esta clase media el cabeza
de familia no finge vivir ocioso. Por la fuerza de las circunstancias esa
ficción ha caído en desuso. Pero la esposa sigue practicando, para el buen
nombre de cabeza de familia, el ocio vicario. Conforme descendemos en la escala
social de cualquier comunidad industrial moderna, el hecho primario - el ocio
ostensible de cabeza de familia- desaparece en un peldaño relativamente alto de
aquélla. Como ocurre con el tipo corriente de hombre de negocios actual, el
cabeza de familia de clase media se ha visto obligado por las circunstancias económicas
a emplear sus manos para ganarse la vida en ocupaciones que con frecuencia
tienen en gran parte carácter industrial. Pero el hecho derivado -el ocio y el
consumo vicarios a los que dedica su tiempo y esfuerzo la esposa, y el ocio
vicario auxiliar de los sirvientes- sigue en vigor, como convencionalismo que
las exigencias de la reputación no permiten que se disminuya. No es, en modo
alguno, un espectáculo desusado encontrar un hombre que se dedica al trabajo
con la máxima asiduidad, con objeto de que su esposa pueda mantener, en
beneficio de él, aquel grado de ociosidad vicaría que exige el sentir común de
la época.
El ocio a que dedica su tiempo la
esposa en tales casos no es, desde luego, una simple manifestación de vagancia
o indolencia. Se presenta casi invariablemente disfrazado de trabajo o deberes
domésticos o entretenimientos sociales que, debidamente analizados, resultan
tener poca o ninguna finalidad aparte de mostrar que aquélla no se ocupa ni
tiene que ocuparse de nada lucrativo ni de nada que tenga una utilidad
importante o sustancial. Como ya se ha notado al tratar de los modales, la
mayor parte de los cuidados domésticos rutinarios a los que la esposa de clase
media dedica su tiempo y esfuerzo, tienen ese carácter. Ello no quiere decir que
los resultados de su atención a los asuntos de carácter decorativo y mundano no
sean agradables a los ojos de los hombres educados en los criterios de la clase
media. Pero el gusto al que tratan de agradar esos efectos de adorno y limpieza
domésticos se ha formado bajo la guía selectiva de unas conveniencias que
exigen precisamente esas pruebas de esfuerzo derrochado en ellos. En gran parte
los efectos nos son agradables porque se nos ha enseñado a encontrarlos agradables.
En esos deberes domésticos se presta un gran cuidado a la combinación adecuada
de forma y color y otras finalidades que deben clasificarse como estéticas en
el sentido estricto del término; y no se niega que a veces se logran efectos
que tienen valor estético real. En lo que se insiste aquí especialmente es en
que, por lo que se refiere a las cosas agradables de la vida, los esfuerzos de
la mujer de su casa están guiados por tradiciones que han sido modeladas por la
ley del gasto notoriamente derrochador de tiempo y materia. Si se logra la
belleza o la comodidad -y el hecho de que se consiga se debe a circunstancias
más o menos fortuitas- ha de lograrse por métodos conformes a la gran ley
económica del esfuerzo derrochado. La parte de más alta reputación -la de más
«presentación»- de los adornos domésticos de la clase media está constituida,
por una parte, por cosas de consumo ostensible y, por otra, por artificios que
pongan en evidencia el ocio vicario vivido por el ama de casa.
La exigencia del consumo vicario por
parte de la esposa continúa vigente incluso en un punto inferior de la escala pecuniaria
de aquél a donde llega la exigencia del ocio vicario. En un punto por debajo
del cual se observan pocas o ninguna apariencias de esfuerzo gastado
inútilmente, limpieza ceremonial y cosas análogas, la reputación de la familia
y de su jefe sigue exigiendo a la esposa que consuma ostensiblemente algunos
bienes. De manera que, como último resultado de esta evolución de una
institución arcaica, la esposa que en un principio tenía, tanto en derecho como
en teoría, trato de bestia de carga, de propiedad del hombre - productora de
bienes que él consumía-, se ha convertido en consumidora ceremonial de los
bienes que produce el varón. Pero en teoría sigue siendo, de modo inequívoco,
su propiedad, ya que el dedicarse de modo habitual al ocio y el consumo vicarios
es la marca permanente del sirviente no libre.
Este consumo vicario hecho por la
familia de las clases media y baja no puede ser considerado como expresión
directa del esquema general de vida de la clase ociosa, ya que la comunidad
familiar de este grado pecuniario no pertenece a la clase ociosa. Lo que ocurre
más bien es que el esquema de vida de la clase ociosa toma una expresión de
segundo grado. La clase ociosa ocupa la cabeza de la estructura social en punto
a reputación; y su manera de vida y sus pautas de valor proporcionan, por
tanto, la norma que sirve a toda la comunidad para medir la reputación. Las
clases más bajas de la escala se ven obligadas a observar esos patrones de
conducta con un cierto grado de aproximación. En las comunidades civilizadas
modernas, las líneas de demarcación entre las clases sociales se han hecho
vagas e inestables y, dondequiera que esto ocurre, la norma que gradúa la
reputación, impuesta por la clase superior, extiende su influencia coactiva a
lo largo de la estructura social hasta los estratos más bajos, sin tener que
salvar para ello sino obstáculos muy ligeros. El resultado es que los miembros
de cada estrato aceptan como ideal de decoro el esquema general de la vida que está
en boga en el estrato superior más próximo y dedican sus energías a vivir con
arreglo a ese ideal. Tienen que conformarse, al menos en apariencia, con el
código aceptado, so pena de perder su buen nombre.
La base sobre la que descansa en último
término la buena reputación en toda comunidad industrial altamente organizada es
la fortaleza pecuniaria. Y los medios de mostrar esa fortaleza y *de conseguir
un buen nombre son el ocio y un consumo ostensible de bienes. Por consiguiente,
ambos métodos están en boga hasta el punto más bajo de la escala donde es
posible que lo estén; y en los estratos inferiores en los que se emplean ambos
métodos, ambas tareas se delegan en gran parte a la esposa y los hijos.
En peldaños todavía más bajos de la
escala, allí donde resulte impracticable para la esposa un grado cualquiera de ocio,
perdura el consumo ostensible de bienes realizado por la esposa y los hijos. El
cabeza de familia puede hacer también algo en esa dirección y, por lo general,
lo hace, pero si descendemos aún más en la escala, hasta el nivel de la
indigencia -en las márgenes de los barrios insalubres y sobre poblados de las
ciudades- el varón y los hijos dejan virtualmente de consumir bienes valiosos
para mantener las apariencias y queda la mujer como único exponente del decoro pecuniario
de la familia. Ninguna clase social, ni siquiera la más miserablemente pobre,
abandona todo consumo ostensible consuetudinario. Los últimos artículos de esta
categoría de consumo no se abandonan, sino bajo el imperio de la necesidad más
extrema. Se soportan muchas miserias e incomodidades antes de abandonar la
última bagatela o la última apariencia de decoro pecuniario. No hay clase ni
país que se haya inclinado ante la presión de la necesidad física de modo tan
abyecto que haya llegado a negarse a sí misma la satisfacción de esa necesidad
superior o espiritual.
De la precedente ojeada sobre el
desarrollo del ocio y el consumo notorios, resulta que la utilidad de ambos
para el fin de conseguir y mantener una reputación consiste en el elemento de
derroche que es común a los dos. En un caso es el derroche de tiempo y
esfuerzo, en el otro el de cosas útiles. Ambos son métodos de demostrar la
posesión de riqueza y ambos se aceptan convencionalmente como equivalentes. La
elección entre ambos es sólo problema de su conveniencia publicitaria, excepto
en cuanto puedan estar afectados por otras normas de conveniencia surgidas de fuente
distinta. En diferentes etapas del desarrollo económico puede darse preferencia
a uno o a otro por motivos de utilidad. El problema consiste en cuál de los
métodos influirá más eficazmente en las personas cuyas convicciones se desea afectar.
El uso ha resuelto el problema en distinta forma según las circunstancias.
Mientras la comunidad o grupo social es
lo suficientemente pequeña y compacta para que le pueda influir eficazmente la
notoriedad común por sí sola -es decir, en tanto que el medio humano al que
tiene que adaptarse el individuo en materia de reputación está comprendido en
la esfera de sus conocimientos personales y la murmuración de sus vecinos- un
método es igualmente eficaz que el otro. Ambos sirven igualmente bien durante
las primeras etapas del desarrollo social. Pero hoy día, los medios de
comunicación y la movilidad de la población exponen al individuo a la
observación de muchas personas que no tienen otros medios de juzgar su
reputación, sino por la exhibición de bienes (y acaso de educación) que pueda
hacer aquél mientras está bajo la observación directa de esas personas.
La organización moderna de la industria
opera en la misma dirección, pero por otro camino. Las exigencias del moderno
sistema industrial colocan con frecuencia a individuos v familias en una
yuxtaposición en la que hay muy poco contacto aparte de esa yuxtaposición. Los
vecinos -dando a esta palabra un sentido puramente mecánico- no son, con frecuencia,
vecinos en sentido social, ni siquiera conocidos; sin embargo, su buena
opinión, por marginal que sea, tiene un alto grado de utilidad. El único medio
posible de hacer notoria la propia capacidad pecuniaria a los ojos de esos observadores
que no tienen ninguna simpatía por el observado, es una demostración constante
de capacidad de pago. En la comunidad moderna se asiste con mayor frecuencia a sitios
donde se congrega una gran cantidad de personas que son desconocidas unas de
otras en la vida cotidiana -lugares tales como iglesias, teatros, salones de
baile, hoteles, parques, tiendas, etc...-. Para impresionar a esos observadores
transitorios y conservar la propia estima, mientras se está sometido a su
observación, debe escribirse la firma de la fortaleza pecuniaria propia en
caracteres que todo transeúnte pueda leer. Es, pues, evidente que la vida
actual se orienta en dirección a ensalzar la utilidad del consumo ostensible de
preferencia al ocio ostensible.
Es de notar también que la utilidad del
consumo como medio de conseguir reputación, así como la insistencia en aquél
como elemento de decoro, se manifiesta con mayor plenitud en aquellas partes de
la comunidad donde es mayor el contacto humano del individuo y más amplia la
movilidad de la población. En relación con la población rural, la urbana emplea
una parte relativamente mayor de sus ingresos en el consumo ostensible, y la
necesidad de hacerlo así es más imperativa. El resultado es que, para mantener
una apariencia decorosa, la población urbana vive al día en una proporción mucho
mayor que la rural. Así ocurre, por ejemplo, que el granjero norteamericano y
su mujer e hijas visten mucho menos a la moda y son menos urbanos en sus
modales que la familia del artesano de la ciudad que tiene iguales ingresos. Ello
no significa que la población urbana sea mucho más aficionada al placer
especial que deriva del consumo ostensible ni que la población rural dé menos
importancia al decoro pecuniario. Pero en la ciudad son más fuertes el
atractivo de esta línea publicitaria y su eficacia transitoria. Por tanto, se recurre
con más facilidad a este método y, en la lucha para superarse unos a otros, la
población urbana lleva su patrón normal de consumo ostensible a un punto más
elevado, con el resultado de que se requiere un gasto relativamente mayor en
esta dirección para indicar un grado determinado de decoro pecuniario en la
vida urbana. La exigencia de conformidad a este patrón convencional superior se
convierte en imperativa. La pauta del decoro es más elevada, clase por clase, y
hay que hacer frente a esta exigencia de una apariencia decorosa so pena de
perder casta.
El consumo es un elemento más
importante en el patrón de vida de la ciudad que en el del campo. Entre la
población rural, su lugar lo ocupan, en cierta medida, los ahorros y las
comodidades hogareñas, que, gracias al comadreo de la vecindad, son
suficientemente conocidos para que puedan servir al propósito igualmente
general de la reputación pecuniaria. Estas comunidades hogareñas y el ocio que se
disfruta -cuando se disfruta efectivamente- han de ser clasificados también, en
gran parte, como formas de consumo ostensible; y lo mismo puede decirse de los
ahorros. El hecho de que sean menores los ahorros guardados por los artesanos
se debe, en alguna parte, a que para los artesanos el ahorro es una forma de
publicidad menos eficaz, con respecto al medio en que viven, que para las
personas que viven en granjas y aldeas pequeñas. En éstos todo el mundo conoce los
negocios de todo el mundo, especialmente el status pecuniario.
Considerado sólo en sí mismo -tomado en su primer grado- este nuevo incentivo a
que están expuestos el artesano y las clases trabajadoras urbanas puede no
constituir un motivo suficientemente poderoso para disminuir en mucho el monto
de los ahorros; pero en su acción constante, que eleva el patrón de gastos
decorosos, su efecto contrario a la tendencia al ahorro no puede menos de ser
muy grande.
Un buen ejemplo del modo de operar de
este canon de reputación puede verse en la práctica del copeo, el«alternar» y
el fumar en lugares públicos, cosas a las que acostumbran los trabajadores y
artesanos de la población urbana. Puede citarse como clase en la que esta forma
de consumo ostensible tiene una gran boga a los oficiales impresores, y entre ellos
tiene ciertas consecuencias que se censuran con gran frecuencia. Los peculiares
hábitos que en esta materia tiene la clase se consideran, por lo general, como
una cierta forma de deficiencia moral mal definida que se atribuye a esa clase,
o a la influencia moralmente deletérea que se supone ejerce - de modo que no se
puede explicar- la profesión sobre los hombres ocupados en ella. El estado de
la cuestión relativa a los hombres que trabajan en la composición y en las
prensas corrientes de las imprentas, puede resumirse como sigue. La habilidad
adquirida en cualquier imprenta o ciudad puede aprovecharse con facilidad en
casi cualquier otra empresa o localidad; es decir, la inercia debida a la
profesión es pequeña. Además, esta ocupación requiere una inteligencia y una información
general superiores a las normales, y por ello los hombres dedicados a ella
están, de ordinario, más dispuestos que muchos otros a aprovecharse de la
ligera variación que pueda haber en la demanda de su trabajo de un lugar a
otro. A la vez, los salarios que se pagan en la profesión son lo suficientemente
altos para hacer que el movimiento de un lugar a otro pueda realizarse con
relativa facilidad. El resultado es una gran movilidad de la mano de obra
empleada en la imprenta; acaso mayor que en cualquier otro grupo importante y
bien definido de trabajadores. Esos hombres están siendo lanzados de modo
constante al contacto con nuevos grupos de conocidos, y las relaciones que
establecen con ellos son transitorias o efímeras, no obstante lo cual se valora
su buena opinión por el momento. La proclividad humana a la ostentación,
reforzada por sentimientos de camaradería, los lleva a gastar liberalmente en
aquellas direcciones que mejor sirvan a esas necesidades. Aquí, como en todas
partes, la prescripción se apodera de la costumbre en cuanto ésta alcanza
alguna boga y la incorpora a la pauta acreditada de decoro. El siguiente paso
consiste en hacer de esta pauta de decoro el punto de partida de un nuevo
avance en la misma dirección -pues no hay mérito en una simple conformidad
externa a una pauta de disipación que se vive como valor entendido por todos
los que pertenecen a la profesión.
Por lo tanto, el hecho de que la
disipación predomine entre los impresores en mayor medida que en el resto de
las profesiones, se puede atribuir, al menos en cierta medida, a la mayor
facilidad de movimiento y al carácter más transitorio de los conocimientos y
los contactos humanos en esta profesión. Pero la base fundamental de que se
exija la disipación en tan alto grado no es, en último análisis, sino la misma propensión
a manifestar el dominio y el decoro pecuniario que hace parsimonioso y frugal
al campesino propietario francés y que induce al millonario norteamericano a
fundar colegios, hospitales y museos. Si el canon del consumo ostensible no se
viese contrapesado en gran parte por otras características de la naturaleza
humana distintas de él, sería lógicamente imposible todo ahorro para una
población situada como lo están hoy los artesanos y las clases trabajadoras de
las ciudades, por altos que fueran sus salarios o sus ingresos.
Pero, aparte de la riqueza y su
exhibición, hay otros patrones de reputación y otros cánones de conducta más o menos
imperativos, y algunos de ellos operan en el sentido de acentuar o calificar el
canon amplio y fundamental del derroche ostensible. Si no hubiera otro que la
eficacia publicitaria, deberíamos esperar encontrarnos con que el ocio y el consumo
ostensible de bienes se dividían en un comienzo el campo de la emulación
pecuniaria en partes bastante proporcionadas. Podría esperarse entonces que el
ocio fuera cediendo terreno de modo gradual y tendiera a desaparecer en la
medida en que avanza el desarrollo económico y aumenta el tamaño de la
comunidad; en tanto que el consumo ostensible de bienes debería ir ganando
importancia, también por grados, tanto desde el punto de vista absoluto, como desde
el relativo, hasta que hubiese absorbido todo el producto disponible, sin dejar
aparte nada sino lo suficiente para las meras necesidades de la vida. Pero el
desarrollo real de los hechos se ha separado un tanto de este esquema ideal. El
ocio ocupaba el primer lugar en un comienzo y durante la cultura casi pacífica
llegó a tener un rango muy superior al derroche de bienes en el consumo, tanto
como exponente directo de riquezas como en calidad de elemento integrante del
patrón de decoro. Desde ese momento, el consumo ha ganado terreno, hasta que
hoy tiene indiscutiblemente la primacía, aunque está muy lejos aún de haber
absorbido todo el margen de producción por encima del mínimo de subsistencia.
El ascendiente primero del ocio como
medio de conseguir reputación, deriva de la distinción arcaica entre empleos nobles
e innobles. En parte, el ocio es honorable y llega a ser imperativo porque
muestra una exención de todo trabajo innoble. La arcaica diferenciación entre
clases nobles y villanas se basa en una distinción valorativa entre las
ocupaciones, que divide a éstas en honoríficas y degradantes; y durante los
primeros tiempos del estadio casi pacífico esta distinción tradicional se
desarrolla hasta convertirse en un canon imperativo de decoro. Se robustece su
ascendiente por el hecho de que, en cuanto demostración de riqueza, el ocio
sigue teniendo aún tanta eficacia como el consumo. Es tan eficaz en el medio
humano relativamente pequeño y estable en el que vive el individuo en esa etapa
cultural que, con ayuda de la tradición arcaica que degrada todo trabajo productivo,
da origen a una gran clase ociosa carente de dinero y tiende incluso a limitar
la producción industrial de la comunidad al mínimo necesario para la
subsistencia. Esta extremada inhibición de la industria se evita porque el
esclavo que trabaja bajo una coacción más rigurosa que la impuesta por la
reputación, se ve obligado a producir más de lo que exige el mínimo necesario
para la subsistencia de la clase trabajadora. La relativa decadencia
subsiguiente que sufre el uso del ocio ostensible como base de la reputación se
debe, en parte, a una eficacia relativa cada vez mayor del consumo como
demostración de riqueza; pero, en parte también, deriva de otra fuerza, ajena
-y en cierto grado antagónica- al uso del derroche ostensible.
Este factor es el instinto del trabajo
eficaz. De permitirlo las circunstancias, ese instinto inclina a los hombres a mirar
con favor la eficacia productiva y todo lo que sirva de utilidad a los seres
humanos. Los inclina a menospreciar el derroche de cosas o de esfuerzo. El
instinto del trabajo eficaz se encuentra presente en todos los hombres y se
reafirma hasta en circunstancias muy adversas. Por ello cualquier gasto, por
derrochador que pueda ser en realidad, debe tener, por lo menos, alguna excusa
aceptable en forma de finalidad ostensible. Ya hemos estudiado en un capítulo
anterior la manera como, en determinadas circunstancias, ese instinto da como
resultado un gusto por la hazaña y una discriminación valorativa entre los
nobles y villanos. En la medida en que choca con la ley del derroche
ostensible, el instinto del trabajo eficaz se expresa no sólo en la exigencia
de una utilidad sustancial, sino también en el sentido permanente de la odiosidad
y la imposibilidad estética de lo que es a todas luces fútil. Como es por
naturaleza una afección instintiva, su guía afecta de modo especial e inmediato
a las violaciones notorias y ostensibles de sus exigencias. Llega con menos
rapidez y con fuerza mucho menos exigente a las violaciones sustanciales de sus
exigencias que sólo se aprecian tras un proceso de reflexión.
Mientras todo trabajo continúa
realizándose de modo exclusivo o general por esclavos, la bajeza de todo
esfuerzo productivo se encuentra también presente de modo tan constante en la
mente de los hombres que impide que el instinto del trabajo eficaz influya en
gran medida para imponer la dirección hacia la utilidad industrial. Pero cuando
se pasa del estadio industrial casi pacífico (de esclavitud y status) el
estadio pacífico (de asalariados y pago al contado) el instinto del trabajo
eficaz juega con mayor eficacia. Comienza entonces a modelar en forma agresiva
las opiniones de los hombres acerca de lo que es meritorio y se afirma al menos
como canon auxiliar de la consideración de sí mismo. Dejando aparte toda
consideración extraña, las personas (adultas) que no tienen hoy inclinación a
realizar algún fin o que no se ven impelidas por su propio impulso o modelar
algún objeto, hecho o relación, para usos humanos, no son hoy sino una minoría
que está desapareciendo. El incentivo, de fuerza coactiva más inmediata, que
inclina a un ocio que es vehículo de reputación y a evitar la utilidad
indecorosa puede, en gran medida, superar esa propensión, la cual puede, por
ende, expresarse sólo en forma de apariencias; así ocurre, por ejemplo, con
los«deberes sociales» y los conocimientos, casi artísticos o casi eruditos, que
se emplean en el cuidado y en el decorado de la casa, en la actividad de los círculos
de costura o en la reforma del traje, o en el destacarse por la elegancia, la
habilidad en los juegos de cartas, la navegación deportiva, el golf y otros
deportes. Pero el hecho de que, bajo el imperio de las circunstancias, pueda
dar por resultado vacuidades, no refuta la aseveración de la presencia del
instinto en mayor medida de lo que refuta la realidad del instinto de la
procreación el hecho deque se pueda hacer que una gallina empolle una nidada de
huevos de porcelana.
Esta búsqueda desagradable que se hace
en nuestros días de alguna forma de actividad finalista que no sea a la vez indecorosamente
productiva de ganancias individuales o colectivas, señala una diferencia de
actitud entre la clase ociosa moderna y la del estadio casi pacífico. Como se
ha dicho arriba, en el estadio anterior la institución omnidominante de la
esclavitud y el status actuaron sin resistencia en el sentido de
degradar todo esfuerzo dirigido a fines que no fueran ingenuamente
depredadores. Era todavía posible encontrar algún empleo habitual para la
tendencia a la acción en forma de agresión o represión violentas dirigidas
contra grupos hostiles o contra las clases sometidas en el interior del grupo;
y esto servía para disminuir la presión y encontrar un desagüe a la energía de
la clase ociosa, sin recurrir a actividades real o aparentemente útiles. La práctica
de la caza servía también en cierto grado a la misma finalidad. Cuando la
comunidad se convirtió en una organización industrial pacífica y cuando una
ocupación más completa de la tierra hubo reducido las oportunidades de
dedicarse a la caza a un residuo sin importancia, la presión de la energía
encaminada a una actividad finalista tuvo que buscarse un desagüe en alguna
otra dirección. La ignominia unida al esfuerzo útil entró también en una fase
menos aguda con la desaparición del trabajo obligatorio; y entonces el instinto
del trabajo eficaz se afirmó con mayor persistencia.
Ha cambiado en cierta medida la línea
de menor resistencia, y la energía que antaño encontraba canalización en la actividad
depredadora toma hoy, en parte, la dirección de alguna finalidad notoriamente
útil. Ha pasado a ser despreciado el ocio que carece de finalidad ostensible,
en especial por lo que se refiere a esa gran parte de la clase ociosa cuyo origen
plebeyo opera para colocarlo en desacuerdo con la tradición del otium cum
dignitate. Pero queda aún ese canon de reputación que desestima toda tarea
que constituye por naturaleza un esfuerzo productivo; y ese canon no permitirá
más que una boga muy pasajera a cualquier trabajo que sea sustancialmente útil
o productivo. La consecuencia es que se ha producido un cambio en el ocio
ostensible a que dedica su tiempo la clase ociosa, cambio no tanto de sustancia
como de forma. Se ha logrado una reconciliación entre las dos exigencias contrapuestas
recurriendo a ficciones. Se desarrollan muchas e intrincadas observancias
corteses y deberes sociales de naturaleza ceremonial; se fundan muchas
organizaciones cuya finalidad visible, fijada por su título y denominación oficiales,
es alguna clase de mejora social. Hay mucho ir y venir y mucha charla, con el
fin de que los conversadores no puedan tener ocasión de reflexionar acerca del
valor económico efectivo de su tráfico. Y junto con la apariencia de tarea encaminada
a alguna finalidad, y ligado de modo inextricable con su trama, hay, si no
siempre, un elemento más o menos apreciable de esfuerzo encaminado a algún propósito
serio.
En la esfera, más limitada, del ocio
vicario se ha producido un cambio semejante. En vez de pasar simplemente el tiempo
en ociosidad visible, como en los mejores días del régimen patriarcal, el ama
de casa del estadio pacífico avanzado se aplica con asiduidad a los cuidados
domésticos. Las características salientes de este desarrollo del servicio
doméstico se han indicado ya.
Durante toda la evolución del gasto
ostensible, tanto de bienes como de servicios o de vida humana, se da el
supuesto obvio de que para que un consumo pueda mejorar de modo eficaz la buena
fama del consumidor, tiene que ser de cosas superfluas. Para producir buena
reputación, ese consumo tiene que ser derrochador. No puede derivar ningún mérito
del consumo de lo estrictamente necesario para la vida, a no ser en comparación
con quienes son tan pobres que no llegan a poder gastar ni siquiera lo exigido
por ese mínimo necesario para la subsistencia; salvo en el nivel de decoro más
prosaico y menos atractivo, de tal gasto no podría producirse ninguna pauta que
sirviera para la comparación. Sería aún posible un nivel de vida que admitiera
una comparación valorativa en otros aspectos que el de la opulencia; tal, por
ejemplo, una comparación en diversas direcciones de las manifestaciones de
fuerza moral, física, intelectual o estética. Hoy están de moda las
comparaciones de estos tipos; pero esas comparaciones están, por lo común, tan
inextricablemente ligadas con la comparación pecuniaria, que es muy difícil
distinguirlas de la última. Esto es cierto de modo especial por lo que se
refiere a la valoración corriente de las expresiones de vigor o eficacia intelectual
y estética; tanto que interpretamos con frecuencia como estética o intelectual una
diferencia que en sustancia no es más que pecuniaria.
El uso del término «derroche» es
desafortunado en un aspecto. En el lenguaje de la vida cotidiana la palabra
lleva consigo una resonancia condenatoria. Lo utilizamos aquí a falta de una
expresión mejor que describiera adecuadamente el mismo grupo de móviles y
fenómenos, pero no se lo debe tomar en mal sentido, como si implicase un gasto
ilegítimo de productos o de vida humanos. A la luz de la teoría económica el
gasto en cuestión no es más ni menos legítimo que ningún otro. Se lo llama aquí
«derroche» porque ese gasto no sirve a la vida humana ni al bienestar humano en
conjunto, no porque sea un derroche o una desviación del esfuerzo o el gasto,
considerado desde el punto de vista del consumidor individual que lo escoge. Si
lo escoge, ahí acaba el problema de la utilidad relativa que, en comparación
con las otras formas de consumo a las que no se suele censurar por el hecho de
ser inútiles, presenta para él. Cualquiera que sea la forma de gasto que escoja
el consumidor o cualquiera que sea la finalidad que persiga al hacer esa
elección, es útil para él por virtud de su preferencia. Desde el punto de vista
del consumidor individual, la cuestión del derroche no entra dentro del ámbito
de la teoría económica propiamente dicha. Por tanto, el uso de la palabra
«derroche», como término técnico, no implica ninguna condena de los motivos o
de los fines perseguidos por el consumidor bajo este canon de gasto ostensible.
Pero, desde otros puntos de vista,
merece la pena de notar que el término «derroche» en el lenguaje de la vida cotidiana
implica una condena de lo que se caracteriza como tal. Este significado
implícito que le atribuye el sentido común es, en sí, una excrescencia del
instinto del trabajo eficaz. La reprobación popular del derroche se basa en que
para estar en paz consigo mismo, el hombre corriente tiene que poder encontrar
en todos y cada uno de los esfuerzos y goces humanos un aumento de la vida y
bienestar. Para encontrar una aprobación sin reservas, todo hecho económico tiene
que conseguir aprobación con arreglo al canon de la utilidad impersonal, -es
decir, la utilidad contemplada desde el punto de vista de lo genéricamente
humano-. La ventaja relativa o lograda por un individuo en comparación o
competencia con otro, no satisface a la conciencia económica, y el gasto hecho
en la competencia no tiene, por ende, la aprobación de esa conciencia.
Para ser estrictamente exactos, no
deberíamos incluir bajo el epígrafe de derroche ostensible más que aquellos gastos
realizados a base de una comparación pecuniaria hecha con propósito valorativo.
Pero para incluir cualquier elemento bajo este epígrafe no es necesario que se
lo reconozca como derroche, en este sentido, por la persona que realiza el
gasto. Ocurre con frecuencia que un elemento del nivel de vida que comenzó como
forma de derroche, acaba por convertirse, a juicio del consumidor, en algo
necesario para la vida; y puede, de este modo, convertirse en algo tan indispensable
como cualquier otro artículo de los gastos habituales del consumidor. Puede
citarse como artículos que caben a veces en este epígrafe -y sirven, por ende,
de ejemplos de la forma en que se aplica este principio- las alfombras y
tapicerías, los cubiertos de plata, los servicios de los camareros, los
sombreros de copa, la ropa interior bordada y muchos artículos de joyería y
vestido. El carácter de indispensable que esas cosas llegan a tener una vez que
se forma el hábito y la convención, tiene poco que ver en la clasificación de
los gastos como derroche o no derroche en el sentido técnico de la palabra. El
patrón con el que hay que medir todo gasto, si se quiere decidir la cuestión,
es el de si sirve directamente para elevar, en conjunto, la vida humana -el de si
fomenta los procesos vitales tomados en forma impersonal-, pues ésta es la base
de avalúo establecida por el instinto del trabajo eficaz y ese instinto es el
tribunal de apelación de última instancia para toda cuestión de verdad o
conveniencia económica. Es un problema del juicio pronunciado por un sentido
común desapasionado. Por tanto, el problema no es el de si en las
circunstancias dadas de hábito individual y costumbre social, un determinado
gasto conduce a la satisfacción o a la paz espiritual de un consumidor
particular, sino el de si -dejando aparte los gustos adquiridos y los cánones de
decoro convencional y de la costumbre- su resultado es una ganancia neta en lo
que se refiere a las comunidades o a la plenitud de vida. El gasto
consuetudinario debe clasificarse bajo el epígrafe de derroche en la medida en
que la costumbre en que se basa derive del hábito de realizar una comparación
pecuniaria valorativa -en la medida en que se conciba que no podría haber
llegado a ser consuetudinario y prescriptivo sin el respaldo de ese principio
de la reputación pecuniaria o el éxito económico relativo.
Es evidente que, para incluir un
determinado objeto de gasto en la categoría de derroche ostensible, no es
necesario que sea exclusivamente derrochador. Un artículo puede ser a la vez
útil y constituir un derroche, y su utilidad para el consumidor puede estar
compuesta de uso y derroche en las proporciones más diversas. Los bienes
consumibles e incluso los de producción muestran, por lo general, como
constitutivos de su utilidad, dos elementos combinados; aunque, de modo
general, el elemento de derroche tiende a predominar en los artículos de
consumo, en tanto que ocurre lo contrario por lo que respecta a los artículos
destinados al uso productivo. Hasta en artículos que a primera vista parecen
servir sólo a fines de ostentación, es posible encontrar siempre la presencia
de alguna finalidad útil, al menos en apariencia. Y, por otra parte, incluso en
una maquinaria y unas herramientas especiales ideadas por algún proceso
industrial particular, así como en las actividades más rudas de la industria
humana son, por lo general evidentes, cuando se las examina de cerca, rastros
de un derroche ostensible o, por lo menos, del hábito de ostentación. Sería
aventurado afirmar que falte siempre una finalidad provechosa en la utilidad de
todo artículo o servicio, por evidente que sea el hecho de que su propósito primario
y su elemento fundamental están constituidos por el derroche ostensible; y no
sería mucho menos aventurado afirmar de cualquier producto primordialmente útil
que el elemento de derroche no tenga conexión inmediata o remota con su valor.
[1] Utilizo la palabra «valorativo», aquí y en el resto de la obra, para
traducir el término inglés invidious empleado por Veblen. Ese calificativo
significa de ordinario denigrante, envidioso u odioso. Pero como explica más
adelante (pp. 412) el autor, le da un sentido distinto: «Se emplea el término
en sentido técnico, para describir una comparación de personas con objeto de
escalonarlas y graduarlas con respecto a la valía o valor relativos de cada una
de ellas en sentido estético o moral y conceder, y definir así los grados
relativos de agrado con que pueden ser legítimamente contempladas por sí mismas
y por las demás. Una comparación valorativa (invidious) es un proceso de
valoración de las personas con respecto a su valía»
[2] Véase la nota sobre terminología, p. 11[T.]
[3] Se conoce por potlach una ceremonia practicada por los kwakiutl con la
que un hombre trata de adquirir nombradía haciendo grandes dádivas, que la
costumbre obliga a devolver duplicadas en fecha posterior, so pena de perder
prestigio. A veces toma la forma de fiesta en la que un hombre trata de superar
a sus rivales; en ocasiones se llega a la destrucción deliberada de propiedad
(mantas, canoas, bandejas de cobre). [T.]
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